sábado, 26 de abril de 2014

LA ÚLTIMA ENSEÑANZA DE JUAN PABLO II






“La vida humana se encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la eternidad”.

Carta encíclica Evangelium Vitae 


Juan Pablo II 








Introducción

Gran revuelo causó en la prensa internacional, el artículo publicado en la revista política italiana «MicroMega», de mayo de 2007, por la doctora Lina Pavanelli, -médica anestesista-, con el título «La dulce muerte de Karol Wojtyla», al afirmar que a Juan Pablo II se le aplicó la eutanasia. 

Al respecto el doctor Renzo Puccetti, especialista en Medicina Interna y secretario del Comisión «Ciencia y Vida» de Pisa-Livorno comenta: “La autora, médica anestesista y activista política, reconoce directamente que el propio trabajo no es el resultado de un conocimiento directo de la situación clínica del paciente, pues nunca atendió directamente a Karol Wojtyla, sino de una búsqueda por Internet para obtener «noticias, notas de agencias y artículos de periódico»,…” [1]

Por su parte, el cardenal mexicano Javier Lozano Barragán, ministro de Sanidad de la santa sede, aseguró que:”Juan Pablo II rechazó el ensañamiento terapéutico (tratamiento médico que intenta, por medios artificiales, retardar lo más posible la muerte en pacientes graves) y cuando le dijeron que una nueva hospitalización no servía para curarle prefirió permanecer en el Vaticano y ponerse “en manos de Dios”. 

Él preguntó: ¿si me llevan al Gemelli me curaré? La respuesta fue no. Entonces replicó: me quedo aquí y me pongo en manos de Dios”, afirmó Barragán en un congreso en Milán, del que se hizo ayer eco el periódico Corriere della Sera. 

Lozano Barragán, según el diario, se preguntó “¿eso es un rechazo al ensañamiento terapéutico?” y respondió que “sí, sí en el sentido de curas desproporcionadas e inútiles”, por lo que Juan Pablo II decidió ponerse en manos de Dios”.[2]


Lo anterior nos lleva a reflexionar desde la Bioética, en que consiste la eutanasia, el <<ensañamiento terapéutico>> y cuál es la actitud que debemos de asumir frente a la muerte.



Eutanasia, distanasia y ortotanasia


Si bien el término eutanasia (del griego eu-thanatos) significa buena muerte), en la actualidad se entiende por eutanasia, “la práctica médica que procura la muerte o acelera su proceso para evitar grandes dolores o molestias al paciente; y esto, a petición del propio paciente, de sus familiares o por iniciativa de otros”.

Un aspecto que la distingue del homicidio o del suicidio es la proximidad de la muerte. Pero quizás los rasgos que más la configuran son: la intención y los medios utilizados”.[3] También habría que distinguir entre la eutanasia por la voluntad propia y la eutanasia impuesta, que es la decisión tomada por los familiares o los médicos.

La distanasia, hoy tan en boga, contrariamente a la eutanasia, tiende a prolongar en forma exagerada la agonía de enfermos, desahuciados y moribundos sin esperanza de recuperación, es algo próximo a lo que hoy se denomina <<encarnizamiento terapéutico>>.

Frente a estos abusos, se ha llegado recientemente a emplear la palabra ortotanasia, que quiere significar la muerte en el momento oportuno y que implica: la muerte digna del hombre y el derecho a la propia agonía y a morir humanamente. Ortotanasia implica: “atender al moribundo con todos los medios que la ciencia médica posee actualmente, liberar a la muerte del ocultamiento a que es sometida, asumirla conscientemente, proporcionar todos los remedios oportunos para calmar el dolor, aunque suponga abreviar la vida Significa pues, la praxis médica que deja morir en paz porque la prolongación de la vida del paciente, abocado ya a la muerte, es irrazonable y desproporcionada.

La ortotanasia se diferencia de la eutanasia en que no supone poner fin a la vida de un paciente. Aunque el proporcionar determinados calmantes pueda abreviar su existencia, la intención del médico no es acabar rápidamente con la vida del enfermo”. [4]



Medios proporcionados y medios desproporcionados


“Desde antiguo la moral ha insistido en la distinción entre <<medios ordinarios>> y <<medios extraordinarios>>, juzgando lícita la supresión de estos últimos. Pero el problema está hoy en determinar que es ordinario y que extraordinario. El progreso de la ciencia hace que los métodos juzgados como extraordinarios hace quince ó veinte años, no lo sean ya hoy. Normalmente se han considerado extraordinarios los medios escasos y costosos, los que están en fase de experimentación o aquellos cuya utilización no es obligatoria”.[5] Adicionalmente deberá considerarse la situación del enfermo y las complicaciones psicológicas, espirituales, familiares y sociales.

La Bioética señala que en todas las situaciones conflictivas hay que tener en cuenta que la medicina esta al servicio del hombre, y no viceversa, y que el enfermo sigue siendo el primer responsable de su salud. Si bien el médico ha de tender a prolongar la vida del enfermo y a recuperar la salud, esta tendencia no puede extremarse.

También establece la Bioética, que hay que contar con la opción y decisión del enfermo, ya que en definitiva, es su vida la que está en juego. Así habrá que compartir con el paciente la información sobre su situación y respetar su negativa a algunas intervenciones y tratamientos que, si es posible que impliquen una prolongación de la vida, conllevan también importantes deficiencias psicológicas.



La enseñanza de la Iglesia católica


Entre las principales intervenciones del magisterio de los últimos años podemos citar:

  • La Declaración sobre la Eutanasia emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe (1980) 
  • El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) y su edición revisada de 1997 
  • La encíclica Evangelium Vitae (1995) 
El fundamento de toda la enseñanza del magisterio católico sobre la eutanasia, descansa en el principio de la inviolabilidad de la vida humana inocente, que se apoya en dos aspectos:
  •  Su carácter sagrado porque tiene en Dios su origen y destino 
  •  La dignidad de la persona humana, que es la dignidad de una vida creada a imagen de Dios 

Algunos conceptos de la enseñanza del magisterio católico son:
  • Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente […] Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros […] Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo o permitirlo. 
  • Subraya el valor cristiano del dolor y la posibilidad de que el cristiano pueda asumirlo; pero reconoce, al mismo tiempo la legitimidad del uso de analgésicos, aunque indirectamente abrevien la vida. 
  • Con relación a los medios proporcionados y desproporcionados, afirma que para valorar el carácter proporcionado o no de un método hay que tener en cuenta <<el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales. 
  • Evangelium Vitae ubica a la eutanasia como síntoma de la <<cultura de la muerte>>, señalándola como <<una grave violación de la ley de Dios>>, que según las circunstancias, conlleva la malicia del suicidio y del homicidio. Pero la distingue del <<ensañamiento terapéutico>>, juzgando lícito renunciar a un tratamiento que únicamente procuraría una prolongación precaria y penosa de la existencia, y afirma también la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar los dolores del enfermo, aún cuando esto comporte el riesgo de acortarle la vida. 


Conclusión


A estas alturas podemos ya evaluar si la decisión de Juan pablo II, fue de recurrir a la eutanasia o bien a la de una muerte digna y si estuvo de acuerdo con la doctrina que el mismo enseñó y plasmó en ese tributo a la vida que representa la encíclica Evangelium Vitae.



Elementos para la reflexión


  • La vida humana se recibe como un don no solicitado, y por ser conscientes debemos agradecerla, valorarla y protegerla como tal don. 
  • La vida no se puede pedir desde el principio para uno mismo, porque el don de la vida implica la existencia misma. Se recibe prestada, en usufructo, no en propiedad. 
  • Y la vida se tiene que devolver cuando sea requerida, siendo extraordinarios los casos en que se concede una prórroga. 
  • Puesto que se nos han concedido la vida y el cuerpo, tenemos derecho a ellos. 
  • Puesto que no somos dueños ni de la vida, ni del cuerpo, ni de la muerte, no tenemos derechos sobre ellos. 
  • Puesto que se ha dejado en nuestras manos la salvaguarda de la vida tenemos graves obligaciones hacia ella. 
  • Vida y muerte forman parte de nuestra existencia humana y tejen la trama de nuestra historia. Por definición el ser humano es mortal. 
  • La muerte forma parte de nuestro ser y estructura; nuestro reloj biológico tiene a la vez programado nuestro perfeccionamiento y nuestra degradación. 
  • Por ello, si los hombres somos solidarios en la vida, hemos de serlo también en la muerte. Y si el hombre es un ser social llamado a la comunión, ha de sentir también la comunión y la ayuda humana en su enfrentamiento con la muerte. 
  • Hay que llenar de humanidad el trance de la muerte, y la clave está en el acompañamiento y cercanía (que al sedar al enfermo –como se acostumbra en el agonizante- se rompe). Desde el punto de vista cristiano, esta compañía llega también a compartir la fe y la esperanza en la resurrección del Señor.




Jorge Pérez Uribe





[1] Documento publicado por la agencia Zenit, el 2 de octubre de 2007, por el doctor Renzo Puccetti, (Cf. Juan Pablo II no pidió la eutanasia. Hablan las pruebas). http://www.zenit.org/article-24998?l=spanish
[2] Nota del periódico La Crónica del 5 de octubre de 2007, Ciudad de México
[3] Alburquerque Eugenio, Moral de la vida y de la sexualidad, CCS, Madrid, 1998, pp.82-91
[4] Ibídem
[5] Ibídem

domingo, 20 de abril de 2014

LA DEFENSA DE VERACRUZ DEL 21 DE ABRIL DE 1914, HEROÍSMO Y ABYECCIÓN



“Sociedad de Voluntarios del puerto de Veracruz” (estudiantes, comerciantes, etc.)


