martes, 30 de diciembre de 2014

EN LA VEJEZ DARÁN TODAVÍA FRUTOS





P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.





Génesis 15, 1-6; 21, 1-3; Hebreos 11, 8.11-12.17-19; 

Lucas 2, 22-40



En el Domingo después de Navidad la liturgia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús ha querido nacer en el seno de una familia humana, si bien por obra del Espíritu Santo y de una madre Virgen.

Toda familia está constituida por un conjunto de relaciones. Está, ante todo, la relación entre marido y mujer; después, entre los padres y los hijos. Hoy tendemos a cerrar aquí el cerco familiar. Pero, no es justo: hay otra relación más amplia: la de entre los abuelos y los nietos, o entre los ancianos y los jóvenes, que es hasta parte integrante de toda familia humana normal.

Este año las lecturas nos ofrecen la ocasión de reflexionar precisamente sobre este último componente de la familia: los ancianos. En la liturgia de este Domingo ellos prevalecen de forma incontrastable. Cada una de las tres lecturas nos presenta a una pareja de ancianos: la primera y la segunda lectura, a Abrahán y Sara; el Evangelio, a Simeón y Ana.

Los ancianos viven una nueva situación en el mundo de hoy; son los que más se han resentido de los vertiginosos cambios sociales de la era moderna. Dos factores han contribuido a cambiar radicalmente el papel de los ancianos. El primero es la moderna organización del trabajo. Ésta favorece la puesta al día y el conocimiento de las últimas técnicas, más que la experiencia, y por lo tanto favorece a los jóvenes; fija, además, un umbral o un paso detrás del que la persona debe dejar su profesión e ir a la jubilación. En algunas lenguas, como el inglés, el término con el que se designa a los pensionistas es aún más crudo: retirement, retiro.

El otro factor es el atestiguarse un tipo de familia así llamada monocelular, esto es, formada sólo por el marido, la mujer y los hijos, con los ancianos que sólo de tiempo en tiempo ven a los hijos y a los nietos. Todo esto ha creado los problemas que ya conocemos: soledad, marginación, enorme empobrecimiento de la vida de familia, especialmente para los niños, para los cuales los abuelos son figuras importantes y equilibradoras.

No ha sido siempre así. En la Biblia y, en general, en las sociedades antiguas, los ancianos, más que ser marginados y constituir una “edad inútil”, eran los verdaderos pilares en torno a los que giraba la familia y la sociedad. Hoy decirle a una persona “¡viejo!” suena como un insulto; pero, en un tiempo era un título honorífico. Del latín señor (que es el comparativo de senex), viejo, ha provenido nuestro “señor”. ¡Pensad un poco en qué cambio! Cuando de una persona decimos: “Se comporta como un verdadero señor” venimos a decir que se comporta como un verdadero anciano. También, la palabra presbíteros, sacerdotes, tiene el mismo origen, esta vez del griego, y significa sencillamente ancianos. Recuerdo estas cosas no por curiosidad, sino para ayudar a los ancianos a volver a encontrar una más justa idea de sí y a descubrir el don que existe en el hecho de ser ancianos.

Partimos del famoso, y por muchos temido, tiempo de ser pensionistas. Pero, ¿es en verdad, el ser pensionistas, un “retirarse”, un llegar a estar separados de la vida verdadera? Yo conozco a distintas personas para las que tal momento no ha sido el inicio del declive, sino el principio de una nueva laboriosidad. Una vez libres de un trabajo frecuentemente no escogido, no sentido como gratificante y creativo, han descubierto que tenían finalmente tiempo para dedicarse a una actividad nueva, con la que congenian más. Sobre todo, han descubierto que, después de haber trabajado toda la vida para necesidades del cuerpo y para deberes terrenos, podían finalmente dedicarse con más entusiasmo a cultivar su espíritu. Algunos profesionales han pedido anticipar su situación de pensionistas para poder dedicar el resto de sus años y de sus energías a una empresa mejor: ¡el reino de Dios! Con competencia y entusiasmo prestan su labor a la evangelización, en actualizar y realizar proyectos caritativos, en el voluntariado o sencillamente para ayudar al párroco en pequeños servicios exigidos por la comunidad. Para todos éstos se realiza aquella palabra del salmo que dice: “En la vejez producen fruto, siguen llenos de frescura y lozanía” (Salmo 92, 15).

Cuánta confianza da a este propósito la parábola de Jesús, en donde se habla del operario de la undécima hora, que recibe la misma paga que los primeros. Quiere decir que nunca es demasiado tarde. Supongamos que uno, asaltado por la necesidad, o también movido por la sed de ganancias, haya abandonado durante toda la vida el cultivar su fe, que haya permanecido lejos de los sacramentos y de todo. Pues bien, Dios le ofrece una nueva posibilidad. Como uno que nunca ha pagado los subsidios y el dueño le concede ir también como pensionista con el máximo de puntos. ¡Cuántas personas, en el paraíso, deben su salvación a los años de su ancianidad!

La Escritura traza también las líneas para una espiritualidad del anciano, esto es, un perfil de las virtudes, que más deben resplandecer en su conducta: “Di a los ancianos que sean sobrios, serios y que piensen bien; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos” (Tito 2, 2-4).

No es difícil deducir de este conjunto de recomendaciones los rasgos fundamentales que hacen a un buen anciano. En el anciano, hombre o mujer, ante todo debe sobresalir una cierta calma, dignidad, que hace de él un elemento de equilibrio en la familia. Uno que sabe relativizar las cosas en los litigios, rebajar los tonos, inducir a la reflexión y a la paciencia. Una de las situaciones más penosas, que viven hoy los ancianos, es asistir impotentes al deshacerse el matrimonio de sus hijos, con todo lo que esto comporta para los nietos, para todos. También en esta circunstancia, el anciano debe ser alguien que invita a la reconciliación, puntualiza no tomar decisiones precipitadas, uno que “pone paz”.

Otra virtud sugerida a los ancianos es una cierta apertura hacia los jóvenes. A las mujeres ancianas se les recomienda que “enseñen a amar” a las jóvenes. ¡Cuántas cosas hay encerradas en esta frase! Esto supone en el anciano la capacidad de saberse adaptar a los tiempos que cambian, apreciar las novedades y los valores positivos de los que son portadores los jóvenes. Uno de los defectos, que ya los antiguos echaban en cara a los ancianos, es ser laudatores temporis acti, esto es, el de alabar, en todo momento, las cosas del pasado, aquello que se decía o hacía en su tiempo. Esto es un defecto que se nota, a veces, también en los sacerdotes y en los obispos ancianos, frente a los cambios, que tienen lugar en la Iglesia.

