domingo, 26 de marzo de 2017

LA GRACIA DE LA VERGÜENZA




Es necesario pedir a Dios «la gracia de la vergüenza», porque «es una gran gracia avergonzarse de los propios pecados y así recibir el perdón y la generosidad de darlo a los demás». Es la invitación del Papa Francisco en la misa celebrada el martes 21 de marzo, en Santa Marta.

Comentando como es habitual las lecturas del día, el Pontífice se detuvo en Mateo 18, 21-35. Jesús, explicó, habla «a sus discípulos sobre la corrección fraterna, sobre la oveja perdida, de la misericordia del pastor. Y Pedro piensa haber entendido todo y valiente como era él, también generoso, dice: “pero, entonces ¿cuántas veces debo perdonar, con esto que tú has dicho de la corrección fraterna y de la oveja perdida? ¿Siete veces está bien?”. Y Jesús dice: “siempre”, con esa forma “setenta veces siete”». En realidad, hizo notar el Papa «es difícil entender el misterio del perdón, porque es un misterio: ¿por qué debo perdonar —se preguntó— si la justicia me permite seguir adelante y pedir que esa justicia haga lo que tiene que hacer?».

La respuesta, sugirió el Papa, la ofrece la Iglesia, que «hoy nos hace entrar en este misterio del perdón, que es la gran obra de misericordia de Dios». Y lo hace ante todo con la primera lectura (Daniel 3, 25.34-43), a través de la cual «nos lleva a la oración de Azarías, momento muy triste de la historia del Pueblo de Dios. Son despojados de todo, han perdido todo y tienen la tentación de creer que Dios les ha abandonado». Descrita la escena, Francisco repitió sus palabras: «Pudiéramos ser acogidos con el corazón contrito y con el espíritu humillado. Pudiéramos encontrar misericordia, tal sea hoy el corazón contrito, el espíritu humillado y nuestro sacrificio delante de ti. Señor, no nos cubras de vergüenza, haz con nosotros según tu clemencia, tu gran misericordia. Sálvanos con tus prodigios».

En particular el Pontífice confirmó: «Señor no nos cubras de vergüenza». Ellos, comentó, «sentían la vergüenza dentro porque permanecieron así, como dice antes: “a causa de nuestros pecados”». En definitiva «Azarías entendió bien que esa situación del Pueblo de Dios es por los pecados. Y se avergüenza. Y por la vergüenza pide perdón». He aquí entonces el “primer paso” que hay que dar: “la gracia de la vergüenza. Para entrar en el misterio del perdón debemos avergonzarnos». Pero, precisó el Papa, «no podemos solos, la vergüenza es una gracia: “Señor, que yo tenga vergüenza de lo que he hecho”. Y así la Iglesia se pone ante este misterio del pecado y nos hace ver la salida, la oración, el arrepentimiento y la vergüenza».

Sucesivamente, prosiguió Francisco, «la Iglesia retoma el pasaje del Evangelio y explica qué significa ese “setenta veces siete”». Quiere decir, aclaró, «que siempre debemos perdonar. Y Jesús narra esta parábola de los dos siervos: el primero fue a ajustar cuentas con el señor y el señor quería hacer justicia y él le suplicaba: “ten paciencia”, pidió perdón y luego el señor tuvo compasión y le perdonó». Pero luego, al salir, encontró al otro, cuya deuda «era muy pequeña, le debía cien denarios, monedas». Y en lugar de perdonarle, «le toma por el cuello y: “¡págame, págame!”». Entonces «el señor, cuando se entera de esto, se ofende y llama a los captores y le hace ir a la cárcel»: “Así también mi Padre celeste lo hará con vosotros, si no perdonáis de corazón cada uno al propio hermano”». Por esto la necesidad de preguntarse: «¿por qué ha sucedido esto? Este hombre al que se le había perdonado pero mucho dinero, hasta el punto que debía ser vendido como esclavo él, la mujer, los hijos y vendido todo lo que tenía», después sale «y es incapaz de perdonar pequeñas cosas». En resumen, «no ha entendido el misterio del perdón».

Recurriendo a una especie de diálogo imaginario con los presentes, el Papa preguntó: «Si yo pregunto: “¿Pero todos vosotros sois pecadores?” — “Sí, padre, todos” — “¿Y para tener el perdón de los pecados?” — “Nos confesamos” — “¿Y cómo vas a confesarte?” — “Pues, yo voy, digo mis pecados, el sacerdote me perdona, me da tres Avemarías para rezar y después vuelvo en paz”». En este caso, advirtió el Pontífice, «tú no has entendido. Tú solamente has ido al confesionario a hacer una operación bancaria, a hacer una gestión de oficina. Tú no has ido ahí avergonzado de lo que has hecho. Has visto algunas manchas en tu conciencia y te has equivocado porque has creído que el confesionario era una tintorería» capaz solo de quitar «las manchas». La experiencia concreta de cada día lo enseña: «el misterio del perdón es muy difícil» de entender. Por eso, observó Francisco, «hoy la Iglesia es sabia cuando nos hace reflexionar sobre estos dos pasajes». De hecho, «yo puedo perdonar» solamente «si me siento perdonado. Si tú no tienes conciencia de ser perdonado nunca podrás perdonar, nunca». En el fondo, en cada persona «está siempre esa actitud de querer ajustar cuentas con los otros». Mientras «el perdón es total. Pero solamente se puede hacer cuando yo siento mi pecado, me avergüenzo, tengo vergüenza y pido el perdón a Dios y me siento perdonado por el Padre. Y así puedo perdonar. Si no, no se puede perdonar, somos incapaces. Por esto el perdón es un misterio». Esta es la enseñanza de la parábola del siervo, «al cual le han sido perdonadas muchas, muchas, muchas cosas», pero que aún «no ha entendido nada: ha salido feliz, se ha quitado un peso de encima, pero no ha entendido la generosidad de ese señor. Ha salido diciendo en su corazón: “¡No me ha ido mal, he sido astuto!” u otras cosas». Y actualizando la reflexión, el Pontífice advirtió: «saliendo del confesionario, cuántas veces no decimos pero sentimos que no nos ha ido mal». Pero, añadió, «esto no es recibir el perdón: esta es la hipocresía de robar un perdón, un perdón fingido. Y así, si como yo no tengo la experiencia de ser perdonado, no puedo perdonar a los otros, no tengo capacidad, como este hipócrita que ha sido incapaz de perdonar a su compañero». De aquí la conclusión del Papa: «Pidamos hoy al Señor la gracia de entender este “setenta veces siete”. Por otro lado, «si el Señor me ha perdonado tanto, ¿quién soy yo para no perdonar?».