A la memoria del Cadete Virgilio Uribe Robles

Preámbulo


He leído y escuchado las narrativas sobre el tema que nos ocupa de 7 historiadores, las de la Secretaría de Marina, las de la Asociación de la Heroica Escuela Naval Militar. Noto en la mayoría de ellas falta de imparcialidad y objetividad histórica. El régimen de Victoriano Huerta es cosa juzgada, es el “chacal” de la revolución, frente a la figura inmaculada de Venustiano Carranza, aunque éste último haya dado origen a un nuevo verbo: “carrancear” que es sinónimo de robar y haya perseguido con saña a los católicos y destruido centenarias obras de arte de los templos saqueados e incendiados. Las crónicas sobre esta gesta heroica nos dejan muchas dudas, entre otras:
  • ¿Hubo únicamente dos bajas de la Heroica Escuela Naval Militar? Y sí así fue ¿por qué razón?
  • ¿Por qué se dejó sin instrucciones al Comodoro Manuel Azueta, máxima autoridad naval en Veracruz?
  • Si no se tenía pensado o no se podía ofrecer una resistencia fuerte al invasor, ¿para qué permitir la inmolación de los valientes mexicanos que cayeron?
  • ¿Invitó el gobierno de Victoriano Huerta a los alzados a sumarse a la defensa de la Patria ante la invasión? Si lo hizo ¿cómo respondieron éstos?

Afortunadamente en 2008, el amigo Carlos Morfín, generosamente me proporcionó las memorias de un pariente suyo: el general Rubio Navarrete, miembro del Ejército Federal de Huerta, con lo que puedo presentar la versión de la historia de la otra parte, es decir, la de “los malos”, la de “los perdedores”, a quién nadie ya, toma en cuenta, pero que aporta valiosa información.

Teniendo ya redactada esta crónica, apareció al fin una versión crítica el día de hoy, por parte del maestro José Manuel Villalpando,  de la cual he incorporado gran parte.

Con todos estos elementos he tratado de hacer una narración lo más completa posible, aclarando las dudas anteriores.




Los antecedentes de 1913


Eliminado el obstáculo que para intervencionismo norteamericano representaba el dictador Porfirio Díaz Mori, el gobierno de Estados Unidos decidió intervenir en los gobiernos que le sucedieron. Así apoyaron inicialmente a Francisco I. Madero, y a continuación el golpe militar contra el mismo, mediante el Pacto de la Ciudadela –el cuál fue firmado en la embajada norteamericana-. Además de que el embajador Henry Lane Wilson, había hecho circular el rumor de que las fuerzas armadas de su país iban a desembarcar en puertos mexicanos del Golfo de México, esto para forzar al presidente Madero y al vicepresidente Pino Suárez a abandonar el poder.

Madero y Pino Suárez renunciaron el 19 de febrero. Se efectuó una opereta democrática, interpretada por el ministro de Relaciones Pedro Lascuráin, quién ejerció la presidencia –ese mismo día- por tan solo 45 minutos, suficientes para nombrar ministro de Gobernación al general Victoriano Huerta y renunciar a continuación. Con ello, Huerta fue ungido como presidente de la República por el Congreso.

No obstante haber apoyado este golpe de estado, el presidente de Estados Unidos, William Howard Taft (4-marzo-1909 al 4–marzo-1913), quiso dejar el reconocimiento del gobierno de Huerta a su sucesor Woodrow Wilson (4-marzo-1913 al 4-marzo-1921), aunque éste fuera del contrario Partido Demócrata.

Contra Huerta se alzó inicialmente Venustiano Carranza, secundado por el general Pablo González, Pancho Villa, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, en el norte del país. En el sur Emiliano Zapata, continuaba la lucha emprendida desde marzo de 1911. 

Se podría considerar que Wilson sentía una animadversión personal contra Huerta, agudizada por el hecho de que éste último, seguía las políticas de Porfirio Díaz de no depender económicamente de los Estado Unidos, ya que se pronunciaba por buscar créditos con las potencias europeas. Woodrow Wilson, mandó a su “agente confidencial” John Lind [1] para indicar a Huerta sus pretensiones, que podríamos resumir en tres puntos: el cese al fuego por un armisticio inmediato con los revolucionarios alzados; el compromiso de organizar elecciones libres y prontas en las que Huerta no se presentara como candidato, y el acuerdo de que éste aceptaría el resultado de las elecciones y colaboraría con el nuevo gobierno. A cambio se ofrecía apoyo económico al país. Sin embargo estas sugerencias fueron rechazadas terminantemente por el insigne ministro de Relaciones Exteriores Federico Gamboa (hay que reconocer que Huerta se rodeaba de gente capaz). Wilson aparentemente declaró la neutralidad oficial norteamericana en la revolución contra Huerta, mediante una política de “espera vigilante”. El presidente Wilson más que un demócrata era un intervencionista, como los hechos lo demostrarían en Haití (1915), República Dominicana (1916), y finalmente en la I Guerra Mundial (1917-1918).

Además, Wilson presionó a Francia e Inglaterra para que no otorgaran más créditos a México, a lo que accedieron para contar con el apoyo de Estados Unidos ante las condiciones de una guerra que se veía venir.

En noviembre, Wilson anunció un bloqueo económico contra Huerta y cesó la prohibición de vender armas a los constitucionalistas.


1914, el absurdo pretexto para invadir a un país inerme


El acoso contra México se dejaba ver con la numerosa flota norteamericana que fondeaba cerca de los puertos de Tampico y Veracruz desde hacía tiempo, en tanto que el gobierno mexicano tenía solo dos pequeños cañoneros, el Nicolás Bravo y el Veracruz, para cuidar el litoral mexicano hasta Tuxpan. 

<<La doctrina imperialista estadounidense necesitaba de un pretexto para intervenir en los asuntos nacionales. Tampico, un puerto estratégico, al ser el punto de salida del petróleo extraído en pozos petroleros de la región y un generador de ingresos, desde diciembre del año anterior era asediado por el Cuerpo del Ejército del Noroeste [2]. Naciones como Estados Unidos, España, Alemania, Japón, Inglaterra e Italia, enviaron buques de guerra para brindarle seguridad a sus connacionales que radicaban en la zona.

La Armada norteamericana fue la que más barcos desplegó en el Golfo de México, una veintena de buques bajo las órdenes del Almirante Frank Friday Fletcher, comandante de la Flota Naval del Atlántico, quien a su vez designó al Contralmirante Henry Thomas Mayo como jefe de la Cuarta División de la Flota Naval que fondeó frente a las costas de Tampico. El 9 de abril, una lancha del buque de guerra estadounidense Dolphin, se dirigió al puerto con la intención de reabastecerse de combustible, pero sus tripulantes fueron detenidos por violar disposiciones del reglamento de tráfico marítimo; mientras tanto, el General Ignacio Morelos Zaragoza, Gobernador Militar de Tamaulipas, mantenía una estricta vigilancia ante el sitio de las fuerzas constitucionalistas al puerto. Frente a lo ocurrido, el Almirante Mayo realizó una enérgica protesta y exigió la libertad de sus hombres, así como el izamiento de la bandera de su país en algún lugar oficial y el saludo correspondiente con 21 cañonazos, en un plazo de 24 horas. El General Huerta ante la delicadeza de tal petición propuso que el protocolo fuera realizado por ambas naciones; situación que complicó el panorama al grado de una posible intervención armada en Tampico. Sin embargo, el gobierno de Estados Unidos al enterarse de la llegada a Veracruz de un cargamento de armas, a bordo del buque alemán Ipiranga, tomó la decisión de que las operaciones de desembarco se realizaran en el puerto veracruzano.>>[3]

El día 20 de abril, el presidente Wilson llamó a los representantes en el Congreso de ambas cámaras pidiendo autorización para un desembarco de tropas americanas en México. 

<<Después de cuatro horas de discusión, la Cámara de Diputados aprobó se hiciera la guerra a Victoriano Huerta en persona. Los Estados Unidos hacían la guerra a un individuo. Pero la comisión de Relaciones del Senado se opuso. No le pareció correcto que un país hiciera la guerra a un hombre, aunque ese hombre fuera el presidente de México […] El general Huerta se había negado a obedecer a Mr. Wilson, lo cual constituía una ofensa imperdonable>>[4]

Fue modificada la proposición al Senado, que la discutiría el día 21. Para entonces la invasión estaba consumada.




La invasión


A las 2:00 o 2.30 horas de la madrugada del día 21 de abril, el Presidente Wilson fue despertado por una llamada telefónica del Secretario de Marina, Josephus Daniels, quien le informaba que el buque Ipiranga había zarpado de La Habana, rumbo a Veracruz, con 1330 cajas de cargamento.

Esa misma madrugada la flota del almirante Fletcher que se hallaba en aguas mexicanas frente a Veracruz recibió el siguiente telegrama: "Washington, D.C. -abril 21 -FLETCHER, Veracruz, México. Apoderarse de la aduana, no permita que los implementos de guerra sean entregados al Gobierno de Huerta o cualquier otra persona. DANIELS''

México, al igual que Estados Unidos, se había suscrito a la Convención de la Haya en 1899, pero Estados Unidos no cumplió con lo establecido para una declaración de guerra, ya que únicamente un empleado de bajo nivel del consulado estadounidense comunicó vía telefónica del desembarcó con 15 minutos de antelación.

