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viernes, 29 de marzo de 2024

QUINTA PREDICACIÓN DE CUARESMA 2024 «YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA»

 


Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

En nuestro itinerario, a través del Cuarto Evangelio, para descubrir quién es Jesús para nosotros, hemos llegado a la última etapa. Entramos en lo que se suele llamar “los discursos de despedida” de Jesús a sus apóstoles. Esta vez ni siquiera intento resumir el contexto y resaltar sus diferentes unidades y subdivisiones. Sería como intentar dibujar cajas y distinguir sectores en una colada de lava que desciende del cráter. Vayamos entonces directamente a la palabra que queremos recoger en esta meditación:

Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. (Jn 14, 3-6)

“Yo soy el camino, la verdad y la vida”: palabras que sólo una persona en el mundo podía pronunciar y de hecho pronunció. Cristo es el camino y la meta del viaje. Como Palabra eterna del Padre, él es la verdad y la vida; como Verbo hecho carne, él es el camino.

Tuvimos la oportunidad de contemplar a Cristo como Vida, comentando su palabra “Yo soy el pan de vida”, y como Verdad comentando su otra palabra “Yo soy la luz del mundo”. Por tanto, centrémonos en Cristo el Camino. Después de haber contemplado a Cristo como don, tenemos la oportunidad de contemplarlo como modelo. “Dado que – escribe Kierkegaard – la Edad Media se había extraviado cada vez más al acentuar el lado de Cristo como modelo, Lutero acentuó el otro lado, afirmando que Él es un don y que este don depende de la fe para aceptarlo”. Pero ahora – añade el mismo autor – también debemos insistir en Cristo como modelo, si no queremos que la doctrina sobre la fe se convierta en una hoja de parra que cubra las omisiones más anticristianas [1].

Jesús continúa diciendo a quienes encuentra, es decir, a nosotros, en este momento, lo que dijo a los apóstoles y a quienes encontró durante su vida terrena: “Venid en pos de mí”, o en singular “¡Sígueme!”. El seguimiento (en griego, akolouthia) de Cristo es un tema sin límites. Sobre él estaba escrito el libro más querido y más leído de la Iglesia, después de la Biblia: La Imitación de Cristo. Nos limitamos a decir lo necesario para pasar a algunas aplicaciones prácticas, siempre de carácter espiritual y personal, tal como nos hemos planteado en estas meditaciones.

El tema del seguimiento de Cristo ocupa un lugar importante en el Cuarto Evangelio. Seguir a Jesús es casi sinónimo de creer en él. Creer, sin embargo, es una actitud de la mente y la voluntad; la imagen del “camino” y del “caminar” pone de relieve un aspecto importante del creer, que es el “avanzar”, es decir, el dinamismo que debe caracterizar la vida del cristiano y la repercusión que la fe debe tener en la conducta de la vida. El seguimiento – a diferencia de la fe y del amor – no indica sólo una actitud particular de la mente y del corazón, sino que traza para el discípulo un programa de vida que implica una participación total: del modo de vida, del destino y de la misión del Señor. No olvidemos que en Israel el discípulo iba muchas veces a vivir a casa del maestro y compartía su vida en todo.

* * *

Con el énfasis dado al episodio del lavatorio de los pies, Juan quiso subrayar un ámbito particular y prioritario del seguimiento de Cristo, el del servicio (Jn 13, 12-15). Pero no hablaré del servicio. A este tema dediqué el último sermón de la Cuaresma pasada y no hace falta repetirlo. También porque creo que soy el menos idóneo para hablar de servicio, habiendo ejercido en mi vida casi sólo “el servicio de la Palabra” que, por importante que sea, es también relativamente fácil y más gratificante que muchos otros servicios en la Iglesia.

Me gustaría más bien hablar de lo que caracteriza el seguimiento de Cristo y lo distingue de cualquier otro tipo de seguimiento. Se dice de un artista, de un filósofo, de un literato que se formó en la escuela de tal o cual maestro de renombre. Incluso de nosotros religiosos se dice que fuimos formados en la escuela, algunos de Benito, algunos de domingo, algunos de Francisco, algunos de Ignacio de Loyola y algunos de otros hombres o mujeres. Pero hay una diferencia esencial entre este seguimiento y el de Cristo. Lo expresan, como no se podría hacer mejor, las palabras del propio Juan, al final del Prólogo de su Evangelio: “La ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo”. (Jn 1,17).

Para nosotros, los religiosos, esto significa: la regla nos fue dada a través de nuestro Fundador, pero la gracia y la fuerza para ponerla en práctica nos viene sólo de Jesucristo. ¡Para nosotros y para todos los cristianos, esa palabra también significa otra cosa, aún más radical: el Evangelio nos fue dado por el Jesús terrenal, pero la capacidad de observarlo y ponerlo en práctica nos viene sólo de Cristo resucitado, por su Espíritu!

Santo Tomás de Aquino escribió, al respecto, palabras que de labios de un doctor de la Iglesia menos acreditado que él nos dejarían perplejos. Comentando el dicho paulino “la letra mata, el Espíritu vivifica” (2 Cor 3,6), escribe: “Por letra entendemos toda ley escrita que queda fuera del hombre, incluso los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por eso también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera a ella la gracia de la fe que sana”[2]. Y poco antes decía explícitamente que “la gracia que nos sana” no es otra cosa que “la misma gracia del Espíritu Santo” que es dada a los creyentes” [3]. San Agustín lo entendió por experiencia personal y por eso inventó su extraordinaria oración: “Señor, tú me mandas ser casto. Bueno, dame lo que me órdenes y luego ordéname lo que quieras” [4].

Por eso muchos de los discursos de Jesús en la Última Cena tienen como objeto el Espíritu Paráclito que él enviaría sobre los apóstoles. Recordemos algunas de sus promesas al respecto:

Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. (Jn 16,12-14)

Si Jesús es “el Camino” (en griego, odòs), el Espíritu Santo es “el Guía” (en griego, odegòs u odegìa). Así lo definió ya San Gregorio de Niza [5], y así lo invoca la Iglesia latina en el Veni Creator. Los dos versos “Ductore sic te praevio – vitemus omne noxium”, significan en realidad, “contigo como guía (ductor) evitaremos todo mal”.

* * *

Entre las diversas funciones que Jesús atribuye al Paráclito, en su obra a favor nuestro, en la que queremos centrarnos es la de Apuntador: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (14,26). “Él os hará recordar”: la Vulgata latina traducida con ipse suggeret vobis: él os sugerirá.

El apuntador, en el teatro, está escondido dentro de una cavidad y es invisible para el público: como el Espíritu Santo que ilumina todo pero permanece invisible y, por así decirlo, detrás de escena. El apuntador pronuncia las palabras en voz baja para no ser escuchado por el público, y el Espíritu también habla “en voz baja”. Sin embargo, a diferencia de los apuntadores humanos, él no habla a los oídos, sino al corazón; no sugiere mecánicamente las palabras del Evangelio, como si fueran un guión, sino que las explica, las adapta, las aplica a las situaciones.

Estamos hablando, por supuesto, de las “inspiraciones del Espíritu”, las llamadas “buenas inspiraciones”. La fidelidad a las inspiraciones es el camino más corto y seguro hacia la santidad. Nosotros no sabemos desde el inicio cuál es la santidad concreta que Dios quiere de cada uno de nosotros; Sólo Dios lo sabe y nos lo revela a medida que se avanza en el camino. Por tanto, no basta con tener un programa claro de perfección y luego implementarlo gradualmente. No existe un modelo idéntico de perfección para todos. Dios no hace santos en serie, no le gusta la clonación. Cada santo es una invención sin precedentes del Espíritu. Dios puede pedir a uno lo contrario de lo que le pide a otro. De ello se deduce que para alcanzar la santidad el hombre no puede limitarse a seguir reglas generales que se aplican a todos. También debe comprender lo que Dios le pide a él, y sólo a él.

Ahora bien, lo que Dios quiere que es diferente y particular de cada uno se puede descubrir a través de los acontecimientos de la vida, la palabra de la Escritura, la guía del director espiritual; pero el medio principal y ordinario son las inspiraciones de la gracia. Son solicitaciones internas del Espíritu en lo más profundo del corazón, a través de las cuales Dios no sólo hace saber lo que desea de nosotros, sino que da la fuerza necesaria, y muchas veces también la alegría, para realizarlo, si la persona consiente.

Pensemos en lo que habría sucedido si Madre Teresa de Calcuta hubiera persistido en observar las normas canónicas vigentes en los institutos religiosos de la época. Hasta los 36 años ella fue consagrada en una congregación religiosa; era ciertamente fiel a su vocación y entregada a su trabajo, pero nada que sugiriera algo extraordinario en ella. Fue durante un viaje en tren de Calcuta a Darjeeling para su retiro espiritual anual que ocurrió el evento que cambió su vida. El Espíritu Santo “susurró” una clara invitación al oído de su corazón: Deja tu orden, tu vida anterior, y ponte a mi disposición para una obra que te indicaré. Entre las hijas de la Madre Teresa, este día, el 10 de septiembre de 1946, es recordado con el nombre de “Día de la Inspiración”.