Homilía del Papa Francisco, 21 de marzo de 2017.

Fuente:http://w2.vatican.va/content/francesco/es/cotidie/2017/documents/papa-francesco-cotidie_20170321_gracia-verguenza.html

viernes, 24 de marzo de 2017

EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DE LA DIVINIDAD DE CRISTO




P. Raniero Cantalamessa, de la Ofmc. | 10 de marzo de 2017

1. La fe de Nicea

Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A este respecto no se puede callar una confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias naciones europeas.

Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos

La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos sobre el fenómeno. Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que ver con el tema de estas meditaciones. En una investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe en Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo lugar está la lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales. Es una confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.

Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»), cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la lengua de la primitiva comunidad.

Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo —lo sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la propia fe de Cristo.

Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su culto divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello.

Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325: 

«Nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma sustancia (homoousios) del Padre». 

El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba, en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios» («carmenque Christo quasi Deo dicere»).

La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando completamente la historia alguien ha podido afirmar que la divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más nada, la de eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias de la divinidad de Cristo en las discusiones teológicas.

Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos, engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás criaturas». Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo» y defendió a capa y espada la expresión «engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea.

Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas», a esta entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.

La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del primero, no de las segundas.

Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.

Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús.

El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est assumptum non est sanatum»). En el uso que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuera de la misma naturaleza del Padre».

Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un «postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de Dios . No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de salvación y de ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que ella no podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.

2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy de la épica batalla sostenida en su tiempo por la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se cierran a la vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto punto, o se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los arrianos: 

«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego, con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad». 

San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» . Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!

Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en general— Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda, un género literario. Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que él representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo literario.

Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo, esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países y regiones de antigua tradición cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de religiosidad.
También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz, ecologismo, pero ciertamente no de Jesús.

Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección.

Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín.

En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer. 

3. ¿Quién es el que vence al mundo? 

Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a lo largo de los siglos. De él hay necesidad nuevamente.

Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse. Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20).

Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con «diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.

Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos y Zoè: estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y muy difundido.

¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que entrara en mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» . En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27).
«Dadme un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la palanca, Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).

4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»

Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel «El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX, hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento, «en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano: 

«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]
Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?» 

Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de preparación para acogerla.

Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24, 35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la ocasión para hacerlo.

¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones de la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por su fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!

La frase más hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros, venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo olvidemos.

© De la traducción Pablo Cervera Barranco



1.ULRICH LAEPPLE (ed.), Messianische Juden. Eine Provokation (Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1916).
2.LAEPPLE, o.c., 34.
3.Cf. Didachè, X, 6; en Ap 22,20, la exclamación: «Ven, Señor Jesús» es la traducción de Marana-tha.
4.Martyrium Polycarpi, VIII,2
5.PLINIO EL JOVEN, Relatio de Christianis ad Traianum, Epistulae X, 96, en C. KIRCH, Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiasticae Antiquae (Herder, Barcelona 1965) 23.
6.SAN ATANASIO, De decretis Nicenae synodi, 31.
7.SAN GREGORIO NACIANCENO, Carta a Cledonio: PG 37,181.
8.SAN ATANASIO, Contra Arianos, II, 69 y I, 70.
9.I. KANT, Crítica de la razón práctica, cap. III, VI
10.SAN ATANASIO, Contra Arianos I, 17-18: PG 26, 48.
11.SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, 120, 6: CCL 40, 1791.
12.SAN AGUSTÍN, Comentario al evangelio de Juan, 26,2: PL 35,1607.
13.MASTERBEE, Mendigo de luz. Del Tíbet al Ganges y además (San Pablo, Cinisello B. 2006) 223ss.
14.PAUL CLAUDEL, Le père humilié, acto I, esc. 3 (Paul Claudel, Les théatre, Gallimard, París 1956) 506.

sábado, 18 de marzo de 2017

BIOARQUEOLOGÍA DEL SACRIFICIO HUMANO EN MESOAMÉRICA


LA OFRENDA DE VIDA




Por Ximena Chávez Balderas*

El tema del sacrificio humano en Mesoamérica solía abordarse a partir de las fuentes históricas y la iconografía. En las últimas décadas su estudio ha tomado una nueva dimensión a partir del análisis directo de los restos óseos. El enfoque bioarqueológico nos permite conocer detalles de esta práctica y de los tratamientos póstumos que se daban a las víctimas.

El sacrificio humano es un tema polémico que siempre ha estado en la mesa de discusión. De acuerdo con su origen etimológico, la palabra sacrificium significa hacer o convertir algo en sagrado y consiste en ofrecer una vida -humana, animal o vegetal- mediante su destrucción. En este sentido, la inmolación ritual transforma a un ser que pasa del dominio común al religioso, garantizando la comunicación con el ámbito sagrado.

Lejos de calificarlo, debemos entenderlo como un fenómeno que ha estado presente en diferentes culturas y tiempos. A lo largo de la historia de la humanidad, la violencia ha prevalecido y en el pasado se expresaba de formas ritualizadas, en espacios sagrados. En este sentido, la existencia del sacrificio humano no califica a una sociedad y tampoco es un signo del retraso cultural. Dentro de las actitudes contemporáneas hacia este fenómeno, hay quienes lo niegan y lo consideran como una invención de los conquistadores. En cambio, otro sector especula que era una práctica extendida que cobraba la vida de cientos de miles de personas al año. Gracias a la bioarqueología podemos saber que, en efecto el sacrificio existió en Mesoamérica, pero nunca involucró tal cantidad de víctimas.

Este fenómeno se estudia a partir de la evidencia directa e indirecta. La primera corresponde a las fuentes históricas –escritas y pictográficas-, la escultura y la iconografía; la segunda corresponde a los restos óseos. Identificar el sacrificio a partir de los huesos es un reto metodológico, pues generalmente la información disponible nos remite al tipo de tratamiento póstumo, pero no a la forma de muerte. Es aquí donde la bioarqueología combina diferentes líneas de evidencia: la presencia de fracturas y huellas de corte acontecidas cerca del momento de la muerte (intervalo perimortem), los patrones en la selección de las víctimas y la información contextual e histórica.