<<El general Gustavo A. Maass, Comandante de la Plaza de Veracruz, ya tenía su plan para en caso de que ocurriera el desembarco de los norteamericanos en el puerto. Al mando de 100 hombres, el teniente coronel Albino Rodríguez presentaría un simulacro de resistencia, mientras los batallones 18 y 19 del Ejército Federal se desplazaban en dirección a Tejería, abandonando la ciudad de Veracruz.

William W. embajador de Canadá, ya había informado a su Gobierno que el general Gustavo A. Maass le había confiado la ausencia de efectivos para defender el puerto y que en caso de intervención sus fuerzas presentarían ligeros combates y abandonarían la plaza, para evitar la destrucción innecesaria de la ciudad y de civiles.

Las fuerzas norteamericanas estaban compuestas por 45 barcos de guerra y diez mil Infantes de Marina, a las 11:20 horas del martes 21 de abril, los habitantes de Veracruz que se encontraban en los muelles advirtieron que del cañonero Praire descendían 11 botes, con tropas de Infantería de Marina que se dirigían al muelle Porfirio Díaz. No había transcurrido mucho tiempo cuando otra porción igual desembarcaba de los barcos Florida y Utah, con destino al mismo punto.>> [5]


Marinos y Cadetes… Mexicanos al grito de guerra


Mientras tanto, en la Escuela Naval, cuyo contingente estaba formado por 89 alumnos, 10 Oficiales, 25 hombres de tropa y nueve alumnos del arsenal, los Cadetes de Guardia -que debían ser relevada a las 12:00 horas- vieron llegar <<apresuradamente al profesor de Inglés de la Escuela, Antonio Espinosa, en busca del director del plantel, capitán de fragata Rafael Carrión. Los cadetes de guardia notaron lo agitado de la carrera de su maestro, pero no le dieron importancia, observando más bien la algarabía cotidiana que después del toque de “rancho” se notaba entre los cadetes. En la dirección, Espinosa le dijo a Carrión que sabía de buena fuente —el consulado de los Estados Unidos—, que al medio día desembarcarían tropas americanas de los muchos barcos anclados frente al puerto.

Después de escuchar las noticias, el capitán Rafael Carrión se asomó por la ventana de la dirección de la Escuela, que tenía vista al mar, y vio claramente como del crucero Praire partían once lanchas de desembarco conteniendo cada una a unos 25 marines. Carrión, asombrado por el espectáculo, ordenó de inmediato al subdirector de la Escuela, teniente mayor Ángel del Corzo, que fuera a la comandancia militar de la plaza para pedir órdenes. Mientras Del Corzo salió a paso veloz de la Escuela, sin responder el saludo de los cadetes de guardia, uno de ellos miró hacia la rada del puerto y distinguió a los once lanchones de desembarco que enfilaban hacia los muelles. El cadete entonces corrió al comedor de los alumnos y desde la puerta les gritó: “¡están desembarcando los americanos!” Sin haber terminado de comer, todos los cadetes se levantaron y en tropel salieron al patio de la Escuela y luego a la explanada que estaba frente a ella. Allí vieron como se acercaban lentamente las tropas invasoras. El oficial de guardia, al darse cuenta del desorden de los alumnos ordenó que entraran a la Escuela, donde permanecieron en el patio, comentando en corrillos lo que estaba sucediendo.

En ese instante llegó a la Escuela el comodoro Manuel Azueta, que era entonces inspector general de la Armada y comandante de la escuadrilla naval del Golfo. Con los nervios crispados por el coraje y la ira, Azueta venía de la comandancia militar donde se encontró con la novedad de que las fuerzas federales habían abandonado Veracruz, sin dejar órdenes para la Escuela Naval. Azueta, durante las pocas cuadras que separaban el cuartel militar de la Escuela meditó y resolvió lo que debía hacer.

Al entrar a la Escuela, con paso firme y decidido, viendo a todos los cadetes en el patio —que observaban su entrada marcial— el comodoro gritó con voz fuerte y firme: “¡Viva México!”, frase que fue inmediatamente coreada por los emocionados alumnos. Al percibir la respuesta entusiasta de los cadetes, Azueta volvió a gritar: “¡a las armas, muchachos, la patria está en peligro!”. Casi al mismo tiempo, el director de la Escuela llegó frente a Azueta, quien le explicó que no habiendo nadie en la comandancia militar, la más alta autoridad en ese momento lo era él mismo, por lo que tomaba el mando de la Escuela. El director aceptó, seguramente tranquilizado al ser relevado de la responsabilidad de tomar la decisión y confiado también en el gran prestigio del mejor marino de México, que lo era Azueta. Apareció en ese momento el subdirector, que regresaba del cuartel con la misma noticia: ¡no había tropas para defender el puerto ni órdenes para la Escuela!

Azueta tomó las primeras disposiciones: ordenó suspender las clases y armar y municionar a los alumnos. Sin embargo, en los depósitos había muy poco parque, el suficiente tan sólo para repartir unos cuantos cartuchos a cada cadete. Afortunadamente, el teniente Antonio Gómez Maqueo, que era el oficial de guardia, obró con una inteligente celeridad: se metió a un cuartel abandonado y sacó de allí varias cajas de municiones; luego, ayudado por un viejo pescador con su carreta, las trasladó a la Escuela, donde fueron descargadas con gran rapidez por los propios alumnos. Repartido el parque —unos 250 cartuchos por cadete, que guardaron en sus cartucheras y en las bolsas de los pantalones—, el comodoro ordenó que los cadetes se distribuyeran en las ventanas y balcones del edificio, especialmente del segundo piso, donde los alumnos se atrincheraron con colchones, cómodas y bancos, los que, dice un testigo, “eran buenos reclinatorios para poder tirar”.

De pronto, el crucero Praire abrió fuego con sus cañones, casi al mismo tiempo que los primeros marines norteamericanos saltaban a tierra. El bombardeo iba dirigido inicialmente al faro, mientras los infantes de marina se formaban y comenzaban a avanzar tierra adentro. Desde los balcones de la Escuela los cadetes aguardaban la orden de disparar, pero los oficiales los contuvieron, para esperar a que los invasores estuvieran más cerca. Pero los cadetes insistieron; el teniente mayor Juan de Dios Bonilla, al mando de una de las secciones que cubrían el segundo piso de la Escuela relató que varios cadetes le decían: “mírelos, mi teniente cómo pasan, desde aquí podemos hacerles fuego”. Bonilla no pudo más y autorizó que se disparara. La cerrada descarga de los cadetes de la Escuela Naval fue mortífera; los marines caían uno tras otro y se vieron obligados a replegarse. Éstos seguramente informaron de la sorpresiva resistencia que se ofrecía a su desembarco en el edificio de la Escuela, ya que de inmediato, las ametralladoras de las once lanchas comenzaron a disparar contra ella y segundos después el Praire giró sus cañones, apuntó contra la Naval y disparó varias granadas que estallaron en la fachada del edifico, obligando a cadetes a retirarse de allí.

José Virgilio Uribe Robles
Otro destacamento de marines, al darse cuenta de la resistencia, comenzó a disparar contra la Escuela. Este fuego de fusilería es el que hirió de muerte al alumno Virgilio Uribe, que estaba en una de las ventanas. El comodoro Azueta, ayudado por otros, recoge al cadete agonizante y lo traslada a la enfermería. De allí lo mandan llamar para que vea lo que sucede en la calle lateral de la Escuela. Se asoma por la ventana y mira a su hijo, el teniente de artillería José Azueta que hace fuego contra los invasores con una ametralladora hasta que es herido una y otra vez. Los alumnos entonces, frenéticos por las bajas de Uribe y de José Azueta, arreciaron el fuego de sus fusiles contra los invasores. Era tal su furia al disparar que el director de la Escuela, capitán de fragata Rafael Carrión tuvo que calmarlos: “no malgasten los cartuchos, procuren hacer blanco efectivo, no olviden que la dotación es reducida”.

El tiroteo contra la Escuela —acompañado por las granadas de los barcos de guerra—, no cesó sino hasta bien entrada la tarde. El parque se agotaba y en la enfermería había ya dos heridos graves, que en un breve intervalo en el que cesó la balacera, pudieron ser enviados al hospital de la Cruz Roja. El comodoro Azueta intentó entrar en contacto con alguna autoridad militar para pedir órdenes, pero no obtuvo respuesta. En junta con sus oficiales, Azueta resolvió evacuar la Escuela, pues resultaba ya inútil la resistencia, toda vez que los cañones de los cruceros Praire y Chester bombardeaban intensamente el edificio. Se dispuso la salida para las 7 de la noche, ordenándose que cada cadete llevara su armamento, el parque que les quedara, la fornitura, el espadín, el capote y vistiendo el uniforme de faena con el que habían combatido.

Sigilosamente, algo más de 80 cadetes y los directivos de la Escuela, dirigidos por el comodoro Azueta, abandonaron el edificio saltando por una de las ventanas de la parte de atrás. La marcha se hizo en silencio, hasta salir de la zona urbana del puerto de Veracruz. Luego se encaminaron a la estación de Tejería, situada a 17 kilómetros de distancia, donde supieron estaban las tropas federales. En el trayecto, los cadetes fueron informados de que su compañero Virgilio Uribe había fallecido a consecuencias de las heridas recibidas en la batalla. La larga marcha fue agotadora, aunque a los propios oficiales les llamó la atención que “la recorriesen sin novedad jovencitos de trece o catorce años”, tan vigorosos que cuando el comodoro mostró signos de cansancio, los cadetes se relevaban para que se apoyara en alguno de ellos.

