lunes, 26 de marzo de 2018

¿CON PEDRO O CON JUDAS?




<<Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero Judas también tuvo remordimiento, tanto que gritó: "¡He traicionado sangre inocente!", y devolvió los treinta denarios. ¿Dónde está entonces la diferencia? Sólo en una cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no!>>

Isaías 50,4-7; 
Filipenses 2,6-11; 
Marcos 14,1-15,47

El Domingo de Ramos es la única ocasión, en todo el año, en que se escucha por entero el relato evangélico de la Pasión. Lo que más impresiona, leyendo la pasión según Marcos, es la relevancia que se da a la traición de Pedro. Primero es anunciada por Jesús en la última cena; después se describe en todo su humillante desarrollo. 

Esta insistencia es significativa, porque Marcos era una especie de secretario de Pedro y escribió su Evangelio uniendo los recuerdos y las informaciones que le llegaban precisamente de él. Fue por lo tanto el propio Pedro quien divulgó la historia de su traición. Hizo una especie de confesión pública. En el gozo del perdón encontrado, a Pedro no le importó nada su buen nombre y su reputación como cabeza de los apóstoles. Quiso que ninguno de los que, a continuación, cayeran como él, desesperasen del perdón. 

Es necesario leer la historia de la negación de Pedro paralelamente a la de la traición de Judas. También ésta es preanunciada por Cristo en el cenáculo, después consumada en el Huerto de los Olivos. De Pedro se lee que Jesús se volvió y «le miró» (Lc 22,61); con Judas hizo más aún: le besó. Pero el resultado fue bien distinto. Pedro, «saliendo fuera, rompió a llorar amargamente»; Judas, saliendo fuera, fue a ahorcarse. 

Estas dos historias no están cerradas; prosiguen, nos afectan de cerca. ¡Cuántas veces tenemos que decir que hemos hecho como Pedro! Nos hemos visto en la situación de dar testimonio de nuestras convicciones cristianas y hemos preferido mimetizarnos para no correr peligros, para no exponernos. Hemos dicho, con los hechos o con nuestro silencio: «¡No conozco a ese Jesús de quien habláis!»

Igualmente la historia de Judas, pensándolo bien, en absoluto nos es ajena. El padre Primo Mazzolari tuvo una predicación famosa un Viernes Santo sobre «nuestro hermano Judas», haciendo ver cómo cada uno de nosotros habría podido estar en su lugar. Judas vendió a Jesús por treinta denarios, ¿y quién puede decir que no le ha traicionado a veces hasta por mucho menos? Traiciones, cierto, menos trágicas que la suya, pero agravadas por el hecho de que nosotros sabemos, mejor que Judas, quién era Jesús. 

Precisamente porque las dos historias nos afectan de cerca, debemos ver qué marca la diferencia entre una y otra: por qué las dos historias, de Pedro y de Judas, acaban de modo tan distinto. Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero Judas también tuvo remordimiento, tanto que gritó: «¡He traicionado sangre inocente!», y devolvió los treinta denarios. ¿Dónde está entonces la diferencia? Sólo en una cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no!

En el Calvario, de nuevo, ocurre lo mismo. Los dos ladrones han pecado igualmente y están manchados de crímenes. Pero uno maldice, insulta y muere desesperado; el otro grita: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino», y se Le oye responder: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).

Vivir la Pascua significa vivir una experiencia personal de la misericordia de Dios en Cristo. Una vez, un niño al que se le había relatado la historia de Judas dijo, con el candor y la sabiduría de los niños: «Judas se equivocó de árbol para ahorcarse: eligió una higuera». «¿Y qué debería haber elegido?», le preguntó sorprendida la catequista. «¡Debía colgarse del cuello de Jesús!». Tenía razón: si se hubiera colgado del cuello de Jesús, para pedirle perdón, hoy sería honrado como lo es San Pedro. 

Conocemos el antiguo «precepto» de la Iglesia: «Confesarse una vez al año y comulgar al menos en Pascua». Más que una obligación, es un don, un ofrecimiento: es ahí donde se nos ofrece la ocasión de «colgarnos del cuello» de Jesús. 


P. Raniero Cantalamessa, ofm cap 24 marzo 2018 

miércoles, 21 de marzo de 2018

«NO OS HAGÁIS UNA IDEA DEMASIADO ALTA DE VOSOTROS MISMOS»




La exhortación a la caridad que hemos recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se reclaman entre sí con evidencia, para formar una especie de marco para el discurso sobre la caridad. Leídas las dos exhortaciones seguidamente, omitiendo lo que hay en medio, suenan así: 

«No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual. […] Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom 12, 3.16). 