EL ORIGEN Y LA FUNCIÓN DEL SACRIFICIO


Son numerosas las teorías que buscan explicar el origen y la función de esta práctica aniquiladora. John Bowker considera que el sacrificio se gestó a partir de una exploración religiosa de la muerte. En cambio, para Louis-Vincent Thomas su origen nos remite a las sociedades agrícolas y a la búsqueda de fertilidad, a partir de la regeneración periódica de las fuerzas sagradas.

En el caso de Mesoamérica, pese a que la mayoría de los investigadores coinciden en que el sacrificio estaba encaminado a coadyuvar al buen funcionamiento del universo, existen diferentes enfoques que buscan explicar su función. Algunos autores plantean que el sacrificio trataba de conseguir una transferencia de energía, ya sea de los humanos hacia el cosmos o de la víctima hacia su captor. Para otros tenía como objetivo lograr una dominación política o encontrar un beneficio económico. También se llegó a proponer que las inmolaciones rituales y el subsecuente canibalismo servían para mitigar el hambre surgida como consecuencia de la presión demográfica. Esta teoría ha sido derribada y no se considera vigente, pues la dieta mesoamericana tenía un alto valor nutricional.

Actualmente La tendencia es considerarlo como un fenómeno polisémico, es decir, que tiene una diversidad de significados. En este sentido Michel Graulich advierte que con el sacrificio se buscaba actualizar los mitos, alimentar a entidades divinas, conciliar, obtener beneficios, consagrar, expiar o transmitir mensajes. Bajo esta lógica, la víctima sacrificada también poseía una diversidad de significados, pues representaba a la deidad, al héroe mítico, la comida, la semilla y el maíz, ya sea de manera separada o simultánea.

BIOARQUEOLOGÍA DEL SACRIFICIO HUMANO EN MESOAMÉRICA





Gracias a las narraciones de los conquistadores y frailes españoles, suele pensarse que el sacrificio humano es una invención de los mexicas o que, al menos, fueron ellos quienes lo convirtieron en un acto masivo. La evidencia osteológica de diversas temporalidades y sitios arqueológicos a lo largo del territorio nacional prueba que esta afirmación dista mucho de la realidad.

De hecho, el caso más temprano precede a la formación del área cultural conocida como Mesoamérica: se trata de la cueva de Coxcatlán (5750 a.C.). Ahí fueron encontrados dos infantes decapitados, que presentan huellas de descarnamiento, las cuales fueron cuidadosamente documentadas por Carmen Pijoan y Josefina Mancilla. Aunque es muy factible pensar que se trata de un sacrificio, la ausencia de otro tipo de evidencia no permite asegurarlo. Otros casos tempranos han sido registrados en Kaminaljuyú, Guatemala (800-600 a.C.), Tlatecomila, ciudad de México (600-400 a.C.), y Cuicatlán, Oaxaca (200 a.C. – 200 d.C.).

La evidencia de sacrificio humano es más contundente para el período Clásico, específicamente para el área ceremonial de Teotihuacan. En el templo de la Serpiente Emplumada se exploraron más de 200 entierros humanos correspondientes a víctimas sacrificiales. Fueron depositados en grupos, cuidadosamente acomodados. Atados de manos y portando pectorales hechos con maxilares humanos y de animales, o con representaciones de éstos, bellamente tallados en concha. Posteriores exploraciones en la Pirámide de la Luna revelaron la realización de más sacrificios de consagración, correspondientes a 37 individuos. Algunos podrían ser haber sido individuos de la élite, en tanto que otros fueron tratados con violencia y desdén. En el área maya también hay evidencia incontrovertible de la práctica del sacrificio humano. Destacan los hallazgos de Vera Tiesler y Andrea Cucina, quienes han documentado la extracción de corazón en esqueletos recuperados en Calakmul, Palenque y Becán.

Hacia el Epiclásico (600-400 d.C.) también se práctico la inmolación de numerosas víctimas. Por ejemplo, los hallazgos realizados en Xaltocan por el equipo de Christopher Morehart. En efecto más de 100 individuos fueron decapitados y enterrados en un paraje rural, sin clara asociación a una gran urbe. Hacia el Postclásico (900-1521 d.C.) la práctica de la decapitación se extendió en el Altiplano Central, como lo sugieren los hallazgos realizados en Cholula, Teotenango, Teopanzolco, Zultepec y, por supuesto, Tlaltelolco y Tenochtitlan.

Identificar el sacrificio a partir de los huesos es un reto metodológico, pues generalmente la información disponible remite al tipo de tratamiento póstumo, pero no a la forma de muerte. Es aquí donde la bioarqueología combina diferentes líneas de evidencia: la presencia de fracturas y huellas de corte acontecidas cerca del momento de la muerte, los patrones en la selección de las víctimas y la información contextual e histórica.

EL SACRIFICIO HUMANO EN EL TEMPLO MAYOR DE TENOCHTITLAN




Como hemos visto el sacrificio humano no fue una invención de los mexicas ni tampoco define a esta cultura. Sin embargo, es común que se les asocie con esta práctica. En buena medida esto es consecuencia de los testimonios recabados en las fuentes históricas. Como era una práctica que segaba la vida humana, encontraron una clara justificación para la conquista. Así, fray Diego Durán afirma que 80,000 individuos fueron inmolados durante la ampliación del Templo Mayor bajo el mando de Ahuízotl (1489-1502 d.C.), narración que ha sido considerada como fidedigna por algunos autores. Cabría preguntarnos: ¿cómo una ciudad con 250,000 habitantes podía manejar esa cantidad de cautivos sin que se rebelaran? Además de este tipo de consideraciones, la evidencia osteológica es contundente: el sacrificio existió, pero no a esa escala.

Entre 1948 y 2013 se han recuperado 153 víctimas sacrificiales en el Templo Mayor, correspondientes al período 1440-1502 d.C. De esta 53 son niños y 100 adultos: 109 fueron decapitados y el resto se enterraron completos. Entre los individuos cuyas cabezas fueron cercenadas se encuentran hombres y mujeres adultos, así como niños. Los estudios de ADN e isótopos de estroncio, realizados por Diana Bustos y Alan Barrera, confirmaron que las muestras analizadas corresponden a extranjeros que pasaron sus últimos años en Tenochtitlan. En conjunto, la información, la información del perfil biológico permite proponer que los personajes inmolados fueron obtenidos de diferentes maneras, entre ellas la compra de esclavos, el tributo y la guerra. También se exploraron las tumbas de cinco individuos pertenecientes a la élite, quienes fueron quemados en una pira junto con su ajuar funerario, cuya muerte no está relacionada con el sacrificio.