Cuando se trata de decisiones importantes para uno mismo o para los demás, la inspiración debe ser sometida y confirmada por la autoridad o por el propio padre espiritual. De hecho, esto es lo que hizo la Madre Teresa. Te expones al peligro si confías únicamente en tu inspiración personal.

Las buenas inspiraciones tienen algo en común con la inspiración bíblica, aparte, por supuesto, de la autoridad y el alcance, que son esencialmente diferentes. “Dios dijo a Abraham…”, “El Señor habló a Moisés”: este hablar del Señor no era, desde el punto de vista de la fenomenología, algo diferente de lo que sucede en las inspiraciones de la gracia. La voz de Dios, incluso en el Sinaí, no resonó fuera, sino dentro del corazón, en forma de claridad, de impulsos, provenientes del Espíritu Santo. Los diez mandamientos no fueron grabados por el dedo de Dios en tablas de piedra (¡es difícil para nosotros siquiera imaginarlo!), sino en el corazón de Moisés, quien luego los grabó en tablas de piedra. “Movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios.” (2 P 1,21); ellos eran los que hablaban, pero movidos por el Espíritu Santo; repetían con la boca lo que oían en el corazón. Dios, dice el profeta Jeremías, escribe su ley en los corazones (Jer 31,33).

Toda fidelidad a una inspiración se ve recompensada por inspiraciones cada vez más frecuentes y más fuertes. Es como si el alma se estuviera entrenando para lograr una percepción cada vez más clara de la voluntad de Dios y una mayor facilidad para realizarla.

* * *

El problema más delicado en cuanto a las inspiraciones ha sido siempre el de discernir las que provienen del Espíritu de Dios de las que provienen del espíritu del mundo, de las propias pasiones o del espíritu maligno. El tema del discernimiento de los espíritus ha tenido una notable evolución a lo largo de los siglos. Originalmente fue concebido como el carisma que servía para distinguir – entre las palabras, oraciones y profecías pronunciadas en la asamblea – cuáles procedían del Espíritu de Dios y cuáles no. En su ejercicio comunitario, el carisma de la profecía debe ir acompañado, para el Apóstol, del discernimiento de los espíritus: “[A uno] se da el don de profecía; a otro el don de discernimiento de espíritus” (cf.1 Cor 12,10).

El significado original de carisma, entendido por Pablo, parece muy preciso y limitado. Se trata de la recepción de la profecía misma, de su evaluación, por parte de uno o más miembros de la asamblea, que también están dotados de espíritu profético. Pero ni siquiera este discernimiento se basa en un análisis racional, sino más bien en la inspiración del Espíritu mismo. El sentido de discernir (diakrisis) oscila entonces entre distinguir e interpretar: distinguir si fue el Espíritu de Dios quien habló o un espíritu diferente, interpretar lo que el Espíritu quiso decir en una situación concreta. A este mismo don de discernimiento se refiere la conocida recomendación del Apóstol: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecía. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno. Guardaos de toda clase de mal” (1 Tes 5, 19-22).

Si hay que tener en cuenta la experiencia actual de los movimientos pentecostales y carismáticos, hay que pensar que este carisma consistía en la capacidad de la asamblea, o de algunos de ellos, de reaccionar activamente ante una palabra profética, una cita bíblica o una oración, expresando – con la exclamación “¡Confirmo!”, o con otros pequeños signos de la cabeza y la voz – aprobación de la palabra escuchada, o mostrando, por el contrario – con el silencio y pasando a otra cosa – un juicio negativo. De este modo, la profecía verdadera y falsa pasa a ser juzgada “por los frutos” que produce o no, como recomendaba Jesús (cf. Mt 7,16). (Este significado original del discernimiento de los espíritus podría ser muy relevante incluso hoy en debates y encuentros, como los que empezamos a vivir en el diálogo sinodal).

En tiempos posteriores, tanto en la espiritualidad oriental como en la occidental, el carisma del discernimiento de los espíritus sirvió sobre todo para discernir las inspiraciones del discípulo por parte de un anciano (como en la vida monástica), y más en general para discernir las propias inspiraciones. La evolución no es arbitraria; de hecho, es el mismo don, aunque se aplique a sujetos y en contextos diferentes: comunitario en el primer caso, personal en el segundo.

Hay criterios de discernimiento que podríamos llamar objetivos. En el campo doctrinal se resumen para Pablo en el reconocimiento de Cristo como Señor:” Nadie que hable por el Espíritu de Dios dice: « ¡Anatema sea Jesús!»; y nadie puede decir: « ¡Jesús es Señor!», sino por el Espíritu Santo.” (1 Cor 12, 3); para Juan se resumen en la fe en Cristo y su encarnación:

Queridos míos: no os fieis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dio (1 Jn 4,1-3)

En el campo moral un criterio fundamental lo da la coherencia del Espíritu de Dios consigo mismo. No puede pedir algo que sea contrario a la voluntad divina, tal como se expresa en las Escrituras, en la enseñanza de la Iglesia y en los deberes de su estado. Una inspiración divina nunca nos pedirá que realicemos actos que la Iglesia considera inmorales, por muchos argumentos engañosos que la carne sea capaces de sugerir en estos casos; por ejemplo, que Dios es amor y por tanto todo lo que se hace por amor es de Dios.

A veces, sin embargo, estos criterios objetivos no son suficientes porque la elección no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro bien, y se trata de ver qué es lo que Dios quiere, en una circunstancia concreta. Fue sobre todo para responder a esta necesidad que San Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernimiento.

Casi me avergüenza ser yo quien habla aquí de este asunto pero se tiene que decir algo. El santo nos invita a observar las intenciones – él las llama “espíritus” – que se esconden detrás de una elección y de las reacciones que provoca. Sabemos que lo que viene del Espíritu de Dios trae consigo alegría, paz, tranquilidad, dulzura, sencillez, luz. Lo que viene del espíritu del mal, en cambio, trae consigo perturbación, agitación, inquietud, confusión, oscuridad. El Apóstol destaca esto, contrastando los frutos de la carne (enemistades, discordias, celos, disensiones, divisiones, envidias) y los frutos del Espíritu que son en cambio “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí”. (Gál 5, 22).

En la práctica, las cosas, es cierto, son más complejas. Una inspiración puede venir de Dios y aun así causar gran perturbación. Pero esto no se debe a la inspiración que es dulce y pacífica como todo lo que viene de Dios; más bien surge de la resistencia a la inspiración, o del hecho de que nos pide algo que no estamos dispuestos a hacer. Si se acoge la inspiración, el corazón pronto se encuentra en una paz profunda. Dios premia cada pequeña victoria en este campo, haciendo sentir al alma su aprobación, que es la alegría más pura que existe en el mundo.

Un campo donde es importante practicar el discernimiento – además del de las intenciones y decisiones- es el campo de los sentimientos. Nada es más insidioso que el amor. La naturaleza es muy hábil en hacer pasar como proveniente del espíritu lo que en realidad procede de la carne. En este campo es más necesario que nunca tener en cuenta el consejo que dio el poeta latino Ovidio sobre los males del amor: “Principiis obsta”: Opònete a los comienzos”. “Sero medicina paratur”: “Tarde se toma la medicina cuando el mal, por los muchos retrasos, ha cobrado fuerza” [6].

El fruto concreto de esta meditación debe ser una decisión renovada de confiarnos completamente a la guía interior del Espíritu Santo, como si se tratara de una especie de invisible “dirección espiritual”. Todos debemos abandonarnos al Maestro interior que nos habla sin el clamor de las palabras. Como buenos actores, debemos mantener los oídos abiertos, en las grandes y pequeñas ocasiones, a la voz de este “incitador” oculto, para representar fielmente nuestro papel en la escena de la vida. Esto es lo que se entiende por la expresión “docilidad al Espíritu”.

Es más fácil de lo que piensas, porque él nos habla, nos enseña todo, nos instruye sobre todo. A veces basta una simple mirada interior, un movimiento del corazón, un momento de reflexión y oración. Juan escribe en su Primera Carta:

Y en cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa—, según os enseñó, permaneced en él. (1 Jn 2,27)

Sobre estas palabras, San Agustín entabla con el Apóstol un insólito y animado debate. En su comentario a la Primera Carta de Juan escribe:

Le pregunto a Juan: “Aquellos a quienes dirigiste estas palabras ya tenían la unción… ¿Por qué entonces les escribiste esta carta? ¿Por qué instruirles?”… Hay aquí un gran misterio sobre el cual debemos reflexionar, oh hermanos. El sonido de nuestras palabras golpea los oídos, pero el verdadero maestro está dentro… Podemos exhortar con el sonido de la voz, pero si no hay nadie enseñando dentro, es un ruido inútil [7].