No se trata de recomendaciones de poca monta a la moderación y a la modestia; a través de estas pocas palabras la parénesis apostólica nos abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Junto a la caridad, san Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en que se debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y edificar la comunidad. 

Nunca como en este campo las virtudes cristianas nos aparecen como un hacer propios «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús». Él, recuerda en otro lugar el Apóstol, aun siendo de naturaleza divina, «se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus discípulos les dijo él mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos de vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado más profundo, la humildad es sólo la de Cristo. Humilde realmente es quien se esfuerza por tener el corazón de Cristo. 

1. La humildad como sobriedad 


En la parénesis de la Carta a los Romanos, san Pablo aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad que se expresa constantemente a través de la metáfora espacial del «alzarse» y el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede «aspirar a cosas demasiado altas» o con la propia inteligencia, con una indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite frente al misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y funciones de prestigio. El Apóstol tiene en el horizonte estas dos posibilidades y, en cualquier caso, sus palabras afectan a una y otra cosa juntamente: tanto la presunción de la mente como la ambición de la voluntad. 

Sin embargo, al transmitir la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad, san Pablo da una motivación para esta virtud en parte nueva y original. En el Antiguo Testamento, el motivo o la razón que justifica la humildad es que Dios «rechaza a los soberbios y da su gracia a los humildes» (cf. Prov 3,34; Jb 22,29), que Él «mira hacia el humilde, pero al soberbio le retira la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al menos explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva a los humildes y abaja a los soberbios». A este hecho se pueden dar diferentes explicaciones: por ejemplo, la envidia o «envidia de Dios» (sphonos Theou), como pensaban algunos escritores griegos, o simplemente la voluntad divina de castigar la arrogancia humana, la hybris. 

El concepto decisivo que san Pablo introduce en el discurso en torno a la humildad es el concepto de verdad. Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el hombre no es humildad es mentira.
Esto explica porqué los filósofos griegos, que también conocieron y exaltaron casi todas las demás virtudes, no conocieron la humildad. La palabra humildad (tapeinosis) conservó siempre, para ellos, un significado prevalentemente negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad y pusilanimidad. Los filósofos griegos ignoraban los dos polos que permiten asociar entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica de pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo que hay de bueno y hermoso en el hombre viene de Dios, sin excluir nada; la idea bíblica de pecado funda la certeza de que todo lo que hay de mal, en sentido moral, viene de su libertad, de él mismo. El hombre en el hombre bíblico es empujado a la humildad tanto por el bien como por el mal que descubre en sí. 

Pero vayamos al pensamiento del Apóstol. La palabra usada por él en nuestro texto para indicar la humildad-verdad es la palabra sobriedad o sabiduría (sophrosyne). Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea errónea y exagerada de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración justa, sobria, podríamos casi decir objetiva. Al retomar la exhortación, en el versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra su equivalente en la expresión «tender a las cosas humildes». Con ello viene a decir que el hombre es sabio cuando es humilde y que es humilde cuando es sabio.
Al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. «Dios es luz», dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no puede encontrar al hombre si no en la verdad. Él da su gracia al humilde porque sólo el humilde es capaz de reconocer la gracia; no dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is 10,13). Santa Teresa de Jesús escribió: «Me preguntaba un día por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente de repente, sin ninguna reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es la verdad». 

2. ¿Qué tienes que no hayas recibido? 


El Apóstol no nos deja ahora en la vaguedad o en la superficie, a propósito de esta verdad sobre nosotros mismos. Algunas de sus frases lapidarias, contenidas en otras Cartas pero pertenecientes a este mismo orden de ideas, tienen el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente a fondo en el descubrimiento de la verdad. 

Una de tales frases dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola cosa que no he recibido, que es toda y sóla mía, y es el pecado. Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su fuente en mí, o, de todas maneras, en el hombre y en el mundo, no en Dios, mientras que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado viene de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que es algo, mientras que es nada, ¡se engaña a sí mismo!» (Gál 6,3). 

La «justa valoración» de sí mismo es, pues, esta: ¡reconocer nuestra nada! ¡Este es ese terreno sólido, al que tiende la humildad! La perla preciosa es precisamente la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros mismos, no somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin mí no podéis “hacer” nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol añade: «No es que por nosotros mismos seamos capaces de pensar algo…» (2 Cor 3,5). Nosotros podemos, ocasionalmente, usar una u otra de estas palabras para truncar una tentación, un pensamiento, una complacencia, como una verdadera «espada del Espíritu»: «¿Qué tienes que no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de Dios se experimenta sobre todo en este caso: cuando se usa en uno mismo, más que cuando se usa en los demás. 