Pero, las indicaciones más concretas para una espiritualidad del anciano nos vienen precisamente de las figuras de los ancianos, que hemos recordado al inicio. Abrahán y Sara nos dicen que la verdadera fuerza, que debe sostener a un anciano, es la fe: “Por fe, obedeció Abrahán a la llamada… Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac…”

Abrahán tenía un hijo único, Isaac, obtenido en edad avanzada, como un don explícito de Dios. Lo era todo para él. Y he aquí que un día Dios le pide llevárselo al monte y sacrificarlo. Uno se puede imaginar la pena del viejo padre. Esto me hace pensar en aquellos ancianos padres, que han tenido que acompañar a la tumba a un hijo suyo, quizás el único que tenían, y no consiguen poseer la paz.

Sabemos que Abrahán volvió a recibir al hijo vivo; Dios quería sólo poner a prueba su obediencia. Yo quisiera decirles a los ancianos, que han perdido a sus hijos: también vosotros los recibiréis vivos. Y no durante algún año, en este mundo, sino para siempre. Tened fe, porque es precisamente por la fe por lo que desde ahora podéis sentirlos como vivos y cercanos en Dios. No recurráis a otros medios extraños, ocultos, casi siempre falaces, para meteros en contacto con los difuntos. Os haríais mal a vosotros mismos, sin hacerles bien a ellos, porque esto es un poneros contra Dios.

De Simeón y de Ana, la pareja de ancianos del Evangelio, aprendemos la otra virtud fundamental de los ancianos: la esperanza. Simeón había esperado toda la vida poder ver al Mesías. Estaba ya cercano su fin, parecía todo acabado; ha continuado esperando; y un día ha tenido la alegría de estrechar entre sus brazos al Niño Jesús. Quizá, también algún anciano de entre vosotros tiene algún deseo que lo ata a la vida, por ejemplo, ver situados o colocados a todos los hijos. Para muchas madres, este deseo es ver a un hijo o una hija suya reconciliados con Dios, vueltos a la Iglesia. Continuad como Simeón esperando y rezando. La esperanza es el verdadero elixir de la eterna juventud. Se dice: “mientras hay vida hay esperanza”; pero, todavía más verdadero es lo contrario: “mientras hay esperanza hay vida”.


En los Salmos encontramos esta chocante oración de un anciano, que todos, jóvenes y viejos, podemos ahora hacer nuestra en la primera o en la segunda parte: “No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor… ¡Oh Dios, me has instruido desde joven, y he anunciado hasta hoy tus maravillas! Ahora, viejo y con canas, ¡no me abandones, Dios mío!” (Salmo 71,9.17-18).



27 de diciembre de 2014


viernes, 26 de diciembre de 2014

J.R.R.TOLKIEN EN LAS TRINCHERAS DE LA GRAN GUERRA





María Martínez López* | 22 de diciembre de 2014


Si J.R.R. Tolkien no hubiera vivido la batalla del Somme, los primeros esbozos de su mitología tal vez nunca habrían dado lugar a la Tierra Media que conocemos. Como él, muchos otros escritores se vieron obligados a empuñar las armas. En el frente, algunos encontraron a Dios o dieron testimonio de Él. La guerra truncó la búsqueda espiritual de otros…

«En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango». Así comienza El Hobbit, de J.R.R. Tolkien. Estamos en la Tierra Media, pero ese agujero con el que no quiere que confundan la casa del protagonista bien podría ser una de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en las que el autor pasó casi cuatro meses de 1916, antes de volver a casa, aquejado de fiebre de las trincheras.

Tolkien fue oficial de señales en la batalla del Somme, y su experiencia fue «tanto un catalizador para su escritura creativa, como el marco sobre el que ésta se construyó», explica John Garth, autor de Tolkien y la Gran Guerra (ed. Minotauro).

En palabras del propio escritor, «mi gusto verdadero por los cuentos lo despertó la filología en el umbral de la edad adulta, y fue llevado a su culmen por la guerra». En 1914, John Ronald Reuel tenía 22 años, estudiaba Inglés en Oxford, y sólo había escrito algunas piezas humorísticas. Pero ya estaba fascinado por el nombre de Earendel, estrella de la mañana, que había descubierto en el poema anglosajón Crist (siglo IX). De esta chispa nació la Tierra Media.

Tolkien consiguió retrasar su llegada al frente a junio de 1916. Hasta entonces, terminó sus estudios, hizo el adiestramiento militar y se casó con la mujer de la que estaba enamorado desde la adolescencia, Edith. Pero también empezó a desarrollar una lengua élfica, y escribió los primeros poemas sobre el mundo fantástico al que este idioma le trasladaba. Eru (Dios), los árboles de Valinor, la Isla Solitaria o la araña Ungwë, familiares para sus lectores, nacieron entonces.

Al igual que los protagonistas de sus historias, Tolkien fue al frente como quien «se introduce en un mundo oscuro y peligroso», según Garth. Durante este tiempo, no pudo escribir, pero su universo fue tomando forma, a fuego lento, en su mente. A la vuelta, mientras se recuperaba en el hospital militar, se puso manos a la obra y comenzó a escribir los Cuentos perdidos, un primer conjunto de relatos en los que seguiría trabajando durante toda su vida y que, tras muchas transformaciones, dieron pie a El Silmarillion.

El primero de ellos, La caída de Gondolin, recoge la impresión imborrable del frente. Los elfos ya no son pequeñas hadas, sino personajes capaces de ir a la guerra. «Representan -explica Garth- la sabiduría tradicional, la belleza y el arte en consonancia con la naturaleza. Son atacados por las fuerzas del materialismo ciego y el afán de dominación, los mismos males que habían zambullido a su generación en el baño de sangre de las trincheras. Esto marcó el patrón para el resto de los escritos de Tolkien sobre la Tierra Media, donde la guerra entre esos dos extremos morales nunca acaba».

La decadencia y el mal están muy presentes en este mundo fantástico, pero también el consuelo. Con el tiempo, acuñaría el término eucatástrofe, un «repentino giro gozoso (…) que proporciona un fugaz atisbo de la Alegría más allá de los límites del mundo».


La fe, más que un ideal que se lleva el viento


Esta presencia de la esperanza en sus obras ha hecho que Tolkien sea acusado de escapismo. Pero su único pecado es no haberse dejado llevar por el desencanto que embargó a otros escritores tras la guerra. De hecho, para él, la verdadera enfermedad de su tiempo era precisamente el desencanto; la guerra, sólo un síntoma.

«La amarga realidad de las trincheras», donde perdió a dos amigos íntimos, «le golpeó tan duro como a cualquiera. Pero su particular bagaje imaginativo y moral pudo sobrevivir, no aplastado por la guerra, sino templado por ella».

Su fe fue fundamental. Tras morir su padre, su madre se había hecho católica, algo que la hizo sufrir mucho. Ella también murió cuando Tolkien tenía 12 años. Esto hizo que «su catolicismo nunca fuera un simple ideal que el viento de la guerra pudiera llevarse volando». Cuando compartió con un profesor católico que el estallido de la guerra era «el colapso de todo mi mundo», éste le replicó que sólo «había vuelto a la normalidad. Así, Tolkien pudo reconocer que la pérdida trágica y la guerra, tanto real como moral, eran aspectos inevitables de la vida»; y que había una esperanza más allá.