Si bien el Templo Mayor no fue concebido como el lugar donde se depositarían los despojos mortales de todas las víctimas de sacrificios, permite conocer con detalle aspectos de esta práctica. Gracias a los estudios osteológicos podemos saber que la extracción de corazón se realizaba haciendo una incisión en el abdomen, deslizando la mano en el interior de la caja torácica y cortando con un instrumento de piedra los paquetes vasculares circundantes al músculo cardíaco. La maniobra tomaba más tiempo de lo que se dice en las fuentes históricas, en las que se asegura que los corazones eran arrancados instantáneamente; la gran cantidad de huellas en la carta interna de las costillas corrobora nuestra afirmación. Hasta el momento contamos con cuatro casos que atestiguan la existencia de esta práctica: dos corresponden a humano y dos a jaguares. Uno de ellos es un niño de aproximadamente cinco años de edad, cuyo cuerpo se depositó en el relleno constructivo durante una amplificación del Templo Mayor y que fue excavado por el Proyecto Templo Mayor, bajo la dirección de Leonardo López Luján. El infante se encontraba ataviado con un pectoral de madera (anáhual), una rodela, ahorcas de cascabeles y caracoles, alas de gavilán (Accipiter striatus) y posiblemente una bolsa que contenía copal, aerófonos y una navajilla de obsidiana. Muy posiblemente este niño, que era parte de la Ofrenda 111, era un ixipitla o recipiente del dios Huitzilopochti.

De acuerdo con las fuentes históricas, la extracción de corazón era la forma más común de sacrificio. Contamos con poca evidencia arqueológica de ello, puesto que la decapitación fue el tratamiento póstumo que se le dio a la mayoría de los individuos. Aparentemente los cuerpos eran arrojados al remolino de Pantitlan o en algunos casos llevados a los calpulli. De tal suerte que en el recinto sagrado de Tenochtitlan sólo se depositaron las cabezas.


DECAPITACIÓN, USO Y REUTILIZACIÓN DE CRÁNEOS EN EL TEMPLO MAYOR




La cabeza fue el segmento anatómico preferido en los rituales del huey teocalli tenochca. Se creía que en esta región corporal habitaba el tonalli, entidad anímica concebida como la fuerza que daba calor, valor, vigor y que permitía el crecimiento.

La decapitación no es un indicador directo de la forma de muerte de los individuos, ya que en realidad es el tratamiento póstumo que se daba a la mayoría de las víctimas del sacrificio. Sin embargo, al combinar otras líneas de evidencia podemos inferir que los individuos fueron sacrificados. En este caso, los patrones de selección de las víctimas, el hecho de que fueron inmoladas al mismo tiempo, la información contextual y las fuentes históricas, nos permiten proponer que fueron sacrificados ritualmente.

Sin lugar a dudas la cabeza tenía una gran importancia ritual y se le daban distintos tratamientos post-sacrificiales, dependiendo de la ocasión. En el Templo Mayor fueron depositadas cabezas cercenadas y también efigies descarnadas que representaban dioses. Las primeras corresponden a individuos que fueron decapitados y se inhumaron inmediatamente en algunas ofrendas de consagración del edificio. Por eso, los cráneos preservaban varias vértebras cervicales con alteraciones culturales que revelan la forma en la que fueron desarticuladas. A partir de su análisis podemos concluir que la decapitación se llevaba a cabo después de a tercera vértebra cervical y antes de la séptima. Los cuellos eran cortados en dirección anterior a posterior, es decir, muy probablemente con el individuo bocarriba. Para desarticularlos, los sacerdotes buscaban los discos intervertebrales que son de naturaleza cartilaginosa y por lo tanto más fáciles de seccionar que el hueso; al cortarlos se emplearon instrumentos cortantes y corto-contundentes. Los primeros tienen un filo para cortar, en tanto que los últimos corresponden a un artefacto pesado y afilado a la vez, con el que se aplica una fuerza de contusión. Así, las marcas corresponden a cortes reiterativos en el cuerpo de la vértebra y en las carillas articulares, o a faltantes de tejido óseo con una sección en forma de V, respectivamente.

La mayoría de las víctimas de sacrificio tuvieron un tratamiento póstumo más complejo. En efecto, después de ser decapitadas, sus cabezas fueron desolladas y descarnadas; algunas fueron hervidas. Esto se hizo con la intención de obtener un aspecto esqueletizado. A algunos individuos se les realizaron orificios en la base del cráneo, y otros sirvieron para elaborara las llamadas máscaras cráneo. A otras víctimas se les hicieron dos perforaciones laterales mediante percusión, con el fin de exhibirlos en el tzompantli.

Gracias a los informantes de fray Bernardino de Sahagún sabemos qu existieron siete tzompantlis o empalizadas de cráneos en la ciudad de Tenochtitlan, las cuales se componían de una plataforma en la que estaban hincados postes de madera, sosteniendo vigas horizontales de este mismo material; en ellas se insertaban los cráneos. Como lo menciona fray Diego Durán, el tzompantli era una estructura dinámica donde los cráneos eran reemplazados constantemente. De hecho el estudio bioarqueológico nos permite saber que muchos fueron retirados de la empalizada cuando aún conservaban plasticidad ósea y se reutilizaron para manufacturar máscaras cráneo. Éstas corresponden a la parte facial del cráneo seccionado mediante corte, percusión o desarticulación. A pesar del nombre con el que popularmente se les conoce, ninguna se utilizó como máscara, pues todas tienen las órbitas cubiertas. A juzgar por las pictografías y las esculturas, es posible que se hubieran utilizado como pectorales, como adornos que pendían de un cinturón o que hubieran estado suspendidas de algún elemento arquitectónico. Sabemos que no fueron depositadas de forma inmediata en las ofrendas, pues algunas perdieron la mandíbula como consecuencia de la descomposición natural y esta fue sustituida por otra. Además en algunos casos hay evidencias de intemperismo, que reflejaría su exposición al ambiente.

Pocos cráneos fueron depositados en las ofrendas del Templo Mayor de Tenochtitlan. Algunos fueron decorados con aplicaciones de concha y pirita que representan los ojos, cuchillos de pedernal en las cavidades oral y nasal, o bien fueron pintados. Todo esto se hizo con el fin de que representarán deidades en las ofrendas. La mayoría son de Mictlantecuhtli, señor del inframundo, aunque recientemente la arqueóloga Erika Robles Cortés identificó una efigie de la diosa Cihuacóatl.