De este modo, nos encaminamos a descubrir la verdadera naturaleza de nuestra nada, que no es un nada pura y simple, una «inocente pequeñez». Vislumbramos el objetivo último al que la palabra de Dios nos quiere conducir que es que reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo soy ese alguien que «cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el que no tiene nada que no ha recibido, pero que siempre se jacta —o está tentado de gloriarse— de algo, ¡como si no hubiese recibido!
Esta no es una situación de algunos, sino una miseria de todos. Es la definición misma del hombre viejo: una nada que cree ser algo, una nada soberbia. El Apóstol mismo nos confiesa lo que descubría cuando él también bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía— otra ley…, descubro que el pecado habita en mí… ¡Son un desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom 7,14-25). Esa «otra ley», el «pecado que habita en nosotros» es, para san Pablo, como se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de uno mismo. 

Al término de nuestro camino de descenso, no descubrimos, pues, en nosotros la humildad, sino la soberbia. Pero precisamente este descubrimiento de que somos radicalmente soberbios y que lo somos por culpa nuestra, no de Dios, porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la nuestra libertad, esto es precisamente la humildad, porque esto es la verdad. Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo vislumbrado sólo como desde lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia grande. Da una paz nueva. Como quien, en tiempo de guerra, ha descubierto que posee bajo su propia casa, sin siquiera tener que salir fuera, un refugio seguro contra los bombardeos, absolutamente inalcanzable. 

Una gran maestra de espíritu —santa Angela de Foligno—, a punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada desconocida, oh, nada desconocida! El alma no puede tener mejor visión en este mundo que contemplar su propia nada y habitar en ella como en la celda de una cárcel». La misma santa exhortaba a sus hijos espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida en esa celda, apenas hubieran salido fuera por cualquier motivo. Hay que hacer como algunas crías muy acobardadas que no se alejan nunca del agujero de su guarida hasta el punto de que no pueden volver allí enseguida, al primer aviso de peligro. 

Hay un gran secreto oculto en este consejo, una verdad misteriosa que se experimenta probando. Se descubre entonces que existe realmente esta celda y que se puede entrar realmente en ella cada vez que se quiera. Consiste en el silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y una nada soberbia. Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel, ya no se ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera vista, excesivo, es decir, «considerar a todos los demás superiores a uno mismo» (cf. Flp 2,3), o al menos se comprende cómo puede haber sido posible a los santos. 

Encerrarse en esa cárcel es, pues, algo muy distinto a encerrarse en uno mismo; por el contrario, es abrirse a los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. Al contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que la moderna psicología considera letal para la persona humana: el narcisismo. 

En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un instante, todos los infinitos lazos del enemigo desplegados por tierra y dijo gimiendo: «¿Quién podrá, pues, evitar todos estos lazos?» y entendió que una voz le respondía: «¡La humildad!» . 

El Evangelio nos presenta un modelo insuperable de esta humildad-verdad, y es María. Dios —canta María en el Magnificat— «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por «humildad»? No la virtud de la humildad, sino su condición humilde o, a lo sumo, su pertenencia a la categoría de los humildes y los pobres de los que se habla a continuación en el cántico. Lo confirma la referencia explícita al cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma palabra usada por María (tapeinosis) significa claramente miseria, esterilidad, condición humilde, no sentimiento de humildad. 

Pero la cosa está clara en sí misma. ¿Cómo se puede pensar que María exalte su humildad, sin destruir, con ello mismo, la humildad de María? ¿Cómo se puede pensar que María atribuya a su humildad la elección de Dios, sin destruir, con esto, la gratuidad de tal elección y hacer incomprensible toda la vida de María a partir de su Inmaculada Concepción? Para subrayar la importancia de la humildad, alguien escribió imprudentemente que María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad», como si, de este modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error, a dicha virtud. La virtud de la humildad tiene un estatuto muy especial: la tiene quien cree que no la tiene, no la tiene quien cree tenerla. Sólo Jesús puede declararse «humilde de corazón» y serlo verdaderamente; esta es la característica única e irrepetible de la humildad del hombre-Dios. 

¿No tenía María, pues, la virtud de la humildad? Cierto que la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía sólo Dios, ella no. Precisamente esto, en efecto, constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su perfume es captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de María, libre de toda concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva situación creada por su maternidad divina, se ha colocado, con toda rapidez y naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí nada ni nadie la ha podido mover. 