Al llegar a Tejería, Azueta se presentó al general Gustavo Mass, a quien rindió el parte de novedades; el general informó por telégrafo a México y por orden directa del presidente Huerta se ordenó el traslado a la capital de todo el personal de la Escuela. En el viaje recibieron las felicitaciones de las poblaciones por donde pasaban; en alguna de ellas, las tropas del ejército federal les presentaron armas en homenaje a los cadetes. Ya en la capital fueron hospedados en el Colegio Militar de Chapultepec, donde fueron recibidos con la marcha de honor por sus “hermanos” cadetes.>>[6]


Un soldado en cada hijo te dio…


Existía en Veracruz la “Sociedad de Voluntarios del puerto de Veracruz”, que desde 1913 venía obteniendo entrenamiento del gobierno huertista ante una posible agresión, ellos se sumaron a la defensa usando las armas de su práctica de tiro. Junto con ellos otros muchos ciudadanos, tal vez con armas inadecuadas o sin ellas se sumaron a la defensa de su ciudad y de su patria

Hay también otros voluntarios olvidados: muchísimo españoles avecindados en México que no olvidaban la afrenta de la guerra hispano-estadounidense de 1898 y que amaban a su actual patria: México. También están los presos políticos liberados en ese momento de San Juan de Ulúa y los “rayados” que eran los presos comunes.

Traidores a la Patria, fueron el presidente Victoriano Huerta y sus mandos militares, así como las fuerzas huertistas que se retiraron.

Traidores a la Patria fueron las fuerzas carrancistas, porque además de ser testigos mudos del sacrificio de los defensores y la ocupación del puerto de Veracruz, esperaban con ello el debilitamiento y derrota de Huerta, aunque sabían que a su tiempo el gobierno estadounidense les cobraría la ayuda prestada. La duda es si alguna vez serán llevados al juicio de la historia estos “próceres revolucionarios” que por ejercer el máximo poder se fueron eliminando uno a uno.

<<La lucha siguió durante todo el día 22 por grupos aislados. En la esquina de Benito Juárez y Cortés y en la de Cortés y Cinco de Mayo, 40 soldados del 19 batallón mantuvieron sus posiciones. Frente a los 40 soldados mexicanos los invasores desplegaron una línea de regimiento de tres batallones, protegida por el fuego de dos cruceros y un cañonero. Veinte horas se sostuvieron los del 19 Batallón frente al fuego enemigo. Cuando habían caído ya más de la mitad, los restantes siguieron defendiendo el pedazo de tierra hasta quemar el último cartucho, entonces destruyeron sus armas y escaparon por las azoteas, perdiéndose entre el caserío de la ciudad invadida […]

La Escuela Naval y las fuerzas organizadas habían evacuado la ciudad desde el día anterior. Existían en Veracruz solamente pequeños grupos, y de éstos el único establecido era el de soldados del 19 Batallón en la esquina de Cortés, mencionados anteriormente. Los barcos norteamericanos hacían fuego, algunos disparaban 4 mil kilos por andanada. La pregunta es ¿contra quiénes entonces, se dirigía el tiro eficaz de esos barcos, merecedor de elogios y que necesitó iniciativa y buen juicio? Según lo había informado el comando estadounidense […]




La noche del 22 de abril, la bandera de las barras y las estrellas ondeó en Veracruz, aunque en San Juan de Ulúa todavía estaba izado el pabellón tricolor. Ciento sesenta hombres de infantería mandados por el teniente coronel Aurelio Vigil, guarnecían el Castillo. Aislados y sin provisiones se rindieron el día 25. La marinería de la estación de torpedos había evacuado el fuerte con anterioridad.>>[7]

Las distintas narrativas no concuerdan en ciertos datos. Uno de ellos es el número de bajas nacionales, ya que mientras la Dra. Patricia Galeana señala 333 muertos, Arturo Guevara Escobar, determina 165 decesos y 195 heridos, y en bajas norteamericanas 19 contra 22 muertos. Sin embargo, el capitán de las tropas constitucionalistas Justino Colmenares, afirmó que las bajas norteamericanas oficiales pasaron de 800, mismas que se conocieron por la revista que pasaron las tropas norteamericanas después de los combates [8]

En la Ciudad de México, en la sesión de la cámara de Diputados del día 21 de abril, el ministro de Relaciones, licenciado José López Portillo y Rojas, hizo un acalorado discurso, recalcando que “era necesario ante todo, salvar el honor de la nación”

Comenta en sus memorias el general Rubio Navarrete que el presidente Huerta lo mandó llamar para que se desplazara inmediatamente a Veracruz y recabara información sobre la cantidad de buques, tropas desembarcadas y “todos los datos necesarios para tomar una decisión” 

<<Después de hacer el reconocimiento de Veracruz, el general Rubio Navarrete rindió al gobierno los datos pedidos, apreciando el efectivo de marinería de cada barco y la cantidad de elementos. Opinó que debían aprovecharse las fuerzas mexicanas que estaban todavía cerca de Veracruz en un contra-ataque nocturno, pues las posiciones de los invasores eran muy defectuosas y no ocupaban toda la ciudad de Veracruz.

Con tropas de Oaxaca y Puebla se organizó una División que se llamó Rubio Navarrete y fue puesta a las órdenes del general de ese nombre. La División cubrió la línea se invasión que conduce de Veracruz a la capital, por Puente Nacional y Jalapa. El cuartel general se estableció en las inmediaciones de Veracruz.

El gobierno del general Huerta promulgó una ley de amnistía para los delitos de orden político, poniendo en libertad a todos los detenidos. Dio instrucciones a los jefes militares que combatían a los revolucionarios de comunicar al enemigo nacional la invasión extranjera, invitando a los rebeldes a suspender las hostilidades para defender el territorio de México. Gran parte de las existencias de municiones en poder de los jefes federales les fue quitada para poder abastecer a la División Rubio Navarrete que el gobierno mandó a Veracruz a oponerse a los invasores […] Cuando el 25 de abril, la División Rubio Navarrete empezó a llegar frente a Veracruz, recibió órdenes de suspender las operaciones. Se iniciaban ya las conferencias de Niágara Falls.>>[9]

Las Conferencias de Niagara Falls


<< El presidente Wilson, al fin y al cabo político audaz, permanecía expectante a los hechos que tenían lugar allende el Atlántico. El olor a guerra permeaba el ambiente. Según algunos autores, Estados Unidos buscaba “integrar a los países sudamericanos en un sistema panamericano” sobre el cual tuviera injerencia, “diplomacia de control”, la llaman algunos, de manera que la solicitud de participación del ABC en el conflicto provocado por la invasión de abril de 1914 era parte de ese intringulis político.>>[10]

Argentina, Brasil y Chile (ABC), ofrecieron su mediación política para que se diera una solución pacífica al conflicto, misma que fue aceptada por Estados Unidos el 25 de abril, el cual se daba cuenta que había caído en una trampa –autoimpuesta-de la que había que salir. Las pláticas tuvieron lugar entre mayo y junio en Niágara Falls, Canadá. 

<<Contra las buenas intenciones de los países hermanos y los deseos del embajador Naón, pronto se vio que la intervención del ABC era sólo una máscara que ayudaba a disimular las verdaderas intenciones de Estados Unidos. ¿Por qué?, simple y sencillamente porque el gobierno de Wilson se encargó de sabotear los honestos propósitos mediadores del ABC. Es decir, mientras los diplomáticos sudamericanos encabezaban aquellas charlas, en la práctica las autoridades norteamericanas llevaban a cabo acciones unilaterales que apuntaban directamente al blanco que buscaban: desestabilizar el gobierno de Victoriano Huerta, para lo cual tuvieron un acercamiento a la facción que resultaba más aceptable a los ojos de Wilson, la que encabezaba Venustiano Carranza.>>[11]

Fue hasta el 1° de julio, cuando se firmó la paz entre México y Estados Unidos de América, dando fin a una guerra que nunca fue declarada, pero que sí satisfizo los intereses de Wilson en particular: el fin de la presidencia de Huerta. Hay que reconocer la magnífica actuación de la delegación huertista integrada por destacados personajes como Agustín Rodríguez, Emilio Rabasa y Luis Elguero, que consiguió que “El gobierno de Estados Unidos de América no reclamará de forma alguna indemnización de guerra o cualquier otra satisfacción internacional”, lo que demostraba que nunca hubo un motivo verdadero para la invasión.

Huerta renunció el 15 de julio, no obstante las fuerzas norteamericanas salieron de Veracruz hasta el 23 de noviembre de 1914. Vergonzosamente las crónicas oficiales presentan este hecho como una victoria de Venustiano Carranza.

No quiero cerrar esta crónica haciendo mención a la ambición o a la abyección de los contendientes revolucionarios y norteamericanos, sino a la convicción de los hombres dignos: 

<<Azueta se presentó ante la superioridad para rendir su informe de los acontecimientos. En él hizo constar que la Escuela, además de algunos vecinos, fueron los únicos defensores del puerto en contra de la invasión. No lo dijo, pero entre líneas expresó su enojo y molestia porque el ejército mexicano abandonó Veracruz sin combatir, dejando a su suerte a los cadetes y a la población civil, la que, indignada y ofendida, “a mi paso me pedía armas para repeler aquel atropello inaudito”. Terminó su informe oficial diciendo: “todos los jefes, oficiales, alumnos y personal agregado cumplió con su deber y la Escuela Naval se cubrió de gloria repeliendo el ataque de los invasores con éxito, pues causó numerosas bajas al enemigo, defendiéndose con valor, patriotismo y entereza nunca jamás desmentidos, en las siete horas de resistencia que hicimos contra los invasores”.