Si acoger las inspiraciones es importante para todo cristiano, es vital para quienes tienen funciones de gobierno en la Iglesia. Sólo así se permite al Espíritu de Cristo guiar a su Iglesia a través de sus representantes humanos. No es necesario que todos los pasajeros de un barco estén pegados con los oídos a la radio de a bordo, para recibir señales sobre la ruta, sobre los icebergs y sobre las condiciones meteorológicas, pero sí es fundamental que los responsables a bordo lo estén. De una “inspiración divina”, valientemente aceptada por el Papa San Juan XXIII, nació el Concilio Vaticano II. De la misma manera, después de él, nacieron otros gestos proféticos, que los que vendrán después de nosotros notarán.

Que el Señor resucitado haga resonar él mismo en nuestros corazones en esta Pascua algún de sus divinos “Yo Soy” que hemos meditado en esta Cuaresma y de manera especial aquel que proclama su victoria pascual: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 23-26).

Santo Padre, hermanos y hermanas: ¡Felices Pascuas!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

Notas:
1.- Diario, X 1 A 154.                                                            
2.-Tomas de Aquino, Summa theologiae, I-IIae,q.106, a.2.
3.- Ibid., q. 106, a. 1; cf Agustin, De Spiritu et littera, 21, 36.
4.- Agustin, Confessiones, X, 29.
5.- Gregorio Niza, De fide (PG, 45, 141C).
6.- Ovidio, Remedia amoris, V, 91.
7.- Agustin, Sobre la Primera Carta de Juan, 3, 13.

sábado, 23 de diciembre de 2023

SEGUNDA PREDICACIÓN DE ADVIENTO: POR LA FE MARÍA ESPERÓ CONTRA TODA ESPERANZA




“La anunciación del ángel a María, la peregrinación de la fe de la Madre de Dios y la invitación de abrir las puertas de nuestro corazón a Jesús”, han sido los temas centrales, la mañana de este viernes, 22 de diciembre, de la Segunda predicación de Adviento para el Papa y los miembros de la Curia Romana, dirigido por el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia.

Vatican News

"Bienaventurada la que ha creído", este pasaje bíblico, tomado del Evangelio según san Lucas (1, 45), que será proclamado el IV Domingo de Adviento, ha sido el hilo conductor de la Segunda predicación para el Papa y los miembros de la Curia Romana, dirigido por el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia, la mañana de este viernes, 22 de diciembre, en el Aula Pablo VI del Vaticano.

Después de haber presentado, el viernes pasado, la figura del precursor Juan Bautista, hoy el Purpurado capuchino invitó a dejarnos llevar de la mano por la Madre de Jesús para "entrar" en el misterio de la Navidad. En este sentido, la historia de la Anunciación, señaló el Predicador, nos recuerda cómo María concibió y dio a luz a Cristo y cómo nosotros también podemos concebirlo y darle a luz: ¡por la fe!

La cuestión sobre el progreso de la fe de María

Pero, antes de explicar el misterio de la fe de María, el cardenal Cantalamessa dijo que con ella pasó lo mismo que con la persona de Jesús, es decir, la cuestión sobre el progreso de Jesús en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la obediencia a ella.

“Algo parecido, decía, se repitió, tácitamente, para la fe de María. Se daba por sentado que ella había hecho su acto de fe en el momento de la Anunciación y había permanecido estable en él durante toda su vida, como quien, con su voz, ha alcanzado de repente la nota más alta y luego la mantiene por todo el resto de la canción. Se dio una explicación tranquilizadora para todas las palabras que parecían decir lo contrario”.

Una nueva dimensión de la fe de María

Al respecto, el Predicador dijo que, el don que el Espíritu Santo hizo a la Iglesia, con la renovación de la mariología, fue el descubrimiento de una nueva dimensión de la fe de María. “La Madre de Dios - afirmó el Concilio Vaticano II – ‘avanzó en la peregrinación de la fe’ (LG, 58). No creyó de una vez por todas, sino que caminó en la fe y progresó en ella”. La afirmación fue retomada y desarrollada por San Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Mater (nr.14):

“Las palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su «camino hacia Dios», todo su camino de fe”.

María creyó, esperando contra toda esperanza

Después de la Anunciación y de la Navidad, señaló el cardenal Cantalamessa, por la fe María presentó al Niño al templo, por la fe lo siguió, manteniendo un perfil bajo, en su vida pública, por la fe estuvo bajo la cruz, por la fe esperó su resurrección.

“Ella está allí, impotente ante el martirio de su Hijo, pero consiente con amor. Es una réplica del drama de Abraham, pero ¡cuánto más exigente! Con Abraham, Dios se detiene en el último momento, pero no con ella. Acepta que su Hijo sea sacrificado, lo entrega al Padre, con el corazón quebrantado, pero firme, fuerte en su fe. Aquí es donde la voz de María alcanza su nota más alta. Lo que el Apóstol dice de Abraham debe decirse de María con mucha mayor razón: María creyó, esperando contra toda esperanza, y así llegó a ser madre de muchos pueblos”.

En ella se cumplió lo que había creído

La renovación de la mariología provocada por el Vaticano II debe mucho a san Agustín. Fue su autoridad la que empujó primero a algunos teólogos y luego a la Asamblea conciliar a insertar la discusión sobre María en la constitución de la Iglesia, la Lumen gentium, en lugar de hacer una discusión separada sobre ella. Y es el mismo santo de Hipona afirma sobre la fe de María, una exhortación vibrante, válida también para nosotros:

“María creyó, y en ella se cumplió lo que había creído. ¡Creemos también nosotros, para que lo que en ella se hizo realidad pueda beneficiarnos también a nosotros!”.

A Dios "se siente con el corazón y no con la razón"

Y al recodar el cuarto centenario del nacimiento de Blaise Pascal, al cual el Santo Padre quiso recordar a la Iglesia con su Carta Apostólica del 19 de junio, el Purpurado capuchino recordó su frase más celebre que tiene su fundamento en la Sagrada Escritura, que nos dice que a Dios "se siente con el corazón y no con la razón", como afirma Pascal, por la sencilla razón de que "Dios es amor" y el amor no se percibe con el intelecto, sino con el corazón.

“Es cierto que Dios es también verdad (“Dios es luz”, escribe Juan en su Primera Carta) y la verdad se percibe con el intelecto; pero si bien el amor presupone conocimiento, el conocimiento no presupone necesariamente el amor. ¡No se puede amar sin conocer, pero sí se puede conocer sin amar! Lo sabe bien una civilización como la nuestra, orgullosa de haber inventado la inteligencia artificial, pero tan pobre en amor y compasión”.

"Fe y Razón"

Ante el pensamiento secular y teológico de los últimos tres siglos, el cardenal Cantalamessa dijo que el mundo ha seguido más a Descartes que a Pascal y la consecuencia fue que el racionalismo dominó y dictó la ley, antes de llegar al nihilismo actual. Todos los discursos y debates que tienen lugar, incluso hoy, se centran en "Fe y Razón", nunca, que yo sepa dijo el Purpurado, en "Fe y corazón", ni en "Fe y voluntad".

“A menudo se cita a Pascal en relación con el “riesgo calculado” o la apuesta rentable. En la incertidumbre, escribe, apuesta por la existencia de Dios, porque "si ganas lo has ganado todo, si pierdes no has perdido nada". Pero el verdadero riesgo de la fe – él mismo lo sabe también- es otro: es el de poner a Jesucristo entre paréntesis. ¡Un riesgo de larga data!”.

¡Vuelve a tú corazón!

Volvamos ahora a las palabras de Pascal sobre Dios que "se siente con el corazón". Ya no para hacerlo objeto de consideraciones históricas y teológicas, sino para tomar nuestra decisión personal y práctica.

“¡Vuelve a tu corazón!... Vuelve de tus andanzas que te han extraviado; vuelve al Señor. Él está listo. Vuelve primero a tu corazón, tú que te has vuelto extraño a fuerza de vagar afuera: ¡no te conoces a ti mismo y buscas a quien te creó! Regresa, regresa al corazón, despégate del cuerpo... Regresa al corazón: allí examina lo que tal vez percibes de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; Cristo habita en la interioridad del hombre”.

Greccio 1223

La Navidad de este año, indicó el cardenal Cantalamessa, marca el octavo centenario de la primera creación del belén en Greccio. Es el primero de tres centenarios franciscanos: A él seguirá, en 2024, el centenario los estigmas del santo y, en 2026, él de su muerte. Esta circunstancia también puede ayudarnos a volver al corazón. Su primer biógrafo, Tommaso de Celano, relata las palabras con las que el Poverello explicó su iniciativa:

“Me gustaría, dijo, representar al Niño nacido en Belén, y de alguna manera ver con los ojos de mi cuerpo las dificultades en las que se encontró por la falta de las cosas necesarias para un recién nacido, cómo lo colocaron en una cuna y cómo yació entre el buey y el asno”.

Abramos la puerta de nuestro corazón a Jesús

Lamentablemente, con el paso del tiempo, el belén se ha alejado de lo que representaba para Francisco. A menudo se ha convertido en una forma de arte o espectáculo cuyo entorno externo se admira más que su significado místico. Aun así, sin embargo, cumple su función de signo y sería una tontería renunciar a él.