En esto la humildad de la Madre de Dios parece un prodigio único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este elogio: «Aunque María hubiera acogido en sí esa gran obra de Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de sí que no se elevó por encima del menor hombre de la tierra [...]. Aquí se debe celebrar el espíritu de María maravillosamente puro, porque mientras se le hace un honor tan grande, no se deja inducir en la tentación, sino que, como si no viese, permanece en el camino correcto». 

La sobriedad de María está por encima de cualquier comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la tensión tremenda de este pensamiento: «¡Tú eres la madre del Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que toda mujer de tu pueblo hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?», había exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha mirado la pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y «elevó» sólo a Dios, diciendo: «Mi alma glorifica al Señor». Al Señor, no a la esclava. María es verdaderamente la obra maestra de la gracia divina. 

3. Humildad y humillaciones 


No nos debemos engañar de haber alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de humildad cuando la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los que reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás los que lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la verdad, sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las humillaciones. «A menudo sirve mucho para conservarnos en la humildad —dice el autor de la Imitación de Cristo— que los demás conozcan y recobren nuestros defectos». 

Pretender matar el propio orgullo golpeándolo a solas, sin que nadie intervenga desde fuera, es como usar el propio brazo para castigarse a sí mismo: uno no se hará nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a solas un tumor. Hay personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son capaces de decir de sí —e incluso sinceramente— todo el mal posible e imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en cuanto alguien alrededor de ellos alude a tomar en serio sus confesiones, o se atreve a decir en ellas una pequeña parte de lo que se ha dicho a solas, son chispas. Evidentemente, todavía queda mucho camino por recorrer para llegar a la verdadera humildad y a la verdad humilde.
Cuando trato de recibir gloria de un hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre busca recibir en respuesta gloria de mí por lo que dice o hace. Y así sucede que cada uno busca su propia gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no es más que «vanagloria», es decir gloria vacía, destinada a disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos: «¿Como podéis creer cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44). 

Cuando nos encontramos envueltos en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echamos en la mezcla de estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos dejó: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de realizar lo que significa, de disipar dichos pensamientos.
La humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier «clima». Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el mal, es el caldo de cultivo preferido de este terrible «virus». 

«La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un mozo de carga, se jacta y pretende tener sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y aquellos que escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber escrito bien, y quienes los leen, al orgullo de haberlos leído; yo, que escribo esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también aquellos que me leen». 

La vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la gracia, podemos salir vencedores también de esta terrible batalla. En efecto, si tu hombre viejo logra transformar en actos de orgullo tus mismos actos de humildad, tú, con la gracia, transforma en actos de humildad también tus actos de orgullo, al reconocerlos. Reconociendo, humildemente, que eres una nada soberbia. Así, Dios es glorificado también por nuestro propio orgullo. 

En esta batalla Dios suele acudir en auxilio de los suyos con un remedio muy eficaz y singular. Escribe san Pablo: «Para que no me enorgulleciera por la grandeza de las revelaciones un enviado de Satanás me clavó una espina en la carne encargado de abofetearme: para que no caiga en soberbia» (2 Cor 12,7). 

Para que el hombre «no se enorgullezca», Dios lo fija al suelo con una especie de ancla; le pone «pesos en los lomos» (cf. Sal 66,11). No sabemos qué era exactamente esta «espina en la carne» y este «enviado de Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros! Todo el que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes por las que uno es llamado constantemente, a veces de noche y de día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas. Una tentación persistente y humillante, ¡quizás justo una tentación de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de destruir nuestra presunción.
A veces se trata de algo más pesado aún: son situaciones en las que el siervo de Dios está obligado a asistir impotente al fracaso de todos sus esfuerzos y a cosas demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su impotencia frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende qué quiere decir «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (cf 1 Pe 5,6). 

La humildad no es sólo importante para el progreso personal en la vía de la santidad; es esencial también para el buen funcionamiento de la vida de comunidad, para la edificación de la Iglesia. Yo digo que la humildad es el aislante en la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital para el progreso en el campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta y potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que pasa a través de un cable, más resistente debe ser el aislante que impida que la corriente se descargue a tierra o provoque cortocircuitos. Al progreso en el ámbito de la electricidad debe corresponder un progreso análogo de la técnica del aislante. La humildad es, en la vida espiritual, el gran aislante que permite a la corriente divina de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor aún, provocar llamas de orgullo y de rivalidad. 

Terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la exhortación que el Apóstol nos ha dirigido con su enseñanza sobre la humildad: 

Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad. 

Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre;
como un niño saciado
así está mi alma dentro de mí.
(Sal 130). 

Notas: 
1.Santa Teresa De Jesús, Castillo interior, 6ª morada., cap. 10.
2.Il libro della Beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 734.Trad. esp. Santa Angela de Foligno, Libro de la vida: vivencia de Cristo (Sígueme, Salamanca 1991)].
3.Apophtegmata Patrum, 7 (PG 65, 77).
4.M. Lutero, Comentario al Magníficat, ed. Weimar VII, 555s [trad. esp. El Magnificat seguido de «Método sencillo de oración» (Sígueme, Salamanca 2017)].
5.Imitación de Cristo, II,2.
6.B. Pascal, Pensamientos, n. 150 Br.

Tercera predicación de Cuaresma del P.Raniero Cantalamessa, ofm cap 

Viernes 9 de marzo de 2018 

©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco 

miércoles, 14 de marzo de 2018

“¡QUE VUESTRO AMOR NO SEA FINGIDO!”




1. En las fuentes de la santidad cristiana 


Junto con la llamada universal a la santidad, el Concilio Vaticano II ha dado también indicaciones precisas sobre qué se entiende por santidad, en qué consiste. En la Lumen gentium se lee:

«El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40).

Todo esto se resume en la fórmula: «La santidad es la perfecta unión con Cristo» (LG 50). Esta visión refleja la preocupación general del Concilio de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando, también en este campo, el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora se trata de tomar conciencia de esta visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa y —¿por qué no?— también a la visión teológica en la que se inspira la praxis de la Congregación de los Santos.

Una de las diferencias mayores entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el hecho de que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón» (la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser santo no significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. La santidad cristiana es esencialmente cristológica: consiste en la imitación de Cristo y, en su cumbre —como dice el Concilio— en la «perfecta unión con Cristo».

La síntesis bíblica más completa y más compacta de una santidad basada en el kerigma es la trazada por san Pablo en la parte parenética de la Carta a los Romanos (cap. 12-15). Al comienzo de ella, el Apóstol da una visión recopilatoria del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y de su objetivo:

«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2).

Hemos meditado la vez pasada en estos versículos. En las próximas meditaciones, partiendo de lo que sigue en el texto paulino y completándolo con lo que el Apóstol dice en otros lugares sobre el mismo tema, intentaremos poner de relieve los rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las «virtudes cristianas» y que el Nuevo Testamento define como los «frutos del Espíritu», las «obras de la luz», o también «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús» (Flp 2,5).

A partir del capítulo 12 de la Carta a los Romanos se enumeran todas las principales virtudes cristianas, o frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que cultivar por sí mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del bautismo. La sección comienza con una conjunción que, por sí sola, es un tratado: «Os exhorto, pues…». Ese «pues» significa que todo lo que el Apóstol diga desde este momento en adelante no es más que la consecuencia de lo que ha escrito en capítulos anteriores sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu. Reflexionaremos sobre cuatro de estas virtudes: caridad, humildad, obediencia y pureza. 


2. Un amor sincero 


El ágape, o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la primera; es la forma de todas las virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22,34; Rom 13,10). Entre los frutos del Espíritu que el Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…». Y con él, coherentemente, comienza también la parénesis sobre las virtudes en la Carta a los Romanos. Todo el capítulo duodécimo es una sucesión de exhortaciones a la caridad:

«Que vuestro amor no sea fingido [...]; 
amaos cordialmente unos a otros, 
cada cual estime a los otros más que a sí mismo…» (Rm 12,9ss).

Para captar el alma que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o, mejor dicho, el «sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de esa palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea fingido!». No es una de tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las demás. Contiene el secreto de la caridad.

El término original usado por san Pablo y que se traduce «sin fingimiento», es anhypòkritos, es decir, sin hipocresía. Este vocablo es una especie de luz-espía; es, efectivamente, un término raro que encontramos empleado, en el Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano. La expresión «amor sincero» (anhypòkritos) vuelve de nuevo en 2 Cor 6, 6 y en 1 Pe 1, 22. Este último texto permite captar, con toda certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica con una perífrasis; el amor sincero —dice— consiste en amarse intensamente «de corazón».

San Pablo, pues, con esa simple afirmación: «¡Que vuestro amor no sea fingido!», lleva el discurso a la raíz misma de la caridad, al corazón. Lo que se requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido. También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; en efecto, él había indicado, repetidamente y con fuerza, el corazón, como el «lugar» donde se decide el valor de lo que el hombre hace (Mt 15,19).