A lo largo de toda su vida, Tolkien logró destilar su experiencia hasta convertirla en mito; un intento «de rescatar el sentido de la ruina, de ver el heroísmo y la esperanza entre la oscuridad y el horror, y de devolver el encantamiento al mundo ante el desencanto» de la Gran Guerra.

Recuerdos del Somme



En La caída de Gondolin, Tolkien presenta a unos dragones mitad máquina, mitad monstruo. Se trata de un relato escrito justo después de la batalla del Somme, una de las primeras en las que se usaron tanques.

En su relato de la Creación, afirma que la caída del diablo trajo «la crueldad y la rabia, y la oscuridad y el lodo detestable, y toda putrefacción, las nieblas inmundas y la llama violenta y el frío sin piedad».

Tolkien volvió de la guerra con «una profunda simpatía y sentimiento hacia el tommy», el soldado raso. Una personalidad sencilla, capaz de actuar heroicamente, que trasladó a los hobbit, en especial a Sam Gamyi (que debe su nombre en inglés al inventor del esparadrapo de cirugía). En su mitología, «los héroes son los que logran encontrar dentro de sí mismos -con el apoyo de sus compañeros- la fortaleza para continuar cuando la desesperación y el miedo destruyen a otros».

Una de las imágenes más expresivas del mal en el universo de Tolkien, y de las que más le impresionaban a él, son los bosques arrasados. Una imagen característica también de la tierra de nadie de la Gran Guerra.


Un inglés sin odio a Alemania


En sus primeros bocetos del élfico, escritos durante los albores de la guerra, Tolkien utilizó palabras con la misma raíz, kalimba, tanto para alemán como para bárbaro, monstruo, trol. Este ataque juvenil de maniqueísmo nacionalista acabó pronto: tras la guerra, todo rastro de esta equiparación desapareció.

«Quizá lo borró -explica John Garth- al darse cuenta de que el soldado alemán no era ni más ni menos malvado que el británico». Los orcos «simplemente representaban lo peor de la naturaleza humana tal como Tolkien la veía, al margen de la nacionalidad. De hecho, Tolkien siempre se había resistido al patrioterismo. Su apellido y sus ancestros paternos salieron de Alemania, y su interés como investigador» se centraba en las raíces germánicas del inglés, «así que no podía rechazar a los alemanes como raza aparte».




* Periodista y escritora española.

sábado, 20 de diciembre de 2014

LA PAZ COMO TAREA


“Bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios”


Los presidente de Israel y Palestina, Shimon Peres y Mahmoud Abbas, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé y el papa Francisco en un histórico encuentro celebrado en los jardines del Vaticano, en junio de 2014 para compartir una "oración por la paz" en Medio Oriente. 


P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.


Después de haber meditado, en la primera predicación, sobre la paz como don de Dios, reflexionamos ahora sobre la paz como tarea y compromiso por el que trabajar. Estamos llamados a imitar el ejemplo de Cristo, convirtiéndonos en canales a través de los cuales la paz de Dios puede alcanzar a los hermanos. Es la tarea que Jesús indica a sus discípulos cuando proclama: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9). El término eirenopoioi no significa los “pacíficos” (estos pertenecen a las bienaventuranzas de los mansos, de no violentos); significa más bien “pacificadores”, es decir, personas que trabajan por la paz, que traen la paz entre los contendientes, que hacen el primer paso para reconciliarse con su hermano. Esto es confirmado por el pasaje de la Carta de Santiago: “El fruto de la justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Santiago 3:18). Ellos, la bienaventuranza continua, serán llamados “hijos de Dios”; es decir, seguidores de Dios, porque Dios es el “Dios de la paz” (Rom 15, 33; 16, 20).



1. La paz de Jesús y la de César Augusto

Jesús no nos ha exhortado sólo a ser trabajadores de paz, sino que nos ha enseñado también, con el ejemplo y la palabra, cómo se llega a ser trabajadores de paz. Dice a sus discípulos: “Les dejo la paz, les doy mi paz” (Jn 14, 27). En ese mismo tiempo, otro gran hombre proclamaba al mundo la paz. En Asia Menor se ha encontrado una copia del famoso “Índice de las propias empresas” de César Augusto. En él, el emperador romano, entre las grandes empresas realizadas por él, pone también la de haber establecido en el mundo la paz de Roma, una paz, se dice, “lograda a través de victorias” (parta victoriis pax) [1].

Jesús revela que existe otro modo de trabajar por la paz. También la suya es una “paz fruto de victorias”, pero victorias sobre sí mismo, no sobre los otros, victorias espirituales, no militares. Sobre la cruz, escribe san Pablo, Jesús “ha destruido en si mismo la enemistad” (cf. Ef 2,16): ha destruido la enemistad, no el enemigo; la ha destruido en sí mismo, no en los otros.

El camino a la paz propuesto por el Evangelio no tiene sentido sólo en el ámbito de la fe; vale también en el ámbito político. Hoy vemos claramente que el único camino a la paz es destruir la enemistad, no el enemigo. Los enemigos se destruyen con las armas, la enemistad con el diálogo. He leído que alguno reprochó un día a Abraham Lincoln por ser demasiado cortés con los propios adversarios políticos y le recordó que su deber de presidente era más bien destruirlos. Él les respondió: “¿No destruyo quizá a mis enemigos cuando les hago mis amigos?”

Es la situación del mundo que reclama dramáticamente que se cambie el método de Augusto con el de Cristo. ¿Qué hay en el fondo de ciertos conflictos aparentemente insolubles, si no es precisamente la voluntad y la secreta esperanza de llegar un día a destruir al enemigo? Lamentablemente, vale también para los enemigos lo que Tertuliano decía de los primeros cristianos perseguidos: “Semen est sanguis chritianorum”: la sangre de los cristianos es semilla de otros cristianos. También la sangre de los enemigos es semilla de otros enemigos; en vez de destruirlos, les multiplica.

“¡No podemos resignarnos –ha dicho el Papa Francisco en la reciente visita a Turquía, refiriéndose a la situación en Oriente Medio– a la continuación de los conflictos, como si no fuera posible un cambio a mejor en la situación! Con la ayuda de Dios, podemos y debemos siempre renovar la valentía de la paz!” Un modo –a menudo el único que permanece– de ser trabajadores de paz, es rezar por la paz. Cuando ya no es posible actuar sobre las causas secundarias, podemos siempre, con la oración, “actuar sobre la Causa primera”. La Iglesia no se cansa de hacerlo cada día en la Misa con esa ardiente invocación: “Concédenos, Señor, la paz en nuestros días” da pacem Domine in diebus nostris.

Además que a la paz política, el Evangelio puede contribuir también a la paz social. Se repite a menudo la afirmación del profeta Isaías: “La paz es fruto de la justicia” (Is 32,17). La “Evangelii gaudium” pone, al respecto, el dedo en la llaga y denuncia, sin medias tintas, la que es hoy la mayor injusticia que obstaculiza la paz. Dice:

“La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios”. [2]

2. Paz entre las religiones

Delante de los trabajadores de paz, se abre hoy un campo de trabajo nuevo, difícil y urgente: promover la paz entre las religiones. El Parlamento mundial de las religiones, en el encuentro de Chicago de 1993, lanzó esta proclamación: “No hay paz entre las naciones sin paz entre las religiones y no hay paz entre las religiones si no hay diálogo entre las religiones”.