Los huesos eran considerados semillas de vida y de alguna forma preservaban parte de la energía de las víctimas de sacrificio. Por ese motivo todos los fragmentos y los desechos de manufactura, sin importar su tamaño, eran preservados y reutilizados en rituales de clausura y consagración. Sin lugar a dudas, la mayor cantidad de evidencia sobre el sacrificio se encuentra en la Plaza Oeste y en edificios como el huey tzompantli y el Juego de Pelota, espacios que son explorados gracias al y al Programa de Arqueología Urbana. Así, la complejidad de esta práctica en Tenochtitlan aún está por develarse.

* Arqueóloga por la ENAH, Maestra en Antropología por la UNAM y en Antropología Física por la Tulane University, Bioarqueóloga del Proyecto Templo Mayor.

Fuente: Revista Arqueología Mexicana, Enero-febrero de 2017, vol.XXV, núm 145

sábado, 11 de marzo de 2017

EL CAMINO HACIA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS – Reflexión sobre `La Unitatis Redintegratio´




P. Raniero Cantalamessa*
18 de marzo de 2016  

1. El camino ecuménico después del Vaticano II


La moderna ciencia hermenéutica ha vuelto familiar el principio de Gadamer de la “historia de los efectos” (Wirkungsgeschichte). Según este método, para entender un texto es necesario tener en cuenta los efectos que este ha producido en la historia, pasando a formar parte de la historia y dialogando con ella.

Este principio resulta de gran utilidad aplicado a la interpretación de la Escritura. Nos dice que no se puede entender completamente el Antiguo Testamento, si no es a la luz del cumplimiento del Nuevo y no se puede entender el Nuevo Testamento si no es a la luz de los frutos que ha producido en la vida de la Iglesia. No basta por tanto el habitual estudio histórico-filológico de las “fuentes”, es decir de las influencias sufridas por un texto; es necesario tener en cuenta también las influencias ejercidas por este mismo. Es la regla que Jesús había formulado mucho tiempo antes, diciendo que cada árbol se conoce por sus frutos (cf. Lc 6, 44).

En la debida proporción, este principio –lo hemos visto en las meditaciones precedentes– se aplica también a los textos del Vaticano II. Hoy quisiera mostrar cómo esto se aplica en particular al decreto del ecumenismo, Unitatis redintegratio, que es el tema de esta meditación. Cincuenta años de camino y de progresos en el ecumenismo demuestran la virtualidad encerrada en ese texto.

Después de haber recordado las razones profundas que inducen a los cristianos a buscar la unidad entre ellos, y después de tomar nota del difundirse entre los creyentes de las distintas Iglesias de una nueva actitud al respecto, los Padres conciliares así expresan el intento del documento: “Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con grato ánimo todos estos problemas, una vez expuesta la doctrina sobre la Iglesia, impulsado por el deseo de restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los católicos los medios, los caminos y las formas por las que puedan responder a este divina vocación y gracia” . Las relaciones, o los frutos, de este documento han sido de dos formas. En el plano doctrinal e institucional, ha sido constituido el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; iniciaron otros diálogos bilaterales con casi todas las confesiones cristianas, con el fin de promover un mejor conocimiento recíproco, un debate de las posiciones y la superación de prejuicios”.

Las realizaciones y los frutos de este documento han sido de dos especies. En el plano doctrinal y institucional ha sido creado el Pontificio consejo para la unidad de los cristianos y se han iniciados diálogos bilaterales para con la mayoría de las iglesias cristianas afín de promover un mejor conocimiento reciproco y superar los prejuicios.

Junto a este ecumenismo oficial y doctrinal, se ha desarrollado desde el principio un ecumenismo del encuentro y de la reconciliación de los corazones. En este ámbito destacan algunos encuentros célebres que han marcado el camino del ecumenismo en estos 50 años: el de Pablo VI con el Patriarca Atenágoras, los innumerables encuentros de Juan Pablo II y de Benedicto XVI con los jefes de distintas iglesias cristianas, del papa Francisco con el patriarca Bartolomé en el 2004, y, por último, con el Patriarca de Moscú Kirill en Cuba que ha abierto un horizonte nuevo en el camino ecuménico.

A este mismo ecumenismo espiritual, pertenecen también las muchas iniciativas en las cuales los creyentes de distintas Iglesias se encuentran para rezar y proclamar juntos el Evangelio, sin intenciones de proselitismo y en plena fidelidad cada uno a su propia Iglesia. He tenido la gracia de participar en muchos de estos encuentros. Uno de ellos permanece particularmente vivo en mi memoria porque fue como una profecía visual de resultado al qué debería llevarnos al movimiento ecuménico.

En 2009 se celebró en Estocolmo una gran manifestación de denominada “Jesus manifestation”, “Una manifestación por Jesús”. En el último día, los creyentes de las distintas Iglesias, cada uno por una calle diferente, caminaban en procesión hacia el centro de la ciudad. También el pequeño grupo de católicos, con el obispo local a la cabeza, íbamos por nuestro camino rezando. Al llegar al centro, las filas se rompían y era una única multitud la que proclamaba el señorío de Cristo frente a una multitud de 18 mil jóvenes y de transeúntes atónitos. La que pretendía ser una manifestación “por” Jesús, se convirtió en una poderosa manifestación “de” Jesús. Su presencia se podía casi tocar con la mano en un país que no está acostumbrado a manifestaciones religiosas de este tipo.

También estos desarrollos del documento sobre ecumenismo son un fruto del Espíritu Santo, un signo del invocado nuevo Pentecostés. ¿Cómo hizo el Resucitado para convencer a los apóstoles a abrirse a los gentiles y a recibirles también a ellos en la comunidad cristiana? Condujo a Pedro en la casa del centurión Cornelio, le hizo asistir a la venida del Espíritu sobre los presentes, con las mismas manifestaciones que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés: hablar en lenguas, glorificar a Dios en voz alta. A Pedro no le quedó otra opción que llegar a la conclusión: “Si Dios les dio a ellos la misma gracia que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿cómo podía yo oponerme a Dios?” (Hch 11, 17).