El comodoro Manuel Azueta, que años atrás había sido director de la Escuela Naval, no tenía obligación de estar en ella el 21 de abril de 1914. Sin embargo, se puso al frente de los cadetes y con ellos se cubrió de gloria. Él mismo diría después: “Dios probablemente medió al reunirme con aquellos jóvenes alumnos en aquel día memorable”.>>[12]

Aquella noche del día 21 de abril de 1914: <<Al llegar sus compañeros y autoridades de la Escuela Naval Militar a la Ciudad de México la noche de ese mismo día, se acercó el señor Élfego Uribe, padre de Virgilio al Comodoro Azueta preguntándole por su hijo, éste, en un acto humano, le mostró una mancha de sangre que había impregnado en su uniforme. El padre de Uribe, inclinado y con lágrimas en los ojos, besó varias veces la sangre de su hijo y exclamó: “murió por su patria”. Tenía Virgilio 17 años y 11 meses.>>[13]



Jorge Pérez Uribe

Notas:
[1] Martha Strauss Neuman, La misión confidencial de John Lind en México, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, UNAM, IIH, 1977
[2] Fuerzas constitucionalistas, bajo el Mando del general Pablo González
[3] Reseña histórica del 21 de abril, Secretaría de Marina
[4] Amparo Rubio de de Ita, La Revolución Triunfante: memorias del General de División Guillermo Rubio Navarrete, Libros En Red, 2006
[5] Asociación de la Heroica Escuela Naval Militar, Heroica defensa de Veracruz, http://www.ahenmac.org.mx/
[6] José Manuel Villalpando, Veracruz, 21 de abril de 1914. Hace cien años, Villalpando y la historia, 2014

[7] Amparo Rubio de de Ita, op.cit.
[8] Justino Palomares, La invasión yanqui de 1914, Mexico, Non fiction publiser, 1940
[9] Amparo Rubio de de Ita, op.cit.
[10] Elsa Aguilar Casas, Las conferencias de Niagara Falls: un espejismo diplomático, INEHRM
[11] Elsa Aguilar Casas, op.cit. 

[12] José Manuel Villalpando, op.cit.
[13] http://www.centenario21abril.gob.mx/virgilio_uribe. html

sábado, 12 de abril de 2014

JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE





1. Oriente y Occidente unánimes sobre Cristo


Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la persona de Jesús. Por ejemplo, se puede partir directamente de la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir distintas vías: la vía tipológica, seguida en la más antigua catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profecías y de las figuras del Antiguo Testamento; la vía histórica, que reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las distintas tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los distintos entornos culturales del Nuevo Testamento. Se puede, por el contrario, partir de las preguntas y de los problemas del hombre de hoy, o incluso desde la propia experiencia de Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas vías ampliamente exploradas.

La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía suya de acceso al misterio de Cristo, un modo suyo de recoger y organizar los datos bíblicos que le afectan, y esta vía se llama el dogma cristológico, la vía dogmática. Por dogma cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a Cristo, definidas en los primeros concilios ecuménicos, sobre todo en el de Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a los siguientes tres pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es verdadero Dios, es una sola persona.

San León Magno es el padre que he elegido para introducirnos en las profundidades de este misterio. Por una razón muy precisa. En la teología latina estaba lista desde hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en Cristo que llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito: «Vemos dos naturalezas, no confundidas, sino unidas en una persona, Jesucristo, Dios y hombre» [1]. Tras una larga exploración, los autores griegos llegan, por su parte, a una formulación idéntica en la sustancia; pero su retraso o tiempo perdido fue algo muy distinto, porque sólo ahora se podía dar a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto ellos de relieve, entretanto, todas las implicaciones y resuelto las dificultades.

El papa san León Magno es quien se encontró gestionando el momento en que las dos corrientes del río —la latina y la griega— confluyeron juntas y con su autoridad de obispo de Roma favoreció su acogida universal. Él no se conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de Tertuliano y retomada entretanto por Agustín, sino que la adapta a los problemas surgidos en el ínterin, entre la Iglesia de Éfeso del año 431 hasta Calcedonia del año 451. Este es, a grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo expone en el famoso Tomus a Flavianum [2]:

Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a la del Verbo eterno: «El que se hizo hombre en la forma de siervo es el mismo que en la forma de Dios creó al hombre». Segundo punto: la naturaleza divina y la humana coexisten en esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión, pero conservando cada una sus propiedades naturales (salva proprietate utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era, sin dejar de ser lo que era [3]. La obra de la redención exigía que «el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo, pudiera morir en lo referido a la naturaleza humana y no morir en lo referido a la naturaleza divina». Tercer punto: la unidad de la persona justifica el uso de la comunicación de idiomas, por lo que podemos afirmar que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, y también que el Hijo del hombre vino del cielo.

Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar por fin un acuerdo entre las dos grandes «escuelas» de la teología griega, la alejandrina y la antioquena, evitando los respectivos errores que eran el monofisismo y el nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el reconocimiento, para ellos vital, de las dos naturalezas de Cristo y, por tanto, de la plena humanidad de Cristo; los alejandrinos, a pesar de algunas reservas y resistencias, podían encontrar en la formulación de León el reconocimiento de la identidad de la persona del Verbo encarnado y la del Verbo eterno, que apreciaban más que cualquier otra cosa.

Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para darse cuenta de lo presente que está en ella el pensamiento del papa León:

«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre […]; nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» [4].

Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero árida y abstracta y, en cambio, en ella se basa toda la doctrina cristiana de la salvación. Sólo si Cristo es un hombre como nosotros, lo que él hace, nos representa y nos pertenece, y sólo si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor infinito y universal, hasta el punto de que, como se canta en el Adoro te devote, «una sola gota de sangre que ha derramado salva al mundo entero del pecado» («Cuius una stilla salvum facere totum mundum qui ab obni scelere»).

Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes. Esta era la situación de la humanidad antes de Cristo, escriben, con pocas diferencias entre sí, san Anselmo entre los latinos y Cabasilas entre los ortodoxos. Por una parte estaba el hombre que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar contra Satanás para liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro lado, estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio, pero no debía hacerlo, al no ser él el deudor. Era preciso que se encontraran unidos en la misma persona quien debía luchar y quien podía vencer, y es lo que ocurrió con Jesús, «verdadero Dios y verdadero hombre, en una persona» [5].


2. El Jesús de la historia y el Cristo del dogma nuevamente unidos


Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos dos siglos, fueron investidas por un ciclón crítico que tendía a quitarlas cualquier consistencia y a calificarlas como puras invenciones de los teólogos. A partir de Strauss, se ha convertido en una especie de grito de batalla entre los estudiosos del Nuevo Testamento: liberar la figura de Cristo de los cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el único real. «La ilusión de que Jesús haya podido ser hombre en sentido pleno y que, sin embargo, como persona individual sea superior a la humanidad entera, es la cadena que aún cierra el puerto de la teología cristiana al mar abierto de la ciencia racional» [6]. Y esta es la conclusión a la que llega el estudioso: «La idea del Cristo del dogma, por una parte, y el Jesús de Nazaret de la historia, por otra, están separadas para siempre».

Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de esta tesis. El Cristo del dogma no satisface las exigencias de la ciencia racional. El ataque ha ido adelante, con soluciones alternas, casi hasta nuestros días. Se ha convertido él mismo, a su manera, en un dogma: para conocer al verdadero Jesús de la historia es preciso prescindir de la fe en él posterior a la Pascua. En este clima han proliferado reconstrucciones fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo, algunas con pretensiones de historicidad, pero en realidad basadas en hipótesis de hipótesis, respondiendo todas a gustos o reivindicaciones del momento.

Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola. Es hora de tomar nota del cambio ocurrido en este sector, de manera que se pueda salir de una cierta actitud defensiva y avergonzada que ha caracterizado a los estudiosos creyentes en estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos aquellos que en estos años han divulgado a manos llenas imágenes de Jesús dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es que ya no se pueden escribir, en buena fe, «investigaciones sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser «históricas», si prescinden, o más aún, excluyen de partida, la fe en él.

Quién personaliza de manera más clara el cambio que se está produciendo es uno de los máximos estudiosos vivos del Nuevo Testamento, el inglés James D.G. Dunn. Él ha resumido en un pequeño volumen titulado «Cambiar la perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental investigación sobre los orígenes del cristianismo [7]. El autor ha minado desde las raíces los dos presupuestos de fondo sobre los que se basó la contraposición entre el Jesús histórico y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de la historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que para conocer lo que verdaderamente dijo e hizo el Jesús histórico, es necesario liberar la tradición de las capas y de los añadidos posteriores, y remontarse hasta el estrato original, o a la primera «redacción», de una cierta perícopa evangélica.

Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe se inicia antes de la Pascua; si algunos lo han seguido y se han hecho sus discípulos es porque habían creído en él. Se trata de una fe aún imperfecta, pero de fe. En esta fe, el acontecimiento pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero saltos de cualidad, aunque menos determinantes, había habido ya antes de la Pascua, en momentos especiales, como la transfiguración, algunos milagros clamorosos, el diálogo de Cesarea de Filipo. La Pascua no constituye un comienzo absoluto.

Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun admitiendo que las tradiciones evangélicas circularon durante un cierto período en forma oral, los estudiosos aplicaban siempre a dicha tradición el modelo literario, como se hace hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto original de una obra. Si se tienen en cuenta las leyes que regulan —también en el presente, en ciertas culturas—, la transmisión oral de las tradiciones de una comunidad, se ve que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho evangélico, a la búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación que abrió las puertas a todo tipo de manipulación de los textos evangélicos, terminando por repetir lo que ocurre cuando se abre una cebolla a la búsqueda de un núcleo sólido que no existe. Algunas de estas conclusiones son las que los estudiosos católicos habían sostenido desde siempre [8], pero Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos difícilmente refutables desde dentro mismo de la investigación histórico-crítica y con sus mismas armas.

El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto XVI instaura un diálogo en su primer volumen sobre Jesús de Nazaret, da por descontado este resultado. Partiendo de un punto de vista autónomo y, por así decir, neutral, hace ver cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del Cristo de la fe post-pascual. El Jesús histórico, el de los evangelios, por ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que requiere la fe en su persona como a uno que puede corregir Moisés, que es señor del sábado, por el cual se puede hacer una excepción también al cuarto mandamiento; en definitiva, como uno que se sitúa en el mismo plano de Dios.

El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí; llega a probar la continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo del kerigma*, no va más allá. Queda por probar la continuidad entre el Cristo del kerigma y el del dogma de la Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca un desarrollo coherente de la fe neotestamentaria, o representa una ruptura respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en los años en que me ocupaba de la Historia de los orígenes cristianos y la conclusión a la que llegué no se separa de la del Cardenal Newman en su famoso ensayo «El desarrollo en la doctrina cristiana» [9]. Ha tenido lugar, sin duda, el paso de una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una cristología ontológica (lo que Cristo «es»), pero no se trata de una ruptura porque vemos que el mismo proceso se da ya dentro del kerigma, por ejemplo en el paso de la cristología de Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el tránsito desde sus primeras cartas a las de la cautividad, Filipenses y Colosenses.


* Término que significa predicación (acotación del blogger)


3. Más allá de la fórmula


Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más largamente en la parte doctrinal del tema. La persona de Jesús es el fundamento de todo en el cristianismo. «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién se preparará para la batalla?», dice san Pablo
(1 Cor 14,8); si no se tiene una idea precisa de quién es Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al mundo? Pero ahora nos queda hacer una aplicación práctica de la doctrina para la vida personal y la fe actual de la Iglesia, que es el objetivo constante de nuestro reexamen de los Padres.

Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico han dado a la Iglesia la fórmula: «Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; Jesucristo es una sola persona». Más sintéticamente aún: él es «una persona en dos naturalezas». A esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de Kierkegaard: «La terminología dogmática de la Iglesia primitiva es como un castillo mágico, donde yacen en un sueño profundo los príncipes y las princesas más legendarias. Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie con toda su gloria» [10]. Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar nueva vida a los dogmas.

La investigación sobre los evangelios —también en la apenas recordada de Dunn— nos muestra que la historia no nos puede llevar al «Jesús en sí», al Cristo como es en la realidad. Lo que alcanzamos en los evangelios es siempre, en cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que de él conservaron los discípulos, aunque sea una memoria creyente. Sucede como para su resurrección. «Algunos de los nuestros —dicen los dos discípulos de Emaús— fueron al sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron»
(Lc 24,24). La historia puede constatar que las cosas, respecto de Jesús de Nazaret, están como dijeron los discípulos en los evangelios, pero a él no lo ve.

Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un Jesús «definido», «formulado», pero Tomás de Aquino nos enseña que «la fe no termina en el enunciado (enuntiabile), sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de Calcedonia y el Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la fórmula química H2O y el agua que bebemos o en la que nadamos. Nadie puede decir que la fórmula H2O es inútil o que no describe perfectamente la realidad; ¡sólo que no es la realidad! ¿Quién nos podrá conducir al Jesús «real» que está más allá de la historia y detrás de la definición?

Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia consoladora. Existe la posibilidad de un conocimiento «inmediato» de Cristo: es el que nos da el Espíritu Santo enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-mediada» entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no constituye un diafragma o un trámite, al ser él el Espíritu de Jesús, su «alter ego», de su misma naturaleza. San Ireneo llega a decir que «el Espíritu Santo es nuestra misma comunión con Cristo» [11]. En ello la mediación del Espíritu Santo es diferente de cualquier otra mediación entre nosotros y el Resucitado, tanto eclesial como sacramental.

Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel del Espíritu Santo a efectos del conocimiento del verdadero Jesús. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de todo lo obrado por Cristo y de su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de definición «urbi et orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado»
(Hch 2,36).

San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de santificación»
(Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor, si no es gracias a una iluminación interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol atribuye al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5). Sólo si son «fortalecidos por el Espíritu», —continúa el apóstol— los creyentes serán capaces de «entender la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,16-19).

En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su relación con el Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a reconocer a Jesús venido en la carne
(cf. 1 Jn 4,2-3).


4. Jesús de Nazaret, una «persona»


Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un pequeño intento de «despertar» el dogma. Del triángulo dogmático de León Magno y de Calcedonia —«verdadero Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos limitamos a tomar en consideración sólo el último elemento: Cristo «una persona». Las definiciones dogmáticas son «estructuras abiertas», es decir, capaces de acoger significados nuevos, posibilitados por el progreso del pensamiento humano. En su fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar) indicaba la máscara que servía al actor para hacer resonar su voz en el teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el individuo, hasta su significado más alto de «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio).

En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un significado más subjetivo y relacional, favorecido, sin duda, por el uso trinitario de persona como «relación subsistente». Es decir, indica al ser humano en cuanto capaz de relación, de estar como un yo ante un tú. En ello, la fórmula latina «una persona» se reveló más fecunda que la respectiva griega de «una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto individual existente; «persona», sólo del ser humano y, por analogía, del ser divino. Nosotros hablamos hoy (y también los griegos hablan) de «dignidad de la persona», no de dignidad de la hipóstasis.

Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo. Decir que Jesús es «una persona» significa decir también que ha resucitado, que vive, que está delante de mí, que puedo hablarle de tú como él me habla de tú. Es necesario pasar constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del Jesús personaje al Jesús persona. El personaje es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el cual generalmente no se puede hablar. Jesús, desgraciadamente para la mayoría de los creyentes, es todavía un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin parar, una memoria del pasado, un conjunto de doctrinas, de dogmas o de herejías. Es un ente, más que un existente.

El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el escalofrío metafísico que produce el descubrimiento repentino de la existencia de las cosas y, en esto al menos, podemos darle crédito:

«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. Ya no me acordaba de que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie. [...] Y luego tuve este rayo de luz. Se me cortó el aliento con ello. [...] . La existencia se oculta. Está allí, alrededor de nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, por último, no se toca. [...] Y luego, de golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había revelado de repente» [12].

Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y entrar en contacto con él, persona viva, hay que pasar por una experiencia de ese tipo. Algunos exégetas interpretan el nombre divino «El que es», en el sentido de «El que está», que está presente, disponible, ahora, aquí [13]. Esta definición se aplica perfectamente también a Jesús resucitado.

Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber resucitado, está vivo, está a mi lado, puedo relacionarme con él como una persona viva con otra viva, una presente con otra presente. No con el cuerpo y ni siquiera con la sola fantasía, sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real que uno y otra. San Pablo nos asegura que es posible hacer todo «con Jesús»: ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa
(cf. 1 Cor 10,31; Col 3,17).

Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un amigo y confidente. En el subconsciente domina su imagen de resucitado, ascendido al al cielo, remoto en su trascendencia divina, que volverá un día, al final de los tiempos. Se olvida que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más aún, la perfección humana misma, posee en sumo grado el sentimiento de la amistad que es una de las cualidades más nobles del ser humano. Es Jesús quien desea semejante relación con nosotros. En su discurso de despedida, dando rienda suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamados amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre»
(Jn 15, 15).

Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no tanto en los santos (en los cuales prevalece la relación con el Maestro, el Pastor, el Salvador, el Esposo…), cuanto en esos judíos que, de manera muy a menudo no diversa de Saulo, llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de golpe se muda de una oscura amenaza, al más dulce y amado de los nombres. Un amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de discusiones en torno a Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es nunca «ideológico», sino una persona de carne y hueso. ¡De su sangre! Uno se queda conmovido al leer el testimonio de algunos de ellos. Todas las contradicciones se resuelven en un instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la lectura espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante sus propios ojos globalmente y como con acelerador. San Pablo dice que es como cuando un velo cae de los ojos
(cf. 2 Cor 3, 16).
En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción, sólo con algunos —con Lázaro y las hermanas y más aún con Juan, el «discípulo que él amaba»— tiene Jesús una relación de amistad verdadera. Pero ahora que está resucitado y ya no está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada hombre y a cada mujer la posibilidad de tenerlo como amigo, en el sentido más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el amigo del esposo, nos ayude a acoger con asombro y alegría esta posibilidad que llena la vida.


P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Cuarta predicación de Cuaresma 2014


© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


[1] Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11: CCL 2, 1199.
[2] León Magno, Carta 28.
[3] León Magno, Sermo 27,1.
[4] DS 301-302.
[5] N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus homo, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 46, art. 1, c. 3.
[6] D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte, 1865.
[7] J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical Jesus Missed (Grands Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salamanca 2006)].
[8] Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H. Schürmann sobre el origen pre-pascual de algunos dichos de Jesús: o.c., 28.
[9] Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri (Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.
[10] S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (ed. C. Fabro) (Brescia 1962) n. 196.
[11] Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1.
[12] J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza Editorial, Madrid 2014)].
[13] Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972) 212 [trad. esp. Teología del Antiguo Testamento I (Sígueme, Salamanca 1978)].