El motivo de fondo que permite un diálogo leal entre las religiones es que “tenemos todos un único Dios”. El papa san Gregorio VII, en el año 1076, escribía a un príncipe musulmán del Norte de África: “Nosotros creemos y confesamos un sólo Dios, aunque si de forma distinta, cada día lo alabamos y veneramos como creador de los siglos y gobernador de este mundo” [3]. Es la verdad de la que también san Pablo inicia en su discurso el areópago de Atenas: “En Él todos vivimos, nos movemos y existimos” (cfr. Hch 17,28).

Tenemos, subjetivamente, ideas distintas sobre Dios. Para nosotros cristianos, Dios es “el Padre del Señor Jesucristo” que no se conoce plenamente sino “a través de él”; pero objetivamente, sabemos bien que Dios no puede haber más que uno. Cada pueblo y lengua tiene su nombre y su teoría sobre el sol, algunas más exactas, otras menos, ¡pero sol hay sólo uno!

Fundamento teológico del diálogo es también nuestra de en el Espíritu Santo. Como Espíritu de la redención y Espíritu de la gracia, Él es el vínculo de la paz entre los bautizados de las distintas confesiones cristianas; pero como Espíritu de la creación, o Espíritu creador, Él es un vínculo de paz entre los creyentes de todas las religiones e incluso entre todos los hombres de buena voluntad. “Toda verdad, por quien sea dicha -ha escrito santo Tomás de Aquino-, es inspirada por el Espíritu Santo” [4]. Como este Espíritu creador guiaba hacia Cristo los profetas del Antiguo Testamento (1Pt 1,11), así nosotros los cristianos creemos que, en la forma conocida sólo por Dios, guía a Cristo y a su misterio pascual las personas que viven fuera de la Iglesia” (cf. Gaudium et spes, 22).

Hablando de la paz entre las religiones, se debe dedicar un pensamiento en parte a la paz entre Israel y la Iglesia. También el Papa Francisco, en la “Evangelii gaudium”, dirige una atención particular a este diálogo y concluye con estas palabras:

“Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos” (EG, 249).

Esa entre los judíos y los gentiles es, para Pablo, la primera paz que Jesús ha realizado en la cruz. Escribe en la Carta a los Efesios:

“Porque él es nuestra paz:
el que de los dos pueblos hizo uno,
derribando el muro divisorio,
la enemistad, anulando en su carne
la Ley con sus mandamientos y sus decretos,
para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo,
haciendo las paces,
y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo,
por medio de la cruz,
dando en sí mismo muerte a la Enemistad”. (Ef 2, 14-16).

Este texto ha dado lugar, en la tradición cristiana, a dos representaciones iconográficas distintas y opuestas. En una, se ven a dos mujeres, ambas dirigidas hacia al crucifijo. Este es el caso del crucifijo de San Damián en Asís. En él, las dos mujeres a los lados de las manos del crucifijo – contrariamente a las explicaciones que se dan por lo general – no son dos ángeles (no llevan alas y son figuras femeninas); representan por el contrario, según la más genuina visión de la Carta a los Efesios, una la Sinagoga y la otra la Iglesia, unidas, no separadas, por la cruz de Cristo.




Para convencerse, basta comparar este icono con el de la escuela más tardía de Dionisio (s. XV), donde todavía se ven a dos mujeres, pero una, la Iglesia, empujada por un ángel a la cruz, la otra echada por un ángel fuera de ella.



La primera imagen representa el ideal y la intención divina, según lo expresado por san Pablo; la segunda representa como han ido, por desgracia, las cosas en la realidad de la historia. Una vez he mostrado a un rabino judío amigo mío las dos imágenes. Casi conmovido, ha comentado: “Tal vez la historia de nuestras relaciones habría sido diferente si, en lugar de la segunda, hubiera prevalecido la primera visión”. La fidelidad a la historia nos obliga a decir que, si no ha sido así, por lo menos al principio, esto no ha dependido sólo de los cristianos.



Debemos regocijarnos y dar gracias a Dios de que hoy, al menos en espíritu, todos estamos a favor de la visión del crucifijo de San Damián y no al revés. Queremos que la cruz de Cristo sirva para volver a acercar a los judíos y a los cristianos, no para contraponerlos; que también la celebración de la cruz del Viernes Santo favorezca, en lugar de obstaculizar, este diálogo fraterno.


3. Think globally, act locally

Un lema muy de moda hoy dice: “Think globally, act locally”: piensa globalmente, actúa localmente. Se aplica en particular a la paz. Hay que pensar a la paz mundial, pero actuar por la paz a nivel local. La paz no se hace como la guerra. Para hacer la guerra, se necesitan largos preparativos: formar grandes ejércitos, preparar estrategias, establecer alianzas y luego pasar al ataque compacto. Ay del que quisiera empezar primero, solo y separado; sería votado para una derrota segura.

La paz se hace exactamente al contrario: comenzando de inmediato, siendo los primeros, incluso uno solo, también con un simple apretón de manos. La paz se hace, decía el papa Francisco en una ocasión reciente, “artesanalmente”. Como mil millones de gotas de agua sucia nunca harán un océano limpio, así miles de millones de personas sin paz y de familias sin paz nunca harán una humanidad en paz.

También nosotros, que estamos aquí reunidos, tenemos que hacer algo para ser dignos de hablar de paz. Jesús, escribe el Apóstol, ha venido a anunciar “la paz a los alejados y la paz a los cercanos” (Ef 2, 18). La paz con “los cercanos” a menudo es más difícil que la paz con “los alejados”. ¿Cómo podemos nosotros, los cristianos, llamarnos promotores de la paz, si después nos peleamos entre nosotros? No me refiero, en este momento, a las divisiones entre católicos, ortodoxos, protestantes, pentecostales, es decir, entre las diversas confesiones cristianas; me refiero a las divisiones que a menudo existen entre los que pertenecen a nuestra Iglesia católica, debido a las tradiciones, tendencias o diferentes ritos.

Recordamos las palabras severas del Apóstol a los Corintios:

“Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que seáis unánimes en el hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio. Porque, hermanos míos, estoy informado de vosotros, por los de Cloe, que existen discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros dice: “Yo soy de Pablo”, “Yo de Apolo”, “Yo de Cefas”, “Yo de Cristo”. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? (1 Co 1, 10-12).

El tema de la Jornada Mundial de la Paz de este año es “Fraternidad, fundamento y camino para la paz.” Cito las primeras palabras del mensaje:

“La fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera”.