Podemos hablar de una intuición paulina, respecto a la caridad; ésta consiste en revelar, detrás del universo visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de palabras, otro universo interior, que es, respecto del primero, lo que es el alma para el cuerpo.

Encontramos esta intuición en el otro gran texto sobre la caridad, que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice allí, mirándolo bien, se refiere todo a esta caridad interior, a las disposiciones y a los sentimientos de caridad: la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita, todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y directamente, al hacer el bien, o las obras de caridad, pero todo se reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes de la beneficencia.

Es el Apóstol mismo quien explicita la diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor acto de caridad exterior (el distribuir a los pobres todas las propias riquezas) no valdría para nada, sin la caridad interior (cf. 1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad hipócrita, en efecto, es precisamente la que hace el bien, sin quererlo, que muestra al exterior algo que no se corresponde con el corazón. En este caso, se tiene una apariencia de caridad, que puede, en última instancia, ocultar egoísmo, búsqueda de sí, instrumentalización del hermano, o incluso simple remordimiento de conciencia.

Sería un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la falta de caridad activa. Sabemos con cuanto vigor la palabra de Jesús (Mt 25), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan a la caridad de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo daba a las colectas en favor de los pobres de Jerusalén.

Por lo demás, decir que, sin la caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a los pobres, no significa decir que esto no sirve a nadie y que es inútil; significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que puede beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia de las obras de caridad, sino de asegurarlas un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San Pablo quiere que los cristianos estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea la raíz y el fundamento de todo.

Cuando amamos «desde el corazón», es el amor mismo de Dios «derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El actuar humano es verdaderamente deificado. Llegar a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes de la acción divina, la acción divina de amar, ¡desde el momento en que Dios es amor!

Nosotros amamos a los hombres no sólo porque Dios les ama, o porque él quiere que nosotros les amemos, sino porque, al darnos su Espíritu, él ha puesto en nuestros corazones su mismo amor hacia ellos. Así se explica por qué el Apóstol afirma inmediatamente después: «No tengáis ninguna deuda con nadie, si no la de un amor recíproco, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).

¿Por qué, nos preguntamos, una «deuda»? Porque hemos recibido una medida infinita de amor a distribuir a su tiempo entre los consiervos (cf. Lc 12,42; Mt 24,45 ss.). Si no lo hacemos defraudamos al hermano de algo que le es debido. El hermano que se presenta a tu puerta quizás te pide algo que no eres capaz de darle; pero si no puedes darle lo que te pide ten cuidado de no despedirlo sin lo que le debes, es decir, el amor. 


3. Caridad con los de fuera 


Después de habernos explicado en qué consiste la verdadera caridad cristiana, el Apóstol, a continuación de su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse en acto en las situaciones de vida de la comunidad. Dos son las situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las relaciones ad extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la misma comunidad. Escuchemos algunas recomendaciones que se refieren a la primera relación, con el mundo externo:

«Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis [...].Procurad lo bueno ante toda la gente; En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia [...]. Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber [...]. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,14- 21).

Nunca, como en este punto, la moral del Evangelio parece original y diferente de cualquier otro modelo ético, y nunca la parénesis apostólica parece más fiel y en continuidad con la del Evangelio. Lo que hace todo esto particularmente actual para nosotros es la situación y el contexto en el que esta exhortación se dirige a los creyentes. La comunidad cristiana de Roma es un cuerpo extraño en un organismo que —en la medida en que se da cuenta de su presencia— lo rechaza. Es una isla minúscula en el mar hostil de la sociedad pagana. En circunstancias como ésta sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos, desarrollando el sentimiento elitista e irritable de una minoría de salvados en un mundo de perdidos. Con este sentimiento vivía, en aquel mismo momento histórico, la comunidad esenia de Qumrán.

La situación de la comunidad de Roma descrita por Pablo representa, en miniatura, la situación actual de toda la Iglesia. No hablo de las persecuciones y del martirio al que están expuestos nuestros hermanos de fe en tantas partes del mundo; hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del profundo desprecio con que no sólo los cristianos, sino todos los creyentes en Dios son vistos en amplias capas de la sociedad, en general los más influyentes y que determinan el sentir común. Ellos son considerados, precisamente, cuerpos extraños en una sociedad evolucionada y emancipada.