El Señor resucitado está haciendo lo mismo hoy. Envía su Espíritu y sus carismas sobre los creyentes de las distintas Iglesias, también de las que creíamos más distantes de nosotros, a menudo con idénticas manifestaciones visibles. ¿Cómo no ver en eso un signo que nos empuja a aceptarnos y reconocernos recíprocamente como hermanos, aunque aún en el camino hacia una unidad más plena en el plano visible?

Fue en todo caso lo que me ha convertido a mi a tener amor a la unidad de los cristianos, acostumbrado por mis estudios preconciliares a ver a los ortodoxos y protestantes solo como “adversarios” para confutar en nuestras tesis de teología.





2. A un año del V Centenario de la reforma protestante (1517)



En la Cuaresma del año pasado, traté de mostrar los resultados a los que ha llegado, a nivel teológico, el diálogo ecuménico con el oriente ortodoxo. Al libro que recoge tales meditaciones di el título “Dos pulmones, una única respiración” el cual dice por sí solo a lo que tendemos y que en gran parte ya se ha realizado.

En esta ocasión quisiera dirigir la atención a las relaciones con el otro gran interlocutor del diálogo ecuménico que es el mundo protestante, sin entrar en cuestiones históricas y doctrinales, pero para mostrar cómo todo nos empuja a ir adelante en el esfuerzo de recomponer la unidad del occidente cristiano.

Una circunstancia hace este esfuerzo particularmente actual. El mundo cristiano nos prepara a celebrar el quinto centenario de la Reforma en el 2017. Es vital para el futuro de la Iglesia no perder esta ocasión, permaneciendo prisioneros del pasado, o limitándose a usar un tono más conciliador en el establecimiento de los aciertos y errores en ambos lados. Es el momento de hacer, creo, un salto de calidad, como cuando una barca llega a la compuerta de un río o de un canal que le permite proseguir la navegación a un nivel superior.

La situación ha cambiado profundamente en estos quinientos años, pero como siempre, es difícil tomar pronto conciencia de lo que es nuevo. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma en el siglo XVI fueron sobre todo las indulgencias y la forma en la que sucede la justificación del pecador.

Pero ¿podemos decir que estos son problemas con los cuales se mantiene o cae la fe del hombre de hoy? En una conferencia celebrada en el Centro “Pro unione” de Roma, el cardenal Walter Kasper explicaba que mientras para Lutero el problema existencial número uno era cómo superar el sentido de la culpa y obtener un Dios benévolo, hoy el problema es más bien el contrario: como dar de nuevo al hombre de hoy el verdadero sentido del pecado que se ha perdido del todo.


Creo que todas las discusiones seculares entre católicos y protestantes acerca de la fe y las obras han terminado por hacer perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que el apóstol quiere afirmar, sobre todo en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que somos justificados por la gracia, sino que somos justificados por la gracia de Cristo. La persona de Cristo es el corazón del mensaje, incluso antes de la gracia y la fe.

Después de haber presentado a la humanidad en su estado universal de pecado y de perdición en los dos capítulos anteriores de la Carta, el apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ha cambiado radicalmente, “en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús”, “por la obediencia de uno solo”(Rm 3, 24; 5, 19).

La afirmación de que esta salvación se recibe por fe, y no por obras, está presente en el texto y era lo más urgente donde arrojar luz en los tiempos de Lutero, cuando era claro, al menos en Europa, que se trataba de la fe en Cristo y de la gracia de Cristo. Pero esa viene en segundo lugar, no en el primero. Cometimos el error de reducir a un problema de escuelas, a lo interior del cristianismo, lo que era para el apóstol una afirmación mucho más amplia y universal. Hoy estamos llamados a redescubrir y proclamar juntos el fondo del mensaje paulino.

En la descripción de las batallas medievales siempre hay un momento en el que, superados los arqueros, caballería y todo lo demás, la lucha se concentraba alrededor del rey. Allí se decidía el éxito final de la batalla. También para nosotros la batalla de hoy está alrededor del rey… La persona de Jesucristo es el verdadero juego. Tenemos que volver, desde el punto de vista de la evangelización, al tiempo de los apóstoles. Hay una similitud entre nuestro tiempo y el de ellos.

Ellos estaban frente a un mundo pre-cristiano; en Occidente, nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano.

Cuando el apóstol Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: “Anunciamos esta o esa doctrina”; dice: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23), y otra vez: “Nosotros predicamos a Cristo Jesús el Señor” (2 Cor 4, 5). Esto es el verdadero “articulus stantis cadentis et Ecclesiae”, el artículo por el cual la Iglesia se mantiene o cae.

Esto no significa ignorar todo lo que la Reforma protestante produjo de nuevo y válido, tanto en la teología y como en la de la espiritualidad, especialmente con la reafirmación de la primacía de la Palabra de Dios. Significa más bien permitir que toda la Iglesia se beneficie de sus logros positivos, una vez liberados de ciertos excesos y refuerzos debidos a la atmósfera recalentada del momento, a la interferencia de la política y a las controversias posteriores.

Un paso importante en este sentido fue la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmada el 31 de de octubre de 1999, entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de Iglesias Luteranas”. En su conclusión, que dice:

“La comprensión de la doctrina de la justificación expuesta en esta Declaración muestra la existencia de un consenso entre luteranos y católicos sobre los puntos fundamentales de la doctrina de la justificación. A la luz de este acuerdo son aceptables las diferencias que existen con respecto al lenguaje, los desarrollos teológicos, y los énfasis particulares que ha tomado la comprensión de la justificación. [...] Por esta razón, la elaboración luterana y la católica de la fe en la justificación, en sus diferencias, están abiertas la una a la otra de tal forma que no invalida de nuevo el consenso alcanzado sobre verdades fundamentales”.

Yo estaba presente cuando el acuerdo fue proclamado en San Pedro durante unas vísperas solemnes presididas por el Papa Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala, Bertil Werkström. Me impresionó una observación que el Papa hizo en la homilía. Expresaba, si no recuerdo mal, este pensamiento: ha llegado el momento de dejar de hacer de esta doctrina de la justificación por la fe un tema de lucha y disputas entre los teólogos, y tratar, en cambio, de ayudar a todos los bautizados a hacer, de esta verdad, una la experiencia personal y libertadora. Desde ese día, no he parado, cada vez que he tenido la oportunidad en mi predicación, de exhortar a los hermanos a tener esta experiencia.