El texto apunta a la familia como el primer ámbito en el que se construye y se aprende a ser hermanos. Pero el mensaje también se aplica a otras realidades de la Iglesia: a las familias religiosas, a las comunidades parroquiales, al sínodo de los obispos, a la curia romana. “¡Vosotros sois todos hermanos!” (Mt 23, 8), nos ha dicho Jesús, y si esta palabra no se aplica dentro de la Iglesia, en el círculo más estrecho de sus ministros, ¿a quién se aplica?

Los Hechos de los Apóstoles nos presentan el modelo de una comunidad verdaderamente fraterna, “de acuerdo”, es decir, con “un solo corazón y un alma sola” (Hch 4, 32). Por supuesto, todo esto no puede lograrse si no “por el Espíritu Santo”. Lo mismo sucedió a los apóstoles. Antes de Pentecostés no eran un solo corazón y una alma sola; discutían a menudo sobre quién de ellos era el más grande y más digno de sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús. La venida del Espíritu Santo los transformó completamente; les descentró de sí mismos y les centró en Cristo.

Los Padres antiguos y la liturgia han entendido la intención de Lucas, de crear en la narración de Pentecostés, un paralelismo entre lo que sucede en Pentecostés y lo que había sucedido en Babel. Sin embargo, no siempre se aferra el mensaje contenido en este paralelismo. ¿Por qué en Babel todos hablan el mismo idioma y a un cierto punto nadie entiende más a los otros, mientras que en Pentecostés, a pesar de hablar idiomas diferentes (partos, elamitas, cretenses, árabes…), cada uno entiende a los apóstoles?

Sobre todo una aclaración. Los constructores de la torre de Babel no eran ateos que querían desafiar el cielo, sino hombres piadosos y religiosos que querían construir un tempo con terrazas sobrepuestas, llamadas zigurats, de las cuales aún quedan ruinas en Mesopotamia. Esto los vuelve más cercanos a nosotros de lo que nos imaginamos. ¿Cuál fue entonces su gran pecado? Estos inician la obra diciendo entre ellos:

“Vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego… Vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la faz de la tierra” (Gn 11, 3-4).

Quieren construir un templo a la divinidad, pero no para la gloria de la divinidad; para convertirse en famosos; para crearse un nombre, no para hacer un nombre a Dios. Dios es instrumentalizado, tiene que servir a su gloria. También los apóstoles, en Pentecostés inician a construir una ciudad y una torre, la ciudad de Dios que es la Iglesia, pero no para hacerse un nombre, sino para darlo a Dios: “Les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” (Hch 2, 11), dicen los escuchadores. Están enteramente absorbidos por el deseo de glorificar a Dios, se han olvidado de sí mismos y de hacerse un nombre.

San Agustín ha tomado de aquí una idea para su grandiosa obra La Ciudad de Dios. Existen, dice, dos ciudades en el mundo: la ciudad de Satanás, que se llama Babilonia, y la ciudad de Dios, que se llama Jerusalén. Una está construida sobre el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, y la otra sobre el amor a Dios hasta el sacrificio de sí mismo. Estas dos ciudades son dos construcciones en obras hasta el final del mundo y cada uno tiene que elegir en cuál de las dos quiere dedicar su vida.

Cada iniciativa, también la más espiritual, como es, por ejemplo, la nueva evangelización, puede ser o Babel o Pentecostés. (También, naturalmente, esta meditación que yo estoy dando). Es Babel si cada uno con ella intenta hacerse un nombre; es Pentecostés si a pesar del sentimiento natural de lograr y recibir aprobación, se rectifica constantemente la propia intención, poniendo la gloria de Dios y el bien de la Iglesia por encima de todos los deseos propios. A veces, es bueno repetir para sí mismo las palabras que un día Jesús pronunció delante de sus adversarios: “Yo no busco mi gloria” (Jn 8, 50).

El Espíritu Santo no anula las diferencias, no aplana automáticamente las divergencias. Lo vemos en lo que sucede en seguida después de Pentecostés. Antes surge la divergencia sobre la distribución de víveres a las viudas, después aquella más seria si, y con cuáles condiciones, acoger en la Iglesia a los paganos. Pero no vemos por ello formarse partidos o frentes entre ellos.

Cada uno expresa su propia convicción con respeto y libertad; Pablo va a Jerusalén a consultar a Pedro, y en otra ocasión no tiene temor de hacerle ver una incoherencia (cfr. Ga 2,14). Esto les permite, al concluir el debate de Jerusalén, anunciar el resultado a la Iglesia con las palabras: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 28).

Ha sido trazado así el modelo para cada asamblea de la Iglesia. Con una diferencia debida al hecho de que allí no encontramos en la fase embrional, en la cual aún no han sido delineados claramente los diversos ministerios y no se ha tomado acto (no hubo ni el tiempo ni la necesidad), del primado otorgado a Pedro, a quien, junto a sus sucesores, le corresponde hacer la síntesis y decir la última palabra.

Mencioné a la Curia: ¡Que regalo para la Iglesia si ella fuera un ejemplo de fraternidad! Ya lo es, al menos, mucho más de lo que el mundo y sus medios de comunicación tratan de hacernos creer; pero puede llegar a serlo todavía más. La diversidad de opiniones, hemos visto, no debe ser un obstáculo insalvable. Basta que, con la ayuda del Espíritu Santo, pongamos todos los días en el centro de nuestras intenciones a Jesús y el bien de la Iglesia, y no el triunfo de la propia opinión personal. San Juan XXIII, en la encíclica “Ad Petri Cathedram” de 1959, utilizó una frase famosa, de origen incierto, pero de perenne actualidad: “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus vero caritas”: en las cosas necesarias, unidad; en las cosas dudosas, libertad; y en todas, la caridad.

“Así pues, si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor, una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, colmad mi alegría, teniendo un mismo sentir, un mismo amor, un mismo ánimo, y buscando todos lo mismo. Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio interés sino el de los demás” (Flp 2, 1-4).

Son palabras dirigidas por san Pablo a sus queridos fieles de Filipos, pero estoy seguro de que también expresan el deseo del Santo Padre, hacia sus colaboradores y todos nosotros.

Concluimos con la oración para la paz y la unidad de la Iglesia que la liturgia nos hace recitar en cada Misa: “Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén”.


[1] Monumentum Ancyranum, ed. Th. Mommsen, 1883.

[2] Evangelii gaudium, 218.

[3] S. Gregorio VII, Epistolae, III, 21 (PL 148, 451).

[4] S. Tomaso de Aquino, Summa theologica, I-IIae q. 109, a. 1 ad 1





(En el fondo ).



martes, 16 de diciembre de 2014

LA PAZ COMO DON DE DIOS


La paz como don de Dios en Cristo Jesús





P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.


1. ¡Estamos en paz con Dios!


Si se pudiera escuchar el grito más fuerte que hay en el corazón de miles de personas, se oiría, en todas las lenguas del mundo, una sola palabra: ¡paz! La dolorosa actualidad de este tema, unida a la necesidad de dar de nuevo a la palabra paz la riqueza y la profundidad de significado que esta tiene en la Biblia, me ha empujado a dedicar a este tema la meditación de Adviento de este año. Nos ayudará, espero, a escuchar con oídos nuevos el anuncio navideño: “Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor” y también a comenzar a vivir en nuestro interior el mensaje que la Iglesia, cada año, dirige al mundo en la jornada mundial de la paz.