“El belén es, por tanto, una tradición útil y hermosa, pero no podemos conformarnos con los tradicionales belenes exteriores. Debemos montar un belén diferente para Jesús, un belén del corazón. Corde creditur: con el corazón se cree. Christum habitare per fidem in cordibus vestris: “que Cristo, por la fe, venga a habitar en vuestros corazones”, escribe el Apóstol a los Efesios (Ef 3,17). María y su Esposo continúan, místicamente, llamando a las puertas, como lo hicieron aquella noche en Belén”.

Esta no es una hermosa ficción poética

Finalmente, el cardenal Cantalamessa dijo que, en nuestro corazón hay lugar para muchos invitados, pero para un solo dueño. Hacer nacer a Jesús significa dejar morir nuestro "yo", o al menos renovar la decisión de no vivir ya para nosotros mismos, sino para Aquel que nació, murió y resucitó por nosotros" (cf. Rom 14, 7-9).

“Donde nace Dios, el hombre muere, fue el slogan de un cierto existencialismo ateo. ¡Es verdad! Sin embargo, el que muere es “el hombre viejo”, corrompido y destinado, en cualquier caso, a terminar en la muerte, y el que nace es el hombre nuevo, “creado en la justicia y la verdadera santidad", destinado a vivir para la eternidad. Es una empresa que no terminará con la Navidad, pero sí que puede comenzar con ella”.

Antes de desearles una Feliz Navidad, el Predicador de la Casa Pontificia encomendó a la Madre de Dios, quien "concibió a Cristo en su corazón antes que en su cuerpo", nos ayude a realizar este propósito. “Feliz cumpleaños a Jesús; y a todos ustedes: Santo -y amado- Padre Papa Francisco, venerados Padres, hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!”.

Fuente:https://www.vaticannews.va/es/vaticano/news/2023-12/segunda-predicacion-adviento-papa-curia-romana-cantalamessa-2023.html

domingo, 17 de diciembre de 2023

PRIMERA PREDICACIÓN DE ADVIENTO, "COMO EL BAUTISTA, TODOS PODEMOS SER EVANGELIZADORES"



Preámbulo


“Descubrí” en el año de 2010 al Padre Raniero Cantalamessa de la Orden de los Franciscanos Menores Capuchinos, como predicador de la Casa Pontificia, ante Benedicto XVI y la Curia Romana. La intención era ofrecer a manera de retiro espiritual al Papa y al personal de la Curia Romana, durante los períodos de Adviento y Cuaresma, sendas “reflexiones espirituales”.

Empecé a difundirlas a través de mi correo personal y posteriormente a través de éste blog. Cabe agregar que a la muerte de Benedicto XVI, el Papa Francisco ha continuado con dicho ejercicio y que el fraile Cantalamessa ha sido ascendido a Cardenal de la Iglesia, nominación que si bien no rechazó, si solicito al Papa, poder seguir usando su indumentaria de fraile. Éste año, el Papa Francisco tenía planeado, acudir a la reunión de la COP28, (28ª conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que se efectuó del 30 de noviembre al 12 de diciembre de 2023 en la Expo City, de Dubái.​​) Iba a estar fuera del 1 al 3 de diciembre, pero la gripa y posterior infección del único pulmón que posee, se lo impidió. Por ésta razón y la posterior convalecencia del Papa, las predicaciones se retrasaron dos semanas, iniciándose el viernes 15.


Primera Predicación de Adviento del Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

Ha sido la figura de Juan Bautista, en su doble papel de "predicador de la conversión" y "profeta", la que ha inspirado el primer sermón de Adviento pronunciado esta mañana por el cardenal Raniero Cantalamessa en el Aula Pablo VI, en presencia del Papa Francisco. La reflexión del predicador de la Casa Pontificia se centró en el "Precursor", que - considerando en particular el segundo aspecto de su misión - "inauguró la nueva profecía cristiana, que no consiste en anunciar una salvación futura, sino en revelar una presencia", la "de Cristo en el mundo y en la historia".

Jesús, observó el cardenal capuchino, "está en medio de nosotros, está en el mundo", pero "el mundo aún hoy, después de dos mil años, no lo reconoce". Hay, a este respecto, una pregunta de Jesús que siempre ha preocupado a los creyentes: "El Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?" (Lc 18,8). Son palabras que no se refieren a "su venida al fin del mundo".

En efecto, en los discursos escatológicos se entrecruzan dos perspectivas: "la de la venida final de Cristo", pero también "la de su venida como resucitado y glorificado por el Padre: su venida "con poder según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección" (Rm 1,4), como la define san Pablo". Y refiriéndose precisamente a esta venida según el Espíritu, el Señor puede decir: "Esta generación no pasará antes de que todo esto suceda" (Mt 24,34).

Por tanto, la palabra de Jesús, subrayó el predicador, "no interroga a nuestra posteridad, a los que vivirán en el momento de su regreso final"; al contrario, "interroga a nuestros antepasados y a nuestros contemporáneos, incluidos nosotros mismos". Por eso, la tarea profética de la Iglesia "será la misma que la de Juan Bautista, hasta el fin del mundo: sacudir a cada generación de la terrible distracción y ceguera que les impide reconocer y ver la luz del mundo".

En tiempos de Juan, señaló Cantalamessa, "el escándalo procedía del cuerpo físico de Jesús; de su carne tan parecida a la nuestra, salvo por el pecado". Y "aún hoy es su cuerpo, su carne la que escandaliza: su cuerpo místico, la Iglesia, tan semejante al resto de la humanidad, sin excluir siquiera el pecado". Por eso, así como Juan Bautista "hizo reconocer a Cristo bajo la humildad de la carne a sus contemporáneos, así es necesario hoy hacerlo reconocer en la pobreza de la Iglesia y de nuestra propia vida".

A continuación, el cardenal habló de la nueva evangelización, que San Juan Pablo II describió como "nueva en el fervor, nueva en los métodos y nueva en las expresiones". A este respecto, dijo Cantalamessa, Juan Bautista es un maestro sobre todo en la primera de estas tres cosas, el fervor. "No es un gran teólogo, tiene una cristología muy rudimentaria. No conoce todavía los títulos más altos de Jesús: Hijo de Dios, Verbo, ni siquiera el de Hijo del Hombre"; además, utiliza imágenes sencillas. Pero, a pesar de "la pobreza de su teología", tiene el mérito de conseguir "hacer sentir la grandeza y la unicidad de Cristo". Por eso, "a la manera de Juan Bautista, todos pueden ser evangelizadores".

Además, aclaraba el capuchino, en la evangelización no puede haber contenidos verdadera y totalmente nuevos; puede haber, sin embargo, "contenidos nuevos, en el sentido de que en el pasado no habían sido suficientemente resaltados, que habían permanecido en la sombra, poco valorados". San Gregorio Magno decía que "la Escritura crece con quienes la leen". Y también explicaba por qué. "Uno comprende [las Escrituras] tanto más profundamente cuanto más atención les presta (Hom en Ez. i, 7, 8)". Y este crecimiento se realiza en primer lugar "a nivel personal, en el crecimiento en la santidad; pero también se realiza a nivel universal, en la medida en que la Iglesia avanza en la historia".

Lo que hace a veces tan difícil aceptar el "crecimiento" del que habla Gregorio Magno es "la escasa atención que se presta a la historia del desarrollo de la doctrina cristiana desde sus orígenes hasta hoy, o un conocimiento muy superficial de la misma", señaló Cantalamessa. Esta historia atestigua, de hecho, que siempre ha habido crecimiento, como demostró el santo cardenal John Henry Newman en un famoso ensayo. La Revelación -la Escritura y la Tradición juntas- "crece según las exigencias y las provocaciones que se le plantean en el curso de la historia". Jesús prometió a los apóstoles que el Paráclito "les conduciría 'a toda la verdad' (Jn 16,13), pero no especificó en cuánto tiempo: si en una o dos generaciones, o en cambio -como todo parece indicar- mientras la Iglesia peregrine sobre la tierra".

A continuación, el cardenal señaló cómo la predicación de Juan el Bautista ofrece la ocasión "para una observación tópica sobre este "crecimiento" de la Palabra de Dios que el Espíritu Santo obra en la historia". De hecho, aunque la tradición litúrgica y teológica ha recogido principalmente el grito de él: "¡He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!", en realidad, sin embargo, esto sería sólo "la mitad de la profecía de Juan" sobre Cristo. También define a Jesús como el "que bautiza en el Espíritu Santo", significando que la salvación cristiana "no es sólo algo negativo, un 'quitar el pecado'", sino "sobre todo algo positivo: un 'dar', infundir vida nueva, vida del Espíritu. Un renacimiento". 

domingo, 9 de abril de 2023

QUINTA PREDICACIÓN DE CUARESMA, “EN EL MUNDO TENDRÉIS TRIBULACIÓN, PERO ¡ÁNIMO!: YO HE VENCIDO AL MUNDO” (SAN JUAN 16, 33)



Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

“En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, estas son algunas de las últimas palabras que Jesús dirige a sus discípulos antes de despedirse de ellos. No son los habituales “¡Ánimo!” dirigido a los que se quedan, por uno que está a punto de partir. De hecho, añade: “No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros” (Jn 14,18).