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2328&lang=es

lunes, 7 de abril de 2014

SAN AMBROSIO Y LA FE EN LA EUCARISTÍA






1. La reflexión sobre los sacramentos


Junto al tema de la Iglesia, otro tema en el que se nota un progreso en el paso de los Padres griegos a los latinos es el de los sacramentos. En los primeros había faltado una reflexión sobre los sacramentos en sí, es decir, sobre la idea de sacramento, aun habiendo tratado de manera excelente cada uno de los misterios: bautismo, unción, Eucaristía.

El iniciador de la teología sacramentaria —es decir, de lo que, a partir del siglo XII, será el De sacramentis— es nuevamente Agustín. San Ambrosio, con sus dos series de discursos «Sobre los sacramentos» y «Sobre los misterios», anticipa el nombre del tratado, pero no su contenido. También él, en efecto, se ocupa de cada uno de los sacramentos y no, todavía, de los principios comunes a todos los sacramentos: ministro, materia, forma, modo de producir la gracia…

¿Por qué, entonces, elegir a Ambrosio como maestro de fe de un tema sacramentario como es el de la Eucaristía sobre el cual queremos meditar hoy? El motivo es que Ambrosio, más que ningún otro, contribuyó a la afirmación de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y puso las bases de la futura doctrina de la transustanciación. En el De sacramentis escribe:

«Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; cuando interviene la consagración, de pan pasa a ser carne de Cristo [...] ¿Con qué palabras se realiza la consagración y de quién son estas palabras? [...] Cuando se realiza el venerable sacramento, el sacerdote ya no usa sus palabras, sino que utiliza las palabras de Cristo. Es la palabra de Cristo la que realiza este sacramento».

En el otro escrito, Sobre los misterios, el realismo eucarístico es todavía más explícito. Dice:

«La palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no puede transformar en algo diferente lo que existe? No es menos dar a las cosas una naturaleza del todo nueva que cambiar lo que tienen [...]. Este cuerpo que producimos (conficimus) sobre el altar es el cuerpo nacido de la Virgen. [...] Es, ciertamente, la verdadera carne de Cristo que fue crucificada, que fue sepultada; es, pues, verdaderamente el sacramento de su carne [...]. El mismo Señor Jesús proclama: “Esto es mi cuerpo”. Antes de la bendición de las palabras celestes se usa el nombre de otro objeto, después de la consagración se entiende cuerpo».

Sobre este punto la autoridad de Ambrosio, en el desarrollo posterior de la doctrina eucarística, prevaleció sobre la de Agustín. Éste cree ciertamente en la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía pero, como hemos visto en la anterior meditación, acentúa todavía más fuertemente su significado simbólico y eclesial. Algunos de sus discípulos llegarán a afirmar no sólo que la Eucaristía hace la Iglesia, sino que la Eucaristía es la Iglesia: «Comer el cuerpo de Cristo no es otra cosa que hacerse cuerpo de Cristo». La reacción a la herejía de Berengario de Tours que reducía la presencia de Jesús en la Eucaristía a una presencia sólo dinámica y simbólica, suscitó una reacción coral en la que las palabras de Ambrosio desempeñaron una parte importante. Él es la primera autoridad que aduce santo Tomás de Aquino en su Suma en favor de la tesis de la presencia real.

La expresión «cuerpo místico» de Cristo, que hasta entonces había servido para designar a la Eucaristía, pasó poco a poco a indicar la Iglesia, mientras que la expresión «cuerpo verdadero» se reservó ya sólo a la Eucaristía . Esta singular inversión marca, en cierto sentido, el triunfo de la herencia de Ambrosio sobre la de Agustín. Expresiones como las del himno Ave verum, en el que el cuerpo eucarístico de Cristo es saludado como «el verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que fue inmolado en la cruz y de cuyo costado brotaron agua y sangre», parecen casi copiadas de las palabras arriba recordadas de Ambrosio.

Podemos resumir así la diferencia entre las dos perspectivas. De los tres cuerpos de Cristo —el cuerpo verdadero o histórico de Jesús nacido de María, el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial— Agustín une entre sí estrechamente el segundo y el tercero, el cuerpo eucarístico y el de la Iglesia, distinguiéndolos del cuerpo real e histórico de Jesús; Ambrosio une, más aún, identifica el primero y el segundo, es decir, el cuerpo histórico de Cristo y el eucarístico, distinguiéndolos del tercero, es decir, del cuerpo eclesial.

En esta dirección se podía ir demasiado lejos, cayendo en un realismo exagerado, casi que —como decía una fórmula contrapuesta a la herejía de Berengario— el cuerpo y la sangre de Cristo estuvieran presentes sobre el altar «sensiblemente y fueran, en verdad, tocados y partidos por las manos del sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» . Pero el remedio a tal peligro estaba en la noción misma de sacramento ya clara en teología. La eucarística no es una presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son, precisamente, el pan y el vino.


2. La Eucaristía y la beraká judía


Si hay un límite en la visión de Ambrosio, es la ausencia de cualquier referencia a la acción del Espíritu Santo en la producción del cuerpo de Cristo sobre el altar. Toda la eficacia reside en las palabras de la consagración. Ellas son para él palabras creativas, es decir, palabras que no se limitan a afirmar una realidad existente, sino que producen la realidad que significan, como la frase «Fiat lux» de la creación. Esto ha influido en el escaso relieve que ha tenido en la liturgia latina la epíclesis del Espíritu Santo, que, como sabemos, desempeña en las liturgias orientales un papel tan esencial como el de las palabras de la consagración. Las nuevas Plegarias eucarísticas, con la invocación del Espíritu Santo que precede a la consagración, han querido llenar precisamente esta laguna.

Pero hay una laguna mayor de la que se empieza a tener en cuenta y que no se refiere sólo a Ambrosio y ni siquiera sólo a los Padres latinos, sino a la explicación del misterio eucarístico en su conjunto. Más que nunca se ve aquí cómo el estudio de los Padres no nos ayuda sólo a recuperar riquezas antiguas, sino también a abrirnos a lo nuevo que aparece en la historia; a imitarlos no sólo en los contenidos, sino también en el método que era el de poner al servicio de la palabra de Dios todos los recursos y los conocimientos disponibles en su contexto cultural.

El recurso nuevo que hoy disponemos para comprender la Eucaristía es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, varios factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre el cristianismo y el judaísmo, hasta contraponerlos entre sí, como hace ya Ignacio de Antioquía. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas— se convierte en una especie de consigna. Una acusación a menudo dirigida a sus adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

En relación con la Eucaristía, el nuevo clima de diálogo con el judaísmo ha hecho posible un mejor conocimiento de su matriz judía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se considera como el cumplimiento de lo que preanunció la Pascua judía, así no se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que los judíos hacían y decían a lo largo de su comida ritual. El nombre mismo, Eucaristía, no es otra cosa que la traducción de Beraká, la oración de bendición y acción de gracias hecha durante esa comida. Un primer resultado importante de este cambio ha sido que hoy ningún estudioso serio sostiene ya la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga según algunos cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia mantuvieron las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la cual ya no tenían forma de acceder, tras la separación de la Iglesia respecto de la Sinagoga. Así, para la Eucaristía, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, que era la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Seder) y semanalmente en el culto sinagogal. El primer nombre con el que es designada la Eucaristía en el Nuevo Testamento por Pablo es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con referencia evidente a la comida judía de la que se distingue ahora por la fe en Jesucristo.

Es la perspectiva en la que se sitúa también Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión ya prevalente entre los estudiosos, él acepta la cronología joánica según la cual la última cena de Jesús no fue una cena pascual, sino que fue una solemne comida de despedida; con Louis Bouyer, sostiene, además, que se pueda «trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir del canon, desde la beraká judía» .
Por diversas razones culturales e históricas, desde la escolástica en adelante, se ha tratado de explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y de accidente. Esto también era un poner al servicio de la fe los nuevos conocimientos del momento y, por tanto, una imitación del método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta vez, históricos y litúrgicos más que filosóficos.

Sobre la base de algunos estudios ya iniciados en esta dirección, sobre todo el de L. Bouyer, quisiera tratar de mostrar la luz viva que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando situamos los relatos evangélicos de la institución sobre el trasfondo de lo que sabemos de la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no resultará disminuida, sino engrandecida al máximo.


3. ¿Qué ocurrió esa noche?


Un texto que muestra el estrecho vínculo entre la liturgia judía y la cena cristiana es la Didaché. Dicho texto no es otra cosa que una colección de oraciones de la sinagoga, con la adición, aquí y allá, de las palabras «por tu servidor Jesucristo»; por lo demás, es idéntico a la liturgia de la sinagoga. El rito sinagogal estaba compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se tradujo con «Eucaristía». La beraká resume la espiritualidad de la Antigua Alianza y es la respuesta de bendición y de agradecimiento que Israel da a la palabra de amor que su Dios le había dirigido.

El ritual seguido por Jesús al dar la forma definitiva de la Eucaristía acompañaba todas las comidas de los judíos, pero asumía una importancia particular en las comidas en familia o en comunidad el sábado y los días festivos. Es suficiente un primer vistazo sobre el rito para ambientar adecuadamente la última Cena. Al comienzo de la comida, cada uno por turno tomaba en la mano una copa de vino y, antes de llevarla a los labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid». Es el primer cáliz de vino.