Comenzamos escuchando el anuncio fundamental sobre la paz. Son palabras de Pablo en la Carta a los Romanos:

“Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5, 1-2).

Aún recuerdo lo que sucedió el día que terminó, para Italia, la segunda guerra mundial. El grito de “¡Armisticio! ¡Paz!” rebotó desde la ciudad hasta el campo, de casa en casa. Era el final de una pesadilla; no más terror, no más bombardeos, no más hambre. Parecía que se volvía finalmente a vivir. Algo parecido debía provocar, en el corazón de los lectores, ese anuncio del apóstol: “¡Tenemos paz con Dios! ¡Se ha hecho la paz! ¡Una nueva era ha comenzado para la humanidad en su relación con Dios!”. La suya se ha definido como “una época de angustia” [1]. Los hombres de aquel tiempo tenían la impresión nada infundada de una condena que pesaba sobre su cabeza; Pablo la llama “la cólera de Dios que se revela del cielo contra toda impiedad” (Rom 1, 18). De aquí, los ritos y cultos exotéricos de propiciación que pululaban en la sociedad pagana de aquella época.

Cuando hablamos de paz, somos llevados a pensar casi siempre a una paz horizontal: entre los pueblos, entre las razas, las clases sociales, las religiones. La palabra de Dios nos enseña que la paz primera y más esencial es la vertical, entre cielo y tierra, entre Dios y la humanidad. De ella dependen todas las otras formas de paz. Lo vemos en la narración misma de la creación. Hasta que Adán y Eva están en paz con Dios, hay paz dentro de cada uno de ellos, entre carne y espíritu (estaban desnudos y no sentían vergüenza), hay paz entre el hombre y la mujer (“carne de mi carne”), entre el ser humano y el resto de la creación. Apenas se rebelan contra Dios, todo entra en conflicto: la carne contra el espíritu (se dan cuenta que están desnudos), el hombre contra la mujer (“la mujer me ha seducido”), la naturaleza contra el hombre (espinas y cardos), el hermano contra el hermano, Caín y Abel.

Por este motivo pensé en dedicar la primera meditación a la paz como don de Dios en Cristo Jesús. En la segunda meditación hablaremos de la paz como tarea en la que trabajar y en la tercera de la paz como fruto del Espíritu, es decir de la paz interior del alma. Son los tres ámbitos de la paz evocados en un himno de la liturgia de las horas. “Paz en el cielo y la tierra, paz a todos los pueblos, paz en nuestros corazones” [2].


2. La paz de Dios prometida y donada



El anuncio de Pablo que acabamos de escuchar presupone que algo ha sucedido que ha cambiado el destino de la humanidad. Si ahora estamos en paz con Dios, quiere decir que antes no lo estábamos; si ahora “ya no hay ninguna condena” (Rom 8, 1), quiere decir que antes había una condena. Veamos qué es lo que ha producido tal cambio decisivo en las relaciones entre el hombre y Dios.

Frente a la rebelión del hombre – el pecado original – Dios no abandona la humanidad a su destino, pero decide un nuevo plan para reconciliarlo consigo. Un ejemplo banal, pero útil para entender, es lo que sucede hoy con los llamados navegadores instalados en el coche. Si a un cierto punto el conductor no sigue las indicaciones dadas por el navegador; gira, por ejemplo, a la izquierda en vez de a la derecha, el navegador en pocos instantes recalcula un nuevo itinerario, a partir de la posición en la que se encuentra, para alcanzar el destino deseado. Así ha hecho Dios con el hombre, decidiendo, después del pecado, su plan de redención.

La larga preparación comienza con las alianzas bíblicas. Son por así decir “paces separadas”. Primero con personas individuales: Noé, Abraham, Jacob; después, a través de Moisés, con todo Israel, que se convierte en pueblo de la alianza. Estas alianzas, a diferencia de las humanas, son siempre alianzas de paz, nunca de guerra contra enemigos.

Pero Dios es Dios de toda la humanidad: “¿Acaso Dios es solamente el Dios de los judíos? ¿No lo es también de los paganos?”, exclama san Pablo (Rom 3, 29). Estas alianzas antiguas por eso eran por sí mismas temporales, destinadas a ser extendidas un día a todo el género humano. De hecho, los profetas comienzan a hablar cada vez más claro de una “alianza nueva y eterna”, de una “alianza de paz”, (Ez 37, 26), que de Sión y de Jerusalén se extenderá a todas las gentes (cf. Is 2, 2-5).

Esta paz universal viene presentada como un regreso a la paz inicial del Edén, con imágenes y símbolos que la tradición hebrea interpreta en sentido literal y la cristiana en sentido espiritual:

“Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra”(Is 2,4). “El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá” (Is 11,6-7).

El Nuevo Testamento ve realizar todas estas profecías con la venida de Jesús. Su nacimiento es revelado a los pastores con el anuncio: “¡Paz en la tierra a los hombre que ama el Señor!” (Lc 2, 14). Jesús mismo afirma haber venido a la tierra para traer la paz de Dios: “Mi paz os dejo, dice; mi paz os doy” (Jn 14, 27). La tarde de la Pascua, en la cenáculo, quién sabe con qué divinas vibraciones, sale de su boca de resucitado la palabra ¡Shalom! ¡Paz a vosotros! Como en el anuncio del ángel en Navidad, esta no es sólo un saludo o un deseo, sino algo real que es comunicado. Todo el contenido de la redención estaba dentro de esa palabra.

La Iglesia apostólica no se cansa de proclamar a Cristo en la realización de todas las promesas de paz de Dios. Hablando del Mesías que nacería en Belén de Judá, el profeta Miqueas había preanunciado: “¡Y él mismo será la paz! (Mi 5,4); exactamente lo que la Carta a los Efesios afirmaba de Cristo: “Porque Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). “El Nacimiento del Señor – dice san León Magno – es el nacimiento de la paz” [3].


3. La paz, fruto de la cruz de Cristo




Pero ahora nos hacemos una pregunta más precisa. ¿Es con su simple venida a la tierra que Jesús ha restablecido la paz entre el cielo y la tierra? ¿Es verdaderamente el nacimiento de Cristo “el nacimiento de la paz”, o lo es también, y sobre todo, su muerte? La respuesta está en la palabra de Pablo de la que hemos partido: “Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5,1). ¡La paz viene de la justificación mediante la fe y la justificación viene del sacrificio de Cristo en la cruz! (cf. Rom 3, 21-26).

Por otra parte, la paz es el contenido mismo de la justificación. Esta no consiste sólo en la remisión (o, según Lutero, en la no-imputación) de los pecados, sino en algo puramente negativo, en un “quitar” algo que había; implica también y sobre todo un elemento positivo, un poner algo que no había: el Espíritu Santo, y con ello, la gracia y la paz.