La justificación mediante la fe en Cristo debería ser predicada por toda la Iglesia y con mayor vigor que nunca. Ya no, sin embargo, en contraposición a las “buenas obras”, que es un asunto superado y resuelto, sino en oposición, en todo caso, a la pretensión del mundo secularizado de poder salvarse solo, con su ciencia, la tecnología o las técnicas espirituales de su invención. Estoy convencido de que si estuvieran vivos hoy en día, esta sería la forma en la que Lutero, Calvino y otros reformadores ¡predicarían la justificación gratuita mediante por la fe!
“Las sociedades modernas – leemos en un libro que ha hecho historia – son construidas sobre la ciencia. Le deben su riqueza, su poder y la certeza de que una riquezas y poderes aún mayores serán accesibles al hombre el día de mañana si él quiere [...]. Provistos de todo el poder, con todas las riquezas que la ciencia les ofrece, nuestras sociedades todavía tratan de vivir y enseñar sistemas de valores, ya socavados en la base por esta misma ciencia”.

Los “sistemas de valores obsoletos” son, por supuesto, para el autor, los sistemas religiosos. Jean-Paul Sartre llega a la misma conclusión desde un punto de vista filosófico. Él hace decir a uno de sus personajes: “Yo mismo hoy me acuso y solo yo me puedo absolver también, yo el hombre. Si Dios existe, el hombre no es nada”.

Es a este tipo de desafíos lanzados por el cientificismo ateo y el secularismo que deben responder los cristianos de hoy en día con la doctrina de que “el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo” (cf. Gal 2, 16).



3. Más allá de las fórmulas





Estoy convencido de que en el diálogo ecuménico con las Iglesias protestantes pesa mucho el rol de frenado de las fórmulas. Me explico. Las formulaciones doctrinales y dogmáticas, que en sus inicios fueron el resultado de procesos vitales y reflejaban el camino coral de la comunidad y la verdad alcanzada con fatiga, con el paso del tiempo tienden a endurecerse para convertirse en “consignas”, etiquetas que indican una pertenencia. La fe ya no termina en la realidad de la cosa, sino en su formulación. Estamos en las antípodas de lo que debería ser, según la famosa afirmación de Tomás de Aquino: “Fides non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem”: la fe no termina en su formulación, sino la cosa en sí misma.

Es el fenómeno del formalismo ya en la antigüedad, una vez terminada la fase creativa de los grandes dogmas. Sólo recientemente se dieron cuenta, por ejemplo, que las divisiones dentro del Oriente cristiano, entre Iglesias calcedonianas y las llamadas monifisistas o nestorianas, estaban basados, en muchos casos, en fórmulas y el sentido diferente dado, en ellas a los términos ousia y hypostasis, que no tocaban la sustancia de la doctrina. Se ha podido restablecer, así, la comunión entre y con diferentes Iglesias orientales.

Este obstáculo es particularmente visible en las relaciones con las Iglesias de la Reforma. Fe y obras, Escritura y tradición: son contraposiciones comprensibles y en parte justificadas en su nacimiento, pero llevan al engaño si son repetidas y mantenidas en pie, como si nada hubiera cambiado en quinientos años de vida.

Tomemos la contraposición entre fe y obras. Esta tiene sentido si por buenas obras se entiende principalmente (como lamentablemente sucedía en la época de Lutero) indulgencias, peregrinaciones, ayunos, limosnas, velas votivas, y todo lo demás. En cambio lleva fuera del camino si por buenas obras se entiende las obras de caridad y de misericordia. Jesús en el Evangelio reprende que sin esas no se entra en el Reino de los Cielos y Él se verá obligado a decir: “Lejos de mí”. No se es justificado por las buenas obras, pero no nos salvamos sin las buenas obras. La justificación es sin condiciones de la parte de Dios, pero no es sin consecuencias. Esto lo creemos todos, católicos y protestantes y lo decía ya el Concilio de Trento.

Lo mismo hay que decir de la contraposición entre Escritura y tradición. Esta surge apenas se toca el problema de la revelación, como si los protestantes tuvieran solamente la Escritura y los católicos la Escritura y la tradición juntas. Cuando en realidad todas las Iglesia tienen una propia tradición. ¿Qué es lo que explica la existencia de tantas denominaciones diversas dentro del protestantismo, si no el modo diverso que tiene cada una de interpretar las Escrituras? ¿Y qué es la tradición en su contenido más verdadero si no justamente, la Escritura leída en la Iglesia y por la Iglesia?

Ni siquiera la fórmula luterana “Simul iustus et peccator”, “justo y pecador al mismo tiempo”, es un obstáculo insuperable a la comunión. Forma parte de la tradición católica desde el tiempo de los Padres, la definición de la Iglesia como “casta meretriz” (casta meretrix), como santa y que siempre necesita ser reformada” . Lo que se dice de la Iglesia en su conjunto como cuerpo de Cristo, ¿no se debería aplicar también a cada uno de sus miembros?

Lo que puede ser objeto de una explicación diversa y complementaria es el modo con el cual se entiende esta presencia simultánea de santidad y de pecado en el hombre redimido. En el adjunto a la Declaración conjunta sobre la justificación hay una explicación de la fórmula “simul iustus et peccator” que no es incompatible con la doctrina católica. Se afirma que la justificación opera una renovación real en la vida del bautizado, incluso si esto no se vuelve nunca una posesión adquirida, sobre la cual el hombre pueda apoyarse delante a Dios, mas que queda siempre dependiente de la acción del Espíritu Santo.

En 1974 hubo una noticia que asombró y divirtió al mundo entero. Un soldado japonés, enviado durante la última Guerra Mundial a una isla de Filipinas para infiltrarse entre el enemigo y recoger información, había vivido treinta años escondiéndose en la jungla y alimentándose de raíces, frutos y alguna presa, convencido de que aún había guerra y él seguía en su misión. Cuando lo encontraron fue difícil convencerlo de que la guerra había terminado y que podía volver a su país.

Yo creo que sucede algo similar entre los cristianos. Hay cristianos a los que es necesario convencerles, en ambas formaciones, que la guerra ha terminado, las guerras de religión entre católicos y protestantes han terminado. ¡Tenemos otras cosas que hacer que la guerra uno al otro! El mundo ha olvidado o no ha conocido nunca a su Salvador, a aquel que es la luz del mundo, el camino, la verdad y la vida ¿Y perdemos el tiempo discutiendo entre nosotros?