Pero la comida comenzaba oficialmente sólo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el pan que debía ser distribuido entre los comensales. Y, en efecto, Jesús, inmediatamente después de la frase, toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…». Y aquí el ritual, que era sólo una preparación, se convierte en la realidad. Después de la bendición del pan, que era considerada como una bendición general para toda la comida, se servían los platos habituales.

Si los precedentes de la Eucaristía se encuentran en la comida ritual de los judíos, entonces ya no tiene significado especial saber si la fiesta de Pascua coincidía con el Jueves Santo o con el Viernes Santo. Jesús no vinculó la Eucaristía con ningún detalle propio de la comida de Pascua (aparte del desajuste de la fecha, falta toda referencia a la manducación del cordero y de las hierbas amargas), sino sólo con aquellos elementos que forman parte del rito de cada día: es decir, la fracción del pan al comienzo y con la gran oración de acción de gracias al final. El carácter pascual de la última cena es innegable, pero es independiente de estas discusiones y se explica con el nexo que Jesús plantea entre la Eucaristía («mi sangre derramada por vosotros») y su muerte de cruz. Es allí donde se realiza la figura del cordero pascual al que «no se le quiebra ningún hueso» (Jn 19,36).

Pero volvamos al ritual judío. Cuando la comida está a punto de terminar y las viandas se han consumido, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le confiere el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al comienzo. Estaba prescrito que el presidente recibiera el agua del más joven de los presentes y es quizá Juan quien se la da a Jesús. Pero el maestro, en lugar de dejarse servir, da una lección de humildad, al lavarles los pies. Acabado esto, teniendo delante de sí una copa de vino mezclado con agua, invita a hacer las tres oraciones de agradecimiento: la primera, por Dios creador; la segunda, por la liberación de Egipto; la tercera, porque su obra continua en el presente. Concluida la oración, la copa pasaba de mano en mano y cada uno bebía. Este es el rito antiguo, realizado por Jesús muchas veces durante su vida.

Lucas dice que, después de haber cenado, Jesús tomó el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo ocurre en el momento en que Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de agradecimiento, es decir, a la beraká judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y se daban las gracias a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar con él una alianza de amor, sellada con la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar la vida por los suyos como el verdadero cordero, él declara concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando litúrgicamente.

En ese momento, con unas pocas y simples palabras, él abre, ofrece y estrecha con los suyos la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Cuando Jesús ofrece ese cáliz es como si dijera: «Hasta aquí, cada vez que habéis celebrado esta comida ritual habéis conmemorado el amor de Dios salvador que os ha redimido de Egipto. De ahora en adelante, cada vez que repitáis lo que hemos hecho hoy, lo haréis no ya en conmemoración de una salvación de la esclavitud material en la sangre de un animal; lo haréis en memoria de mí, Hijo de Dios que da su Sangre para redimiros de vuestros pecados. Hasta aquí habéis comido un alimento normal para celebrar una liberación material. Ahora me comeréis a mí, alimento divino sacrificado por vosotros, para haceros una sola cosa conmigo. Y me comeréis y beberéis mi sangre en el acto mismo en que yo me sacrifico por vosotros. Esta es la nueva y eterna Alianza en mi amor».

Al añadir las palabras: «Haced esto en memoria de mí», Jesús confiere un alcance ilimitado a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que él ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que él hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte por el mundo. La figura del cordero pascual sobre la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento, es decir, como memorial perenne del acontecimiento. El acontecimiento sucede una sola vez (semel) (Heb 10,12); el sacramento, cada vez que lo queremos (quotiescumque) (1 Cor 11,26).
La idea del «memorial» que Jesús retoma del ritual judío del sábado y de los días festivos, referida en Ex 12, 14, encierra la esencia misma de la Misa, su teología, su significado íntimo para la salvación. El memorial bíblico es mucho más que una simple conmemoración, que un simple recuerdo subjetivo del pasado. Gracias a él, interviene, fuera de la mente del orante, una realidad que tiene una existencia propia, que no pertenece al pasado, sino que existe y actúa en el presente y seguirá obrando en el futuro. El memorial que hasta ahora era la prenda de la fidelidad de Dios con Israel, es ahora el cuerpo partido y la sangre derramada del Hijo de Dios, el sacrificio del Calvario «re-presentado» (es decir, hecho nuevamente presente) en la Eucaristía de la Iglesia.

Aquí se descubre el sentido y la preciosidad de la insistencia de Ambrosio, y tras él, en forma más evolucionada, de los teólogos escolásticos y del Concilio de Trento, sobre la presencia «verdadera, real y sustancial de Cristo» en la Eucaristía. En efecto, sólo así es posible conservar en el «memorial» instituido por Jesús su carácter objetivo de don absoluto, sin condiciones, independiente de todo, incluso de la fe de quien lo recibe, como lo había sido su encarnación.


4. Nuestra firma sobre el don


¿Cuál es nuestro lugar en el drama humano-divino que hemos recordado? Nuestra reflexión sobre la Eucaristía debe conducirnos precisamente a descubrir esto. Por nosotros, en efecto, para implicarnos en su acción, Jesús ha hecho de su don un «sacramento».

En la Eucaristía tienen lugar dos milagros: uno es el que hace del pan y del vino el cuerpo y la sangre de Cristo; el otro es el que hace de nosotros «un sacrificio vivo agradable a Dios», que nos une al sacrificio de Cristo, como actores, y no sólo como espectadores. En el ofertorio hemos ofrecido pan y vino, que para Dios no tenían, obviamente, ni valor ni significado por sí mismos. Ahora, en la consagración, es Cristo quien pone ese valor que yo no puedo poner en mi ofrenda. En este momento pan y vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo que se entrega a la muerte en un supremo acto de amor al Padre.

He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don, carente de valor, se ha convertido en el don perfecto para el Padre. Jesús, no se da solo en el pan y el vino, nos toma también a nosotros y nos cambia (místicamente, no realmente) en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su don de amor al Padre. En ese pan y en ese vino estamos también nosotros: «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece sí misma», escribe Agustín.

Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una familia numerosa en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama desmedidamente a su padre. Por su cumpleaños quiere hacerle un regalo valioso. Pero antes de presentárselo pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que estampen su firma sobre el regalo. Éste llega, pues, a manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, indistintamente, aunque, en realidad, uno sólo ha pagado el precio del mismo.

Eso es lo que ocurre en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celeste. A él le quiere hacer cada día, hasta el final del mundo, el regalo más valioso que se pueda pensar, el de su propia vida. En la Misa él invita a todos sus «hermanos» a que estampen su firma sobre el don, de manera que llegue a Dios Padre como el don indiferenciado de todos sus hijos, aunque uno sólo ya ha pagado el precio de dicho don. ¡Y qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz; nuestra firma, explica Agustín, es sobre todo el «amén» que los fieles pronuncian en el momento de la comunión: «A lo que sois respondéis: Amén y al responder lo suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tú respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois». Toda la eclesiología eucarística de Agustín que hemos recordado la vez pasada encuentra aquí su campo de aplicación. Si no se puede decir que la Eucaristía es la Iglesia (como llevaron a afirmar algunos de sus discípulos), se puede y se debe decir que la Eucaristía hace a la Iglesia.

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene luego el deber de honrar la propia firma. Esto quiere decir que, al salir de la Misa, debemos hacer también nosotros de nuestra vida un regalo de amor al Padre y para los hermanos. Debemos decir también nosotros, mentalmente, a los hermanos: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Tomad mi tiempo, mis capacidades, mi atención. Tomad también mi sangre, es decir, mis sufrimientos, todo lo que me humilla, me mortifica, limita mis fuerzas, mi propia muerte física. Quiero que toda mi vida sea, como la de Cristo, pan partido y vino derramado por los otros. Quiero hacer de toda mi vida una Eucaristía.

He mencionado al comienzo la Didaché, como el documento que marca el tránsito desde la liturgia judía a la cristiana. Terminamos con una de sus oraciones que ha inspirado muchas plegarias eucarísticas posteriores de la Iglesia:

«Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo uno,
así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino
porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, en los siglos. Amén».



P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Tercera predicación de Cuaresma 2014


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© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


1. Cf. J. KELLY, Il pensiero cristiano degli origini (Bolonia 1972) 415ss.
2. AMBROSIO, De sacramentis, IV,14-16 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
3. AMBROSIO, De mysteriis, 52-53 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
4.GUILLERMO DE SAINT-THIERRY: PL 184, 403.
5.Cf. S. Th., III, q. 75, aa. 1ss.
6.Es el proceso reconstruido por H. DE LUBAC, en Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Maoyen Age (Aubier, París 1949) [trad. ital. Corpus Mysticum. L’Eucaristia e la Chiesa nel Medioevo (Jaka Book, Milán 1996).
7.DENZINGER-SCHÖNMETZER, Enchiridion Symbolorum, n. 690.
8.IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Magnesios, 10,3.
9. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (La Esfera de los Libros, Madrid 22011)]; cf. L. BOUYER, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la Plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
10.Además del libro citado de L. BOUYER, cf. A. BAUMSTARK, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. ALONSO SCHÖKEL, Meditaciones biblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); SEUNG AI YANG, Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique, en Encyclopedie de l’Eucaristie (Du Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. Enciclopedia de la Eucaristía (Desclée de Brouwer, Bilbao 2004)].
11.Cf. CONC. TRIDENTINO, Canon 1 de SS. Eucharistiae sacramento: DS 1651.
12. AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6: CCL 47, 279 («In ea re quam offert, ipsa offertur»).
13.AGUSTÍN, Sermo 272: PL 38,1247s.
14.Didache, IX,4.


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2320&lang=es