Una cosa está clara: no se comprende el cambio radical sucedido en las relaciones con Dios, si no se comprende qué ha sucedido en la muerte de Cristo. Oriente y Occidente son unánimes al describir la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de Él. Por una parte, estaban los hombres que, pecando, había contratado con Dios una deuda y debían luchar contra el demonio que les retenía como esclavos: cosas que no podían hacer, estando en deuda infinita y prisioneros de Satanás del que deberían haberse librado. Por el otro lado estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer a Satanás, pero no debían hacerlo, es decir no estaban obligados a hacerlo, no siendo Él el deudor. Era necesario que hubiera alguno que reuniera él mismo el que debía combatir y el que podía vencer, y esto es lo que ha sucedido con Cristo, Dios y hombre. Así se expresan, en términos muy cercanos, entre los griegos Nicola Cabasilas y entre los latinos san Anselmo de Aosta [4].

La muerte de Jesús en la cruz es el momento en el cual el Redentor cumple la obra de redención, destruyendo el pecado y trayendo su victoria sobre Satanás. En cuanto hombre, lo que cumple nos pertenece: “Cristo Jesús ha sido hecho por Dios para nosotros, sabiduría, justicia, santificación y redención” (1Cor 1, 30), ¡para nosotros! De otra parte, en cuando Dios, lo que Él opera tiene un valor infinito y puede salvar a “todos los que se acercan a Él”, (Hb 7, 25).

Recientemente ha habido una profundización del pensamiento sobre el sacrificio de Cristo. En 1972 el pensador francés René Girard lanzaba la tesis según la cual “la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado” [5]. En el origen, de hecho en el centro de cada religión, incluida la judía, está el sacrificio, el rito del chivo expiatorio que comporta siempre destrucción y muerte. Antes aún de esta fecha, aquel estudioso se había acercado al cristianismo y en la Pascua de 1959 había hecho pública su ‘conversión’, declarándose creyente y volviendo a la Iglesia.

Esto le permitió no detenerse en los estudios sucesivos, en el análisis del mecanismo de la violencia, pero a entender también como salir de la misma. Según él, Jesús desenmascara y quiebra el mecanismo que sacraliza la violencia, haciendo de si mismo el voluntario ‘chivo expiatorio’ de la humanidad, la víctima inocente de toda la violencia. Cristo, decía ya la Carta a los Hebreos, (Hb 9, 11-14), no vino con la sangre de otro, pero con la sangre propia. No ha hecho víctimas, pero se ha hecho víctima. No ha puesto sus pecados sobre los hombros de los otros -hombres o animales-; ha puesto los pecados de los otros en sus propios hombros: “El llevó nuestros pecados en su cuerpo en el madero de la cruz” (1 P 2, 24).

¿Es posible entonces seguir hablando de “sacrificio” de la cruz y, por lo tanto, de la misa como sacrificio? Por mucho tiempo el estudioso citado ha rechazado este concepto, reteniéndolo demasiado señalado por la idea de violencia, pero después, con toda la tradición cristiana, ha terminado por admitir la legitimidad, a condición, dice, de ver en el de Cristo, un tipo nuevo de sacrificio, y de ver en este cambio de significado “el hecho central en la historia religiosa de la humanidad” [6].

Todo esto nos permite entender mejor en que sentido en la cruz se realizó la reconciliación entre Dios y los hombres. Generalmente el sacrificio de expiación servía a aplacar a un Dios irritado por el pecado. El hombre ofreciendo a Dios un sacrificio, ofrece a la divinidad la reconciliación y el perdón. En el sacrificio de Cristo la perspectiva de vuelca. No es el hombre el que ejercita una influencia sobre Dios, para que se aplaque. Más bien es Dios el que actúa para que el hombre desista de la propia enemistad contra Él. “La salvación no inicia con una petición de reconciliación por parte del hombre, sino con la solicitud de Dios de reconciliarse con Él” [7]. En este sentido se entiende la afirmación del Apóstol: “Es Dios que ha reconciliado con sí el mundo en Cristo” (cf. 2 Cor 5, 19). Y más: “Mientras éramos enemigos, hemos sido reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo” (Rom 5, 10).


4. “¡Recibid el Espíritu Santo!”



La paz que Cristo nos ha merecido con su muerte de cruz se vuelve activa y operante en nosotros mediante el Espíritu Santo. Por esto en el cenáculo, después de haber dicho a los apóstoles: “Paz a vosotros”, sopló sobre ellos y añadió, como en un solo viento: “¡Recibid el Espíritu Santo!” (Jn 20, 22).
En realidad la paz viene, sí de la cruz de Cristo, pero no nace de Ella. Viene más de lejos. En la Cruz Jesús ha destruido el muro del pecado y de la enemistad que impedía a la paz de Dios de derramarse en el hombre. El manantial último de la paz es la Trinidad. “¡Oh Trinidad bienaventurada, océano de paz!”, exclama la liturgia en un himno suyo. Según Dionisio Aeropagita, “Paz” es uno de los nombres propios de Dios [8]. Él es paz en sí mismo, como es amor y como es luz.

Casi todas las religiones politeístas hablan de divinidades en permanente estado de rivalidad y de guerra entre ellos. La mitología griega es el ejemplo más notable. En rigor del término no se puede hablar como Dios como fuente y modelo de paz, ni siquiera en el contexto de un monoteísmo absoluto y numérico. La paz de hecho, como el amor, no puede existir sino entre dos personas. Esta consiste en relaciones bellas, en relaciones de amor, y la Trinidad es justamente esta belleza y perfección de relaciones. La cosa que más impresiona cuando se contempla el ícono de la Trinidad de Rublev, es el sentido de paz sobrehumana que emana del mismo.

Cuando por lo tanto Jesús dice: “¡Shalon!” y “Recibid el Espíritu Santo”, él comunica a los discípulos algo de la “paz de Dios que supera toda comprensión” (Fil 4, 7). En este sentido, paz es un sinónimo de gracia y de hecho los dos términos han sido usados juntos, como una especie de binomio, al inicio de las cartas apostólicas: “Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”. (Rom 1, 7; 1 Ts 1, 1).

Cuando en la misa se proclama: “La paz esté con vosotros”, “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz” y, al final, “Id en paz”, es de esta paz como don de Dios de la que se habla.


5. “¡Dejarse reconciliar con Dios!”




Querría poner en vista ahora como este don de la paz, recibido ontológicamente y de derecho en el bautismo, tiene que cambiar poco a poco, también de hecho y psicológicamente, nuestra relación con Dios.

El sentido llamamiento de Pablo: “Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor 5, 20) se dirige a los cristianos bautizados que viven desde hace tiempo en comunidad. No se refiere por lo tanto a la primera reconciliación y tampoco, evidentemente, a aquel que nosotros llamamos “el sacramento de la reconciliación”. En este sentido eso está dirigido a cada uno de nosotros y busquemos entender en que consiste.