¿Qué significa “volveré a vosotros” si está a punto de dejarlos? ¿Cómo y en qué capacidad vendrá y se quedará con ellos? Si no se comprende la respuesta a esta pregunta, nunca se comprenderá la verdadera naturaleza de la Iglesia. La respuesta está presente, como una especie de tema recurrente, en los discursos de despedida del Evangelio de Juan y es bueno escuchar de una vez los versículos en los que el tema se convierte en la nota dominante. Hagámoslo con la atención y la conmoción con que los hijos escuchan la disposición del padre respecto al bien más preciado que está a punto de dejarles:

Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros (14,16-17).

El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho (14,26).
Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (15,26-27).

Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (16,7).

Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros (16,12-14).

Pero, ¿qué es y quién es el Espíritu Santo que promete? ¿Es él mismo, Jesús, u otro? Si es él mismo, porque dice en tercera persona: “cuando venga el Paráclito…”; si es otro, ¿por qué dice en primera persona: “volveré a vosotros”? Tocamos el misterio de la relación entre el Resucitado y su Espíritu. Relación tan estrecha y misteriosa que San Pablo a veces parece identificarlos. En efecto, escribe: “El Señor es el Espíritu”, pero luego añade sin interrupción: “y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Cor 3, 17). Si es el Espíritu del Señor, no puede ser, pura y simplemente, el Señor.

La respuesta de la Escritura es que el Espíritu Santo, con la redención, se ha convertido en “el Espíritu de Cristo”; es el modo en que el Resucitado obra ahora en la Iglesia y en el mundo, habiendo sido “constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación, en virtud de la resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 4). Por eso puede decir a los discípulos: “Es bueno que me vaya”, y añadir: “pero no os dejaré huérfanos”.

Debemos liberarnos por completo de una visión de la Iglesia formada gradualmente que se ha vuelto dominante en la conciencia de muchos creyentes. La llamo visión deísta o cartesiana, por la afinidad que tiene con la visión del mundo del deísmo cartesiano. ¿Cómo era concebida la relación entre Dios y el mundo en esta visión? Más o menos así: Dios primero crea el mundo y luego se retira, dejándolo desarrollarse con las leyes que le ha dado; como un reloj al que se le ha dado suficiente cuerda para funcionar indefinidamente por sí mismo. Cualquier nueva intervención de Dios perturbaría este orden, por lo que los milagros se consideran inadmisibles. Dios, al crear el mundo, actuaría como quien le da una palmadita a un globo ligero y lo empuja por el aire, quedándose en el suelo.

¿Qué significa esta visión cuando se aplica a la Iglesia? Que Cristo fundó la Iglesia, la dotó de todas las estructuras jerárquicas y sacramentales para su funcionamiento, y luego la dejó, retirándose a su cielo en el momento de la Ascensión. Como alguien que empuja un pequeño bote hacia el mar y luego se aleja de la orilla.

¡Pero no es así! Jesús ha subido a la barca y está dentro. Hay que tomar en serio sus últimas palabras en Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Con cada nueva tempestad, incluida las que estamos viviendo, repite lo que dijo a los apóstoles en el episodio de la tempestad calmada: “¿Por qué tenéis miedo, gente de poca fe?” (Mt 8,26). Acaso ¿no estoy yo aquí con vosotros? ¿Puedo hundirme yo? ¿Puede el que creó el mar hundirse en el mar?

Observé con alegría que en el Anuario Pontificio, bajo el nombre del Papa, sólo figura el título de “Obispo de Roma”; todos los demás títulos: Vicario de Jesucristo, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, etc. – se enumeran como “títulos históricos” en la página siguiente. Me parece correcto, especialmente en lo que se refiere al “Vicario de Jesucristo”. Vicario es alguien que toma el lugar del jefe en su ausencia, pero Jesucristo nunca se ausentó y nunca se ausentará de su Iglesia. Con su muerte y resurrección se convirtió en “cabeza del cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,18) y seguirá siéndolo hasta el fin del mundo. Él es el verdadero y único Señor de la Iglesia.

La suya no es una presencia moral e intencional por así decirlo, no es un señorío por delegación. Cuando no podemos estar presentes personalmente en algún evento, solemos decir: “¡Estaré presente espiritualmente!”, lo cual no es de mucho consuelo y ayuda para quienes nos han invitado. Cuando decimos de Jesús que está “espiritualmente” presente, esta presencia espiritual no es una forma menos fuerte que la física, sino infinitamente más real y eficaz. Es la presencia del resucitado que actúa en el poder del Espíritu, en todo tiempo y lugar, y que actúa dentro de nosotros.

Si en la situación actual de creciente crisis energética se descubriera la existencia de una nueva fuente de energía inagotable; si finalmente descubriéramos cómo usar la energía solar a voluntad y sin efectos negativos, ¡qué alivio sería para toda la humanidad! Pues bien, la Iglesia tiene, en su campo, una fuente de energía inagotable similar: el “poder de lo alto” que es el Espíritu Santo. Jesús podría decir de él: “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo” (Jn 16,24).

* * *

Hay un momento en la historia de la salvación que recuerda de cerca las palabras de Jesús en la última cena. Es el oráculo del profeta Hageo. Dice:

“El año segundo del rey Darío, el día veintiuno del séptimo mes, dirigió Yahvé la palabra por medio del profeta Hageo, en estos términos: “Habla ahora a Zorobabel hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, a Josué hijo de Josadac, sumo sacerdote, y al resto del pueblo, y diles: ¿Quién queda entre vosotros que haya visto este templo en su primero esplendor? Y ¿qué es lo que veis ahora? ¿Verdad que os parece que no existe? ¡Pero ahora ten ánimo, Zorobabel – oráculo de Yahvé – ánimo, Josué, hijo de Josadac, sumo sacerdote; ánimo, pueblo todo de la tierra! – oráculo de Yahvé. ¡A la obra, que estoy con vosotros! – oráculo de Yahvé Sebaot… Mi espíritu sigue en medio de vosotros, no temáis” (Hag 2, 1-5).

Es uno de los poquísimos textos del Antiguo Testamento que se puede fechar con precisión: es el 17 de octubre del año 520 a.C. ¿No nos parece que las palabras de Hageo describen la situación actual de la Iglesia católica, y en muchos aspectos de toda la cristiandad? Los que tenemos bastante edad recordamos con nostalgia los tiempos, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando las iglesias se llenaban los domingos, se celebraban bodas y bautizos en la parroquia, los seminarios y los noviciados religiosos abundaban en vocaciones… “Y ¿qué es lo que veis ahora?”, podríamos decir con Hageo. No vale la pena perder el tiempo repitiendo la lista de los males presentes, de lo que a algunos les parecen solo ruinas, no diferentes a las ruinas de la antigua Roma que tenemos alrededor de nosotros en esta ciudad.

No todo lo que una vez brillaba y que lamentamos era oro. Si todo hubiera sido oro puro, si esos seminarios repletos hubieran sido fraguas de santos pastores y la formación tradicional impartida en ellos sólida y verdadera, no tendríamos que llorar tantos escándalos hoy… Pero esto no es lo que necesitamos para hablar aquí, y ciertamente no soy yo el más calificado para hacerlo. Lo que estoy ansioso por recoger es la exhortación que el profeta dirigió al pueblo de Israel ese día. No los exhortó a compadecerse de sí mismos, a resignarse y prepararse para lo peor. No; en contra dice como Jesús: “¡Ánimo y a la obra que yo estoy con vosotros; mi Espíritu estará con vosotros!”.

* * *

Pero ojo: no se trata de un vago y estéril “¡Ánimo!”. El profeta dijo anteriormente cuál es “el trabajo” que tienen que hacer. Y como nos concierne de cerca, escuchemos también el oráculo anterior de Hageo al pueblo y a sus líderes:

“Así dice Yahvé Sebaot: Este pueblo dice: «¡Todavía no ha llegado el momento de reedificar la Casa de Yahveh!» Fue, pues, dirigida la palabra de Yahvé, por medio del profeta Ageo, en estos términos: ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas? Ahora pues, así dice Yahvé Sebaot: Aplicad vuestro corazón a vuestros caminos. Habéis sembrado mucho, pero cosechado poco; habéis comido, pero sin quitar el hambre; habéis bebido, pero sin quitar la sed; os habéis vestido, mas sin calentaros, y el jornalero ha metido su jornal en bolsa rota… Subid a la montaña, traed madera, reedificad la Casa, y yo la aceptaré gustoso y me sentiré honrado, dice Yahvé” (Ag 2, 2-8).