La exhortación de Pablo no nos permite perdernos un solo instante en recriminaciones amargas y polémicas estériles. No se excluye naturalmente el dar razón de la esperanza que hay en nosotros «con dulzura y respeto», como recomendaba san Pedro (1 Pe 3,15-16). Se trata de entender cuál es la actitud del corazón que hay que cultivar en relación a una humanidad que, en su conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas en lugar de la luz (cf. Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y tristeza espiritual, la de amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo de ellos delante de Dios, como Jesús se hizo cargo de todos nosotros ante el Padre, y no dejar de llorar y rezar por el mundo.

Este es uno de los rasgos más bellos de la santidad de algunos monjes ortodoxos. Pienso en san Silvano del Monte Athos. Él decía:

«Hay hombres que auguran a sus enemigos y a los enemigos de la Iglesia la ruina y los tormentos del fuego de la condenación. Piensan de este modo, porque no fueron instruidos por el Espíritu Santo en el amor de Dios. En cambio, quien verdaderamente lo ha aprendido derrama lágrimas por el mundo entero. Tú dices: “Es malvado y que se queme en el fuego del infierno”. Pero yo te pregunto: “Si Dios te diera un buen lugar en el Paraíso y vieras arrojado en las llamas a quien tú se lo augurabas, quizás ni siquiera entonces te dolerías por él, quienquiera que fuera, aunque fuera enemigo de la Iglesia» .

En la época de este santo monje, los enemigos eran sobre todo los bolcheviques que perseguían a la Iglesia de su amada patria, Rusia. Hoy el frente se ha ampliado y no existe «telón de acero» al respecto. En la medida en que un cristiano descubre la belleza infinita, el amor y la humildad de Cristo, no puede prescindir de sentir una profunda compasión y sufrimiento por quien voluntariamente se priva del bien más grande de la vida. El amor se hace en él más fuerte que cualquier resentimiento. En una situación similar, Pablo llega a decir que está dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo», si esto podía servir para que le aceptaran por los de su pueblo que permanecieron fuera (cf. Rom 9,3) 


4. La caridad ad intra 


El segundo gran campo de ejercicio de la caridad se refiere, se decía, a las relaciones dentro de la comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones que surgen entre sus diversos componentes. A este tema el Apóstol dedica todo el capítulo 14 de la Carta.

El conflicto entonces en curso en la comunidad romana estaba entre los que el Apóstol llama «los débiles» y los que llama «los fuertes», entre los cuales se pone a sí mismo («Nosotros que somos los fuertes…») (Rom 15,1). Los primeros eran aquellos que se sentían moralmente obligados a observar algunas prescripciones heredadas de la ley o por anteriores creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que existía la sospecha de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el distinguir los días en prósperos y perniciosos. Los segundos, los fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían superado esos tabúes y no distinguían un alimento de otro, o un día de otro. La conclusión del discurso (cf. Rom 15,7-12) nos hace comprender que en el trasfondo está el habitual problema de la relación entre creyentes provenientes del judaísmo y creyentes procedentes de los gentiles. 

Las exigencias de la caridad que el Apóstol inculca en este caso nos interesan en grado sumo, porque son las mismas que se imponen en cualquier tipo de conflicto intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel de la Iglesia universal como de la comunidad en que cada uno vive.

Los criterios que el Apóstol sugiere son tres. El primero es seguir la propia conciencia. Si uno está convencido en conciencia de cometer un pecado haciendo una cierta cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no viene de la conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El segundo criterio es respetar la conciencia ajena y abstenerse de juzgar al hermano:

«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […] Dejemos, pues, de juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10.13). 

El tercer criterio afecta principalmente a los «fuertes» y es evitar dar escándalo: 
«Sé, y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo; lo es para aquel que considera que es impuro. Pero si un hermano sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya conforme al amor: no destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo [...] procuremos lo que favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua» (Rom 14,14-19). 

Sin embargo, todos estos criterios son particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es universal y absoluto, el del señorío de Cristo. Escuchemos cómo lo formula el Apóstol: 

«El que se preocupa de observar un día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el Señor, pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 6-9). 

Cada uno es invitado a examinarse a sí mismo para ver qué hay en el fondo de su elección: si existe el señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio no, más o menos larvadamente, su afirmación, el propio «yo» y su poder; si su elección es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica, o si depende en cambio de la propia inclinación psicológica, o, peor aún, de la propia opción política. Esto vale en uno y otro sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes como para los llamados débiles; hoy diríamos que tanto para quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de parte de la continuidad y la tradición. 

Hay una cosa que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre este tema, una cierta incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a los Gálatas él parece bastante menos disponible al compromiso y en ocasiones incluso enfadado. (Si hubiera tenido que pasar por el proceso de canonización hoy, Pablo difícilmente habría llegado a ser santo: ¡habría sido difícil demostrar la «heroicidad» de su paciencia! Él, a veces «estalla», pero podía decir: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» [Gal 2,20], y ésta, se ha visto, es la esencia de la santidad cristiana). 