4- Unidad en la caridad


Sin embargo, no es suficiente este motivo práctico para realizar la unidad de los cristianos. No es suficiente encontrarse unidos en el frente de la evangelización y de la acción caritativa. Este es un camino que el movimiento ecuménico ha experimentado en sus inicios con el movimiento ‘Vida y acción’ (Life and Work), pero que se ha revelado insuficiente. Si la unidad de los discípulos tiene que ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, esta tiene que ser en primer lugar una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. Las tres divinas personas no están unidas por el hecho de que realizan conjuntamente la creación y todas las otras obras ad extra; los son en su mismo ser. La Escritura nos exhorta a “hacer la verdad en la caridad – veritatem facientes in caritate”(Ef 4, 15). Y san Agustín afirma que “no se entra en la verdad si no a través de la caridad – non intratur in veritatem nisi per caritatem».

La cosa extraordinaria, sobre este camino hacia la unidad basada en el amor, es que esta se encuentra ya enteramente abierta delante de nosotros. No podemos “quemar las etapas” sobre la doctrina, porque las diferencias son y se resuelven con paciencia en los lugares correspondientes. Podemos en cambio quemar las etapas en la caridad, y estar plenamente unidos desde ahora. El signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu no es, escribe nuevamente san Agustín, el hablar en lenguas, sino el amor por la unidad: “Sepan que tendrán el Espíritu Santo cuando consientan que vuestro corazón adhiera a la unidad a través de una sincera caridad”.

Releemos el himno a la caridad de san Pablo. Cada una de sus frases toma un significado actual y nuevo, si se aplica al amor entre los miembros de las diversas Iglesias.


“La caridad es paciente…
La caridad no es envidiosa…
No busca solo su interés (o solo el interés de la propia Iglesia).
No toma en cuenta el mal recibido (sino más bien el mal hecho a los demás).
No goza de la injusticia, sino que se complace por la verdad (no goza de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se alegra de sus éxitos espirituales).
Todo cree y todo soporta” (1 Cor 13,4 ss).

“Amarse” se ha dicho “no significa mirarse uno al otro, sino mirar hacia la misma dirección”.

También entre los cristianos, amarse significa mirar juntos hacia la misma dirección que es Cristo.

“Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). Si nos convertiremos a Cristo e iremos juntos hacia Él, nosotros cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta volvernos, como él ha querido, “una sola cosa con él y con el Padre” (cf. Jn 17, 21). Sucede como con los radios de una rueda. Parten desde puntos distantes de una circunferencia, pero a medida que se acercan al centro se acercan también entre ellos, hasta formar un punto solo. Sucede como aquel día en Estocolmo…

Nos preparamos a celebrar la Pascua. En la Cruz, Jesús “ha abatido el muro de separación que existía entre nosotros, o sea la enemistad (…). Por medio del Él podemos presentarnos, los unos a los otros al Padre en un solo Espíritu” (Ef 2, 14.18). No dejemos de hacerlo para la alegría del Corazón de Cristo y para el bien del mundo.

Orden de los Frailes Menores Capuchinos, Predicador de la Casa Vaticana

Notas:
1. Cf H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tübingen 1960.
2. UR, 1.
3. Due polmoni, un unico respiro. Oriente e Occidente di fronte ai grandi misteri della fede. Libreria Editrice Vaticana 2015.
4. El texto de la Declaración se encuentra en el Enchiridion Vaticanum (EV) 17,744-817.
5. Ib, nr. 40.
6. J. Monod, Il caso e la necessità, Mondadori, Milano 1970, 136s.
7. J.P. Sartre, Il diavolo e il buon Dio, X, 4, Gallimard, Parigi 1951, p. 267 s.
8. S.Tommaso d’Aquino, Somma teologica, II-IIae , q. 1,a.2,ad 2.
9. G. L. Prestige, God in Patristic Thought, London 1952, chap. XIII; ed. Italiana Dio nel pensiero dei Padri, Bologna, Il Mulino, 1969, pp. 273 ss. (El triunfo del formalismo).
10. Cf. H.U. von Balthasar, “Casta meretrix, in Sponsa Chnristi, Morcelliana, Brescia, 1969.
11. Agostino, Contra Faustum, 32, 18 (CCL 321, p. 779).
12. Agostino, Discursos, 269, 3-4 (PL 3)

sábado, 4 de marzo de 2017

LA PALABRA ES UN DON. EL OTRO ES UN DON


Lázaro pidiendo las migajas del rico Epulón (Grabado flamenco y holandés)

Mensaje para la Cuaresma del Santo Padre Francisco



La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor. Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero 2016).

La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-31). Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que nos da la clave para entender cómo hemos de comportarnos para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una sincera conversión.


1. El otro es un don


La parábola comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre es el que viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre degradado y humillado.

La escena resulta aún más dramática si consideramos que el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa literalmente «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal. Mientras que para el rico es como si fuera invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro; y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano (cf. Homilía, 8 enero 2016).

Lázaro nos enseña que el otro es un don. La justa relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a cambiar de vida. La primera invitación que nos hace esta parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo. Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.

2. El pecado nos ciega


La parábola es despiadada al mostrar las contradicciones en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como «rico». Su opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado. La púrpura, en efecto, era muy valiosa, más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr 10,9) y a los reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado. Por tanto, la riqueza de este hombre es excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los días: «Banqueteaba espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía, 20 septiembre 2013).

El apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de envidias, pleitos y recelos. El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.

La parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace vanidoso. Su personalidad se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los demás lo que él se puede permitir. Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida está prisionera de la exterioridad, de la dimensión más superficial y efímera de la existencia (cf. ibíd., 62).

El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es simplemente un mortal. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación.

Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24).

3. La Palabra es un don


El Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a prepararnos bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de Ceniza nos invita a vivir una experiencia semejante a la que el rico ha vivido de manera muy dramática. El sacerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza, dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que «sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm 6,7).

También nuestra mirada se dirige al más allá, donde el rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» (Lc 16,24.27), demostrando que pertenece al pueblo de Dios. Este aspecto hace que su vida sea todavía más contradictoria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su relación con Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único dios.



El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con un poco de agua. Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.

La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).

De esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El Señor ―que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador― nos muestra el camino a seguir. Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados. Animo a todos los fieles a que manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana. Oremos unos por otros para que, participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua.

Vaticano, 18 de octubre de 2016
Fiesta de san Lucas Evangelista.


Francisco