La palabra de Dios, una vez pronunciada, vuelve a ser activa y actual cada vez que se vuelve a proclamar. No es una simple cita bíblica. Ahora somos nosotros “este pueblo” al que se dirige la palabra de Dios. ¿Qué son para nosotros hoy las “casas bien artesonadas” (algunas traducciones dicen: “bien amuebladas”) en las que estamos tentados a permanecer tranquilos? Veo tres casas concéntricas, una dentro de la otra, de las que tenemos que salir para subir al monte y reconstruir la casa de Dios.

La primera casa, bien cubierta, cuidada y amueblada, es mi yo: mi comodidad, mi gloria, mi posición en la sociedad o en la Iglesia. Es el muro más difícil de derribar, el mejor tapado. Es tan fácil confundir mi honor con el honor de Dios y de la Iglesia, el apego a mis ideas con el apego a la pura y simple verdad. El hablante en este momento no se cree una excepción. Nos quedamos dentro de este caparazón nuestro como el gusano de seda en su estuche: todo alrededor es seda, pero si el gusano no rompe el caparazón, seguirá siendo una larva y nunca se convertirá en una mariposa voladora.

Pero dejemos este tema de lado, teniendo tantas oportunidades de tratarlo. La segunda casa bien cubierta de donde salir para trabajar en la “casa del Señor” es mi parroquia, mi orden religiosa, movimiento o asociación eclesial, mi Iglesia local, mi diócesis… No debemos equivocarnos. ¡Ay de nosotros si no tuviéramos amor y apego a estas realidades particulares en las que el Señor nos ha puesto y de las que tal vez somos responsables! El mal es absolutizarlas, no ver nada fuera de ellas, no interesarse sino de ellas, criticar y despreciar a quien no las comparte. En definitiva, perder de vista la catolicidad de la Iglesia. Olvidando, como dice a menudo el Santo Padre, que “el todo es mayor que la parte”. Somos un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, y en el cuerpo, dice Pablo, “si un miembro sufre, todo el cuerpo sufre” (1 Cor 12, 26). El sínodo debe servir también para esto: para hacernos conscientes y partícipes de los problemas y alegrías de toda la Iglesia católica.

Pero vayamos a la tercera casa bien cubierta. Salir de ella se hace más difícil por el hecho de que se nos ha enseñado durante siglos que salir de ella sería un pecado y una traición. Hace poco leía, con motivo de la semana de oración por la unidad de los cristianos, el testimonio de una mujer católica de un país de religión mixta. De joven, el párroco enseñaba que solo entrar físicamente en una iglesia protestante era pecado mortal. Y supongo que lo mismo se decía, del otro lado de la reja, sobre entrar en una iglesia católica.

Hablo, por supuesto, de la casa bien cubierta que es la particular denominación cristiana a la que pertenecemos, y lo hago en el recuerdo aún fresco del acontecimiento extraordinario y profético del encuentro ecuménico en Sudán del Sur el pasado mes de febrero. Todos estamos convencidos de que parte de la debilidad de nuestra evangelización y acción en el mundo se debe a la división y lucha recíproca entre los cristianos. Ocurre lo que Dios decía por Hageo:

“Esperabais mucho, y bien poco es lo que hay. Y lo que metisteis en casa lo aventé yo. ¿Por qué? – oráculo de Yahvé Sebaot – porque mi Casa está en ruinas, mientras que vosotros vais aprisa cada uno a vuestra casa” (Ag 2, 9).

Jesús le dijo a Pedro: “Sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mt 16,18). Él no dijo: “Edificaré mis Iglesias”. Debe haber entonces un sentido en el que lo que Jesús llama “mi Iglesia” abarque a todos los creyentes en él y a todos los bautizados. El Apóstol Pablo tiene una fórmula que podría cumplir esta tarea de abrazar a todos los que creen en Cristo. En el comienzo de la Primera Carta a los Corintios extiende su saludo a: “Cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos” (1 Cor 1, 2).

Por supuesto, no podemos estar satisfechos con esta unidad tan vasta pero tan vaga. Y esto justifica el compromiso y la discusión, incluso doctrinal, entre las Iglesias. Pero tampoco podemos despreciar y desatender esta unidad básica que consiste en invocar al mismo Señor Jesucristo. Quien cree en el Hijo de Dios, también cree en el Padre y en el Espíritu Santo. Es muy cierto lo que se ha repetido en varias ocasiones: “Es más importante lo que nos une que lo que nos divide”.

En los casos en que no podemos dejar de desaprobar el uso que se hace del nombre de Jesús y la forma en que se proclama el Evangelio, puede ayudarnos a superar el rechazo lo que San Pablo dijo de algunos que en su tiempo anunciaban el Evangelio “en un espíritu de rivalidad y con malas intenciones”. “¿Pero qué importa eso?” – escribe a los filipenses – “Con tal de que de alguna manera, por conveniencia o por sinceridad, se anuncie a Cristo, me gozo” (Flp 1, 16-18). Sin olvidar que también Cristianos de otras confesiones ven en nosotros católicos cosas que no pueden compartir.

El oráculo de Hageo sobre el templo reconstruido termina con una promesa radiante: “La gloria futura de esta casa será mayor que antes, dice el Señor de los ejércitos; en este lugar pondré paz” (Hag 2,9). No nos atrevemos a decir que esta profecía se cumplirá también para nosotros y que la casa de Dios que es la Iglesia del futuro será más gloriosa que la del pasado que ahora lamentamos; sin embargo, podemos esperarlo y pedírselo a Dios con espíritu de humildad y arrepentimiento.

No faltan signos alentadores: uno de los más evidentes es precisamente la búsqueda de la unidad entre los cristianos. En una entrevista con un periodista católico, en su viaje de regreso de Sudán del Sur, el arzobispo Justin Welby dijo: “Cuando vemos trabajar juntas a Iglesias que en el pasado fueron enemigas declaradas, se atacaban y quemaban sacerdotes la una de la otra, condenándose unos a otros en los términos más violentos: cuando esto sucede significa que algo espiritual está pasando. Hay una liberación del Espíritu de Dios que da una gran esperanza” [1].

* * *

La profecía de Hageo que les he comentado, Venerados Padres, hermanos y hermanas, está ligada a un recuerdo personal y pido disculpas si me atrevo a hablar de ello nuevamente aquí, después que algunos tal vez ya lo conocen. Lo hago con la certeza de que la palabra profética desata su carga de confianza y esperanza cada vez que es proclamada y escuchada con fe.

El día que mi Superior General me permitió dejar la docencia en la Universidad Católica, para dedicarme a tiempo lleno a la predicación, en la Liturgia de las Horas estaba la profecía de Hageo que he comentado. Después de recitar el Oficio, vine aquí a San Pedro. Quería pedirle al Apóstol de bendecir a mi nuevo ministerio. En un momento, mientras estaba en la plaza, esa palabra de Dios volvió con fuerza a mi mente. Me volví hacia la ventana del Papa en el Palacio Apostólico y comencé a proclamar en voz alta: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo, cardenales, obispos y todo el pueblo de la Iglesia: y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor”. Fue fácil de hacerlo porque estaba lloviendo y no había nadie alrededor.

Sólo que unos meses después, en 1980, fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y me encontré en presencia del Papa para comenzar mi primera Cuaresma. Esa palabra volvió a resonar dentro de mí, no como una cita y un recuerdo, sino como una palabra viva para ese momento. Conté lo que había hecho ese día de octubre en la Plaza de San Pedro. Luego me volví hacia el Papa que en aquel tiempo seguía el sermón desde una capilla lateral, y repetí con fuerza las palabras de Hageo: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo cardenales, obispos y pueblo de Dios: y a la obra porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. Mi Espíritu estará con vosotros”. Y por las miradas me parecía que las palabras daban lo que prometían: es decir, coraje, (¡aunque Juan Pablo II fuera la última persona en el mundo a la que se le debía recomendar de tener coraje!).

Hoy me atrevo a proclamar nuevamente esa palabra, sabiendo que no es una simple cita, sino una palabra siempre viva que vuelve a cumplir cada vez lo que promete. ¡Ánimo, pues, Papa Francisco! Ánimo, colegas cardenales, obispos, sacerdotes y fieles de la Iglesia católica y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. ¡Mi Espíritu estará vosotros!”.

Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, les deseo a todos una Santa Pascua de paz y de esperanza.

1. En “The Tablet”, 11 de Febrero de 2023, p. 6.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

Fuente:https://caminocatolico.com/5a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-31-3-2023-animo-y-al-trabajo-porque-yo-estoy-con-vosotros-dice-el-senor-mi-espiritu-estara-con-ustedes/

jueves, 23 de marzo de 2023

TERCERA PREDICACIÓN DE CUARESMA, “¡DIOS ES AMOR!”

 


Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.



¡Necesitamos teología!


Para vuestro y mi consuelo, Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, esta meditación se centrará toda y sólo en Dios. La teología, es decir, el discurso sobre Dios, no puede quedar ajena a la realidad del Sínodo, tal como no puede quedar ajena a cualquier otro momento de la vida de la Iglesia. Sin teología, la fe se convertiría fácilmente en repetición muerta; le faltaría el instrumento principal para su inculturación.