Una de las causas, quizá la principal, de la alienación del hombre moderno de la religión y la fe es la imagen distorsionada que se tiene de Dios. Esta es también la causa de un cristianismo apagado, sin entusiasmo y sin alegría, vivido más como un deber que como un regalo. Pienso a como era la grandiosa imagen de Dios Padre en la Capilla Sixtina cuando la vi por primera vez, toda cubierta de una pátina oscura, y como es ahora, después de la restauración, con los colores brillantes y los contornos definidos, como salió del pincel de Miguel Ángel. Una restauración más urgente de la imagen de Dios Padre debe tener lugar en los corazones de los hombres, incluidos nosotros los creyentes.

¿Cuál es de hecho la imagen “predefinida” de Dios (en el lenguaje de los ordenadores, que opera por defecto) en el inconsciente humano colectivo? Es suficiente, para averiguarlo, hacerse esta pregunta y presentarla también los demás: “¿Qué ideas, qué palabras, qué realidades surgen espontáneamente en ti, antes de cada reflexión, cuando dices: Padre nuestro que estás en los cielos… hágase tu voluntad?”. Inconscientemente, se conecta la voluntad de Dios a todo lo que es desagradable, doloroso, a lo que, de una u otra manera, puede ser visto como la mutilación de la libertad y el desarrollo individual. Es un poco como si Dios fuera el enemigo de toda fiesta, alegría, placer.

Otra pregunta reveladora. ¿Qué nos sugiere la invocación Kyrie eleison, “¡Señor, ten piedad!”, que puntea la oración cristiana y en algunas liturgias acompaña a la Misa de principio a fin? Se ha convertido sólo en la petición de perdón de la criatura que ve a Dios siempre en el proceso (y el derecho) de castigarlo. La palabra compasión se ha vuelto degradado tanto como para ser utilizada a menudo en un sentido negativo, como algo mezquino y despreciable “dar lástima”, un espectáculo “lamentable”. De acuerdo con la Biblia, Kyrie eleison debería traducirse: “Señor envía tu ternura sobre nosotros”. Basta con leer cómo Dios habla de su pueblo en Jeremías: “Mi corazón se conmueve y siento por él gran ternura” (eleos) (Jer 31, 20). Cuando los enfermos, los leprosos y los ciegos gritan a Jesús, como en Mateo 9, 27: “¡Señor, ten piedad (eleeson) de mí!”, no tienen intención de decir: “perdóname”, sino “ten compasión de mí”.

Dios es visto generalmente como el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Señor del tiempo y de la historia, es decir, como una entidad que se impone al individuo desde fuera; ningún detalle de la vida humana se le escapa. La transgresión de su Ley introduce inexorablemente un desorden que exige una reparación. No pudiendo, esta, considerarse nunca la adecuada, surge la angustia de la muerte y del juicio divino.

Confieso que casi me estremezco al leer las palabras que el gran Bossuet dirige a Jesús en la cruz, en uno de sus discursos del Viernes Santos: “Te echas, oh Jesús, en los brazos del Padre y te sientes rechazado, sientes que es precisamente él quien te persigue, te golpea, te abandona bajo el peso enorme de su venganza… La cólera de un Dios airado: Jesús ora y el Padre, airado, no le escucha; es la justicia de un Dios vengador de los ultrajes recibidos; ¡Jesús sufre y el Padre no se aplaca!” [9]. Si así hablaba un orador de la altura de Bossuet, podemos imaginar a lo que se abandonaban los predicadores populares de la época. Así se comprende como se ha formado una cierta imagen “predeterminada” de Dios en el corazón del hombre.

¡Por supuesto, nunca se ha ignorado la misericordia de Dios! Pero sólo se le ha encomendado la tarea de moderar los rigores irrenunciables de la justicia. Es más, en la práctica, el amor y el perdón que Dios concede han llegado a depender del amor y el perdón que se da a los demás: si perdonas a quien te ofende, Dios, a su vez, podrá perdonarte. Ha surgido una relación de regateo con Dios. ¿No se dice que hay que acumular méritos para ganar el Paraíso? ¿Y no se concede gran relevancia a los esfuerzos que hay que hacer, a las misas que hay que encargar, a las velas que hay que encender, a las novenas que hay que hacer?

Todo esto, después de haber permitido que mucha gente en el pasado demostrara a Dios su amor, no puede ser arrojado a las ortigas, debe ser respetado. Dios hace brotar sus flores – y sus santos – en cualquier clima. No se puede negar, sin embargo, que existe el riesgo de caer en una religión utilitaria, del “do ut des”. Detrás de todo esto está el supuesto de que la relación con Dios depende del hombre. Él no puede presentarse delante de Dios con las manos vacías, debe tener algo para darle. Ahora, es verdad que Dios dice a Moisés: “Nadie se presentará ante mí con las manos vacías” (Ex 23, 15; 34, 20), pero este es el Dios de la ley, todavía no el de la gracia. En el reino de la gracia, el hombre debe presentarse ante Dios realmente “con las manos vacías”; lo único que debe de tener “en sus manos” al presentarse ante él, es a su Hijo Jesús.

Pero veamos como el Espíritu Santo, cuando nos abrimos a él, cambia esta situación. Él nos enseña a mirar a Dios con unos ojos nuevos: como el Dios de la ley, por supuesto, pero aún más como el Dios del amor y de la gracia, el Dios “misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en el amor” (Ex 34, 6). Nos lo hace descubrir como un aliado y amigo, como aquel que “no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (¡es así como debe entenderse Rm 8, 32 años!); En resumen, como un Padre tiernísimo. Entonces el sentimiento filial que se traduce espontáneamente en el grito: ¡Abba, Padre! Como quien dice: “Yo no te conocía, o te conocía sólo de oídas; ahora te conozco, sé quién eres; sé que me quieres de verdad, que me eres favorable”. El hijo ha tomado el lugar del esclavo, el amor el del temor. Es así como verdaderamente nos reconciliamos con Dios, también en el plano subjetivo y existencial.

Repitámonos también, de vez en cuando, con la alegría íntima y la seguridad jubilosa del Apóstol: “¡Justificados por la fe, tenemos paz para con Dios!”.
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[1] E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia. Algunos aspectos de la experiencia religiosa, desde Marco Aurelio a Constantino, Florencia, La Nuova Italia 1993.
[2] Himno de Laudes del Tercer Domingo del Tiempo Ordinario.
[3] San León Magno, In Nativitate Domini, XXXVI, 5 (PL 54, 215).
[4] N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5 (PG 150, 313); Cfr. Anselmo, Cur Deus homo?, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 46, art. 1 a 3.
[5] Cfr. R. Girard, La violence et le sacré, Grasset, París 1972.
[6] Cfr. R. Girard, El sacrificio, Milán 2004.
[7] G. Theissen – A. Merz; El Jesús histórico, Queriniana, Brescia 2003, p. 573.
[8] Pseudo Dionisio Areopagita, Nomi divini, XI, 1 s (PG 3, 948 s).
[9] J.B. Bossuet, Œuvres complètes, IV, París 1836, p. 365.