Para cumplir esta tarea, la misma teología necesita una profunda renovación. Lo que necesita el pueblo de Dios es una teología que no hable de Dios siempre y sólo “en tercera persona”, con categorías a menudo tomadas del sistema filosófico del momento, incomprensibles fuera del pequeño círculo de los “iniciados”. Está escrito que “el Verbo se hizo carne”, pero en teología, ¡muchas veces el Verbo se hizo sólo idea! Karl Bart esperaba el advenimiento de una teología “capaz de ser predicada”, pero esta esperanza me parece lejos de cumplirse todavía. San Pablo escribió:

El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado (1 Cor 2, 10-12).

Pero, ¿dónde podemos encontrar ahora una teología que se base en el Espíritu Santo, en lugar de categorías de sabiduría humana, para conocer “las profundidades de Dios”? Para esto, es necesario recurrir a materias llamadas “opcionales”: a la “Teología espiritual”, o a la “Teología pastoral”. Henri de Lubac escribió: “El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en una forma más abstracta, que sería anterior y superior a ella. Es, por el contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada. Así sucedió con la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y lo es igualmente con la predicación de quienes les sucedieron en la Iglesia: los Padres, los Doctores y nuestros Pastores en el tiempo presente” [1].

Estoy convencido de que no hay contenido de fe, por elevado que sea, que no pueda hacerse comprensible a toda inteligencia abierta a la verdad. Si algo podemos aprender de los Padres de la Iglesia es que se puede ser profundo sin ser oscuro. San Gregorio Magno dice que la Sagrada Escritura es “simple y profunda, como un río en el que, por así decirlo, un cordero puede caminar y un elefante puede nadar” [2]. La teología debe inspirarse en este modelo. Todos deben poder encontrar pan para sus dientes: la persona simple, su alimento y la instruida, doctrina refinada para su paladar. Sin mencionar que lo que permanece oculto “a los sabios e inteligentes” a menudo se revela a los “pequeños”.

Pero me disculpo porque estoy rompiendo mi promesa inicial. No es un discurso sobre la renovación de la teología lo que pretendo hacer aquí. No tengo título para hacerlo. Más bien, quisiera mostrar cómo la teología, entendida en el sentido antes mencionado, puede contribuir a presentar de manera significativa el mensaje evangélico al hombre de hoy y a dar nueva vida a nuestra fe y a nuestra vida de oración.

La noticia más hermosa que la Iglesia tiene que hacer resonar en el mundo, la que todo corazón humano espera escuchar, es: “¡Dios te ama!”. Esta certeza debe socavar y sustituir la que siempre hemos llevado dentro de nosotros: “¡Dios te juzga!” La afirmación solemne de Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8) debe acompañar, como nota de fondo, todo anuncio cristiano, aun cuando deba recordar, como lo hace el Evangelio, las exigencias prácticas de este amor.

Cuando invocamos al Espíritu Santo -también en la presente ocasión del Sínodo- pensamos ante todo en el Espíritu Santo como luz que ilumina las situaciones y sugiere las soluciones adecuadas. Pensamos menos en el Espíritu Santo como amor. En cambio, esta es la primera y más esencial operación del Espíritu que la Iglesia necesita. Sólo la caridad construye; el conocimiento, incluso el conocimiento teológico y eclesiástico, a menudo solo infla y divide. Si nos preguntamos por qué estamos tan ansiosos por saber (¡hoy, tan emocionados ante la perspectiva de la inteligencia artificial!) y tan poco preocupados por amar, la respuesta es simple: ¡el conocimiento se traduce en poder, el amor en servicio!

El mismo Henri de Lubac escribió: “El mundo necesita saberlo: la revelación de Dios como Amor trastorna todo lo que había concebido de la divinidad” [3]... Hasta el día de hoy no hemos terminado (y nunca terminaremos) de sacar todas sus consecuencias de la revolución evangélica sobre Dios como amor. En esta meditación quisiera mostrar cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, se iluminan con nueva luz los principales misterios de nuestra fe: la Trinidad, la Encarnación y la Pasión de Cristo, y se hace menos difícil hacerlos comprender al pueblo de Dios. Cuando San Pablo define a los ministros de Cristo como “dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1), se refiere a estos misterios de la fe, no a los ritos, ni siquiera en primer lugar a los sacramentos.

¿Por qué la Trinidad?


Empecemos por la Trinidad: porque los cristianos creemos que Dios es uno y trino. Más de una vez me he encontrado predicando la palabra de Dios a cristianos que viven en países de mayoría islámica, en los que, sin embargo, existe una relativa tolerancia y posibilidad de diálogo, como ocurre en los Emiratos Árabes Unidos. Son personas, en su mayoría inmigrantes, empleadas como mano de obra. A veces me han preguntado qué responder a la pregunta que les hacen en el lugar de trabajo: “¿Por qué los cristianos decís que sois monoteístas, si no creéis en un solo Dios?”

Digo lo que les aconsejé que respondieran, porque es la explicación que debemos darnos a nosotros mismos y a quienes nos preguntan sobre el mismo problema. Creemos en un Dios trino porque creemos que Dios es amor. Todo amor es amor de alguien, o de algo; no hay amor vacío, sin objeto, así como no hay conocimiento que no sea conocimiento de alguien o de algo.

Ahora bien, ¿quién ama a Dios para llamarse amor? ¿Ama el universo? ¿El hombre? Pero entonces sólo ha sido amor durante unas pocas decenas de miles de millones de años, es decir, desde que existe el universo físico y la humanidad. ¿Antes de eso quién amaba a Dios para ser amor, ya que Dios no puede cambiar y comenzar a ser lo que antes no era? Los pensadores griegos, concibiendo a Dios sobre todo como “pensamiento”, podrían responder, como lo hace Aristóteles en su Metafísica: Dios se pensaba a sí mismo; era “pensamiento puro”, “pensamiento de pensamiento” [4]. Pero esto ya no es posible, en el momento en que se dice que Dios es amor, porque el “puro amor a sí mismo” no sería más que egoísmo o narcisismo.

Y aquí está la respuesta de la revelación, definida dogmáticamente en el Concilio de Nicea en el año 325. Dios siempre ha sido amor, ab aeterno, porque aun antes de que hubiera un objeto fuera de sí mismo al que amar, tenía la Palabra en sí mismo, “el Hijo unigénito” a quien amaba con un amor infinito que es el Espíritu Santo.

Todo esto no explica cómo la unidad puede ser al mismo tiempo trinidad, misterio incognoscible para nosotros porque se da sólo en Dios, pero nos ayuda a comprender por qué en Dios la unidad debe ser también comunión y pluralidad. Dios es amor: ¡por esto es Trinidad! Un Dios que fuera conocimiento puro o ley pura, o poder absoluto, ciertamente no necesitaría ser trino. Esto en realidad complicaría las cosas. ¡Ningún “triunvirato” y ninguna “diarquía” han durado mucho en la historia!

También los cristianos creen, por tanto, en la unidad de Dios: una unidad, sin embargo, no matemática y numérica, sino de amor y de comunión. Si hay algo que la experiencia del anuncio muestra que todavía es capaz de ayudar a las personas hoy, si no a explicar, al menos a tener una idea de la Trinidad, eso, repito, es precisamente lo que hace hincapié sobre el Amor. Dios es un “acto puro” y este acto es un acto de amor, del que emergen – simultáneamente y ab aeterno – un amante, un amado y el amor que los une.

El misterio de los misterios no es, pensándolo bien, la Trinidad, sino comprender lo que es realmente el amor. Dado que es la esencia misma de Dios, no se nos dará a entender completamente lo que es el amor ni siquiera en la vida eterna. Sin embargo, algo mejor se nos dará que conocerlo, es decir, poseerlo y estar satisfechos con él eternamente. ¡No puedes abrazar el océano, pero puedes entrar en él!

¿Por qué la encarnación?


Pasemos al otro gran misterio que hay que creer y proclamar al mundo: la Encarnación del Verbo. También ella revela una nueva dimensión vista a la luz de Dios amor. Pido perdón si en esta parte quizás demando un esfuerzo de atención mayor que el que lícitamente se le requiere a los oyentes en un sermón, pero creo que vale la pena hacer el esfuerzo por lo menos una vez en la vida.
Partamos nuevamente de la famosa pregunta de San Anselmo (1033-1109): “¿Por qué Dios se hizo hombre?” ¿Cur Deus homo? Su respuesta es conocida. Es porque sólo uno que era al mismo tiempo hombre y Dios podía redimirnos del pecado. Como hombre, en efecto, podía representar a toda la humanidad y, como Dios, lo que hacía tenía un valor infinito, proporcionado a la deuda que el hombre había contraído con Dios al pecar.

La respuesta de san Anselmo es perennemente válida, pero no es la única posible, ni es del todo satisfactoria. En el credo profesamos que el Hijo de Dios se hizo carne “por nosotros los hombres y para nuestra salvación”, pero nuestra salvación no se limita sólo a la remisión de los pecados, y mucho menos de un pecado particular, el original. Por lo tanto, hay lugar para una profundización de la fe.

Esto es lo que intenta hacer el beato Duns Escoto (1265 – 1308). Dios -dice- se hizo hombre porque éste era el designio divino original, anterior a la misma caída: es decir, que el mundo -creado “por Cristo y para él” (Col 1,16)- encontrara en él, “en la plenitud de los tiempos”, su coronación y su recapitulación (Ef 1,10).

Dios, escribe Escoto, “primero se ama a sí mismo; luego “quiere ser amado por alguien que, fuera de sí mismo, lo ame en grado supremo”. Por lo tanto, “prevé la unión con la naturaleza que tenía que amarlo en este grado supremo”. Este amante perfecto no podía ser ninguna criatura, por ser finita, sino sólo el Verbo eterno. Este, por tanto, se habría encarnado “aunque nadie hubiera pecado” [5]. El pecado de Adán no determinó el hecho mismo de la encarnación, sino sólo su modalidad de expiación a través de la pasión y la muerte.

Al principio de todo hay todavía, lamentablemente, en Escoto, como podemos ver, un Dios que hay que amar, más que un Dios que ama. Es un remanente de la visión filosófica de Dios como un “motor inmóvil”, que puede ser amado, pero no puede amar. “Dios -escribía Aristóteles- mueve el mundo en cuanto es amado”, es decir, como objeto de amor, no como quien ama [6]. De acuerdo con la visión occidental de la Trinidad, Escoto coloca la naturaleza divina, no la persona del Padre, al comienzo del discurso sobre Dios ¡Y la naturaleza no es, por supuesto, un sujeto que ama! En este punto nuestros hermanos ortodoxos, herederos de los Padres griegos, han visto más justo que nosotros los latinos.

En este punto, la Escritura nos llama a todos, creo, a dar un paso adelante hoy, incluso con respecto a Escoto, siempre conscientes, sin embargo, de que nuestras afirmaciones sobre Dios no son más que débiles signos trazados con un dedo sobre la superficie del océano. ¡Dios Padre decide la encarnación del Verbo no porque quiere tener fuera de sí a alguien que lo ame con un amor digno de sí mismo, sino porque quiere tener fuera de sí mismo alguien a quien amar con un amor digno de sí mismo! No para recibir amor, sino para darlo. Presentando a Jesús al mundo, en el Bautismo y en la Transfiguración, el Padre celestial dice: “Este es mi Hijo, el amado” (Mc 1, 11; 9,7); no dice: “Mi Hijo el amante”.

En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él, que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une. Sólo el Padre, en la Trinidad (¡y en todo el universo!), no necesita ser amado para existir; solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas. Solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas.

En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une [7]. En esto, también los Latinos tenemos algo precioso y esencial que ofrecer para una síntesis ecuménica. Una plena reconciliación entre las dos teologías no parece ya tan difícil y lejana y seré un paso adelante decisivo hacia la unidad de la Iglesia.

¿Por qué la pasión?


Llegamos al tercer gran misterio: la pasión y muerte de Cristo que estamos a punto de celebrar en la Pascua. Veamos cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, también este misterio es iluminado por una luz nueva. “Por sus llagas habéis sido curados”: con estas palabras, pronunciadas por el Servidor de Dios (Is 53, 5-6), la fe de la Iglesia ha expresado el sentido salvífico de la muerte de Cristo (1 Pt 2,24). Pero las heridas, la cruz y el dolor -hechos negativos y, como tales, sólo privación del bien- ¿pueden producir una realidad positiva como la salvación de toda la humanidad? ¡La verdad es que no fuimos salvados por el dolor de Cristo, sino por su amor! Más precisamente, por el amor que se expresa en el sacrificio de sí mismo. ¡Del amor crucificado!

A Abelardo a quien, ya en su tiempo, le repugnaba la idea de un Dios que se “complace” con la muerte de su Hijo, san Bernardo le respondió: “No fue su muerte lo que le agradó, sino su voluntad de morir espontáneamente para nosotros”: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morentis” [8].

El dolor de Cristo conserva todo su valor y la Iglesia nunca dejará de meditar en él: no, sin embargo, como causa de salvación en sí mismo, sino como signo y medida de amor: “Dios demuestra su amor hacia nosotros en el hecho de que, mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5, 8). La muerte es el signo, el amor el significado. El evangelista san Juan pone una llave de comprensión al comienzo de su relato de la Pasión: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Esto quita a la pasión de Cristo una connotación que siempre nos ha dejado perplejos e insatisfechos: la idea, es decir, de un precio y un rescate a pagar a Dios (¡o peor, al diablo!), de un sacrificio con que apaciguar la ira divina. En realidad, es más bien Dios quien hizo el gran sacrificio de darnos a su Hijo, de no “ahorrárselo”, como Abraham hizo el sacrificio de no ahorrarse a su hijo Isaac (Gn 22,16; Rom 8,32). ¡Dios es más el sujeto que el destinatario del sacrificio de la cruz!
Un amor digno de Dios

Ahora toca ver qué cambia en nuestra vida la verdad que hemos contemplado en los misterios de la Trinidad, encarnación y pasión de Cristo. Y aquí nos espera la sorpresa que nunca falla cuando tratamos de adentrarnos en los tesoros de la fe cristiana. La sorpresa es descubrir que, gracias a nuestra incorporación a Cristo, también nosotros podemos amar a Dios con un amor infinito, digno de él.

San Pablo escribe que: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5). El amor que ha sido derramado en nosotros es el mismo con el que el Padre ha amado siempre al Hijo, ¡no un amor diferente! “Yo en ellos y tú en mí -dice Jesús al Padre- para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,23.26). Nota: “el amor con que me amaste”, no otro diferente. Es un desbordamiento del amor divino de la Trinidad hacia nosotros. Dios comunica al alma – escribe san Juan de la Cruz – “el mismo amor que comunica al Hijo, aunque esto no se dé por naturaleza, como en el caso del Hijo, sino por unión” [9].

La consecuencia es que podemos amar al Padre con el amor con que el Hijo lo ama y podemos amar a Jesús con el amor con que el Padre lo ama. Todo, gracias al Espíritu Santo que es ese mismo amor. Pues, ¿qué, le damos a Dios de lo nuestro, cuando le decimos?: “¡Te amo!”. ¡Nada más que el amor que recibimos de él! Entonces, ¿absolutamente nada de nuestra parte? ¿Nuestro amor por Dios no es más que un “rebote” de su propio amor hacia él, como el eco que devuelve el sonido a su fuente?

¡No en este caso! El eco de su amor vuelve a Dios desde la cavidad de nuestro corazón, pero con algo nuevo que lo es todo para Dios: ¡el olor de nuestra libertad y nuestra gratitud de hijos! Todo esto se realiza, de manera ejemplar, en la Eucaristía. ¿Qué hacemos en él, sino ofrecer al Padre, como “nuestro sacrificio”, lo que, en realidad, el mismo Padre nos ha dado, es decir, a su Hijo Jesús?

Podemos, en la oración, decir a Dios Padre: “¡Padre, te amo con el amor con que te ama tu Hijo Jesús!” Y decirle a Jesús: “Jesús, te amo con el amor con que te ama tu Padre celestial”. ¡Y saber con certeza que no es una ilusión! “Cada vez que me esfuerzo de hacerlo yo mismo, pienso al episodio de Jacob que se presenta a su padre Isaac para recibir la bendición, haciéndose pasar por su hermano mayor (Gn 27,1-23). Y trato de imaginar lo que Dios Padre podría decirse a sí mismo en ese momento: “En verdad, la voz no es realmente la de mi Hijo primogénito; pero las manos, los pies y todo el cuerpo son los mismos que mi Hijo tomó en la tierra y trajo consigo aquí al cielo”.

¡Y estoy seguro de que me bendice, como Isaac bendijo a Jacob! Y os bendice a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas. Es la magnificencia de nuestra fe cristiana. Esperamos poder transmitir algunos fragmentos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sedientos de amor, pero que ignoran su fuente.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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1. H. de Lubac, Exégèse médièvale, I, 2, Parigi 1959, p. 670.
2. Gregorio Magno, Moralia in Job, Epist. Missoria, 4 (PL 75, 515).
3. Henri de Lubac, Histoire et Esprit, Aubier, Paris 1950.
4. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
5. Duns Scoto, Opus Parisiense, III, d. 7, q. 4 (Opera omnia, XXIII, Parigi 1894, p. 303).
6. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
7. Augustín, De Trinitate, VIII, 9,14; IX, 2,2; XV, 17,31.
8. Bernardo de Claraval, Contra errores Abelardi, VIII, 21-22: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morientis”.
9. Juan de la Cruz, Cantico Espiritual A, estrofa 38, 4.

Fuente:https://caminocatolico.com/3a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-17-3-2023-no-fuimos-salvados-por-el-dolor-de-cristo-sino-por-su-amor-expresado-en-el-sacrificio-de-si-mismo/