En la Carta a los Gálatas Pablo reprocha a Pedro lo que aquí parece recomendar a todos, es decir, que se abstengan de mostrar la propia convicción para no dar escándalo a los simples. Pedro en efecto, en Antioquía, estaba convencido de que comer con los gentiles no contaminaba a un judío (¡ya había estado en casa de Cornelio!), pero se abstiene de hacerlo para no dar escándalo a los judíos presentes (cf. Gál 2,11-14). Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo modo (cf. Hch 16,3; 1 Cor 8,13). 

La explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía esta mucho más claramente vinculado a lo esencial de la fe y la libertad del Evangelio de lo que parece que se tratara en Roma. En segundo lugar —y es el principal motivo—Pablo habla a los gálatas como fundador de la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los romanos les habla a título de maestro y hermano en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (cf. Rom 1,11-12). Hay diferencia entre el papel del pastor al que se debe obediencia y el del maestro al que sólo se le deben respeto y escucha. 

Esto nos hace comprender que a los criterios de discernimiento mencionados se debe añadir otro, es decir, el criterio de la autoridad y de la obediencia. De obediencia, el Apóstol nos hablará, oportunamente, en una de las sucesivas meditaciones con las conocidas palabras: «Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten atraen la condena sobre sí» (Rom 13,1-2). 

Entretanto escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy la exhortación final que el Apóstol dirigió a la comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7). 

Segunda predicación del P. Raniero Cantalamessa, Ofmcap | 2 marzo 2018


©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

1.Cf. Le cause dei santi. Sussidio per lo Studium, (Ed. Congregación de las Causas de los Santos) (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 32014) 13-81.
2.Archimandrita Sofronio, Silvano del Monte Athos. La vita, la dottrina, gli scritti (Turín 1978) 255s.

viernes, 9 de marzo de 2018

“ESTAR EN EL MUNDO, PERO NO SER DEL MUNDO”




«No os conforméis a la mentalidad de este mundo» (Rom 12,2)



«No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2). 

En una sociedad en la que cada uno se siente investido con la tarea de transformar el mundo o la Iglesia, cae esta palabra de Dios que invita a transformarse uno mismo. «No os amoldéis a este mundo»: después de estas palabras habríamos esperado que se nos dijera: «¡Pero transformadlo!»; en cambio nos dice: «¡Sino transformaos!». Transformad, sí, el mundo, pero el mundo que está dentro de vosotros, antes de creer poder transformar el mundo que está fuera de vosotros. 

Será esta palabra de Dios, sacada de la Carta a los Romanos, la que nos introduzca este año en el espíritu de la Cuaresma. Como desde hace algunos años, dedicamos la primera meditación a una introducción general a la Cuaresma, sin entrar en el tema específico del programa, también por la ausencia de parte del auditorio ocupado en otro lugar en los Ejercicios Espirituales. 


1. Los cristianos y el mundo


Demos primero una mirada a cómo este ideal del apartamiento del mundo ha sido comprendido y vivido desde el Evangelio hasta nuestros días. Conviene tener en cuenta siempre las experiencias del pasado si se quieren comprender las necesidades del presente. 

En los evangelios sinópticos la palabra «mundo» (kosmos) casi siempre se entiende en sentido moralmente neutro. Tomado en sentido espacial, mundo indica la tierra y el universo («Id por todo el mundo»); tomado en sentido temporal, indica el tiempo o el «siglo» (aion) presente. Con Pablo, y más aún con Juan, la palabra «mundo», se carga de una relevancia moral y viene a significar, la mayoría de las veces, el mundo como ha llegado a ser tras el pecado y bajo el dominio de Satanás, «el Dios de este mundo» (2 Cor 4,4). De ahí la exhortación de Pablo de la que hemos partido y aquella, casi idéntica, de Juan en su Primera Carta: 

« No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 15-16). 

Todo esto no conduce nunca a perder de vista que el mundo en sí mismo, a pesar de todo, es y seguirá siendo, la realidad buena creada por Dios, que Dios ama y que ha venido a salvar, no a juzgar: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). 

La actitud hacia el mundo que Jesús propone a sus discípulos está encerrada en dos preposiciones: estar en el mundo, pero no ser del mundo: «Ya no voy a estar en el mundo —dice dirigido al Padre—; pero ellos están en el mundo […]. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,11.16). 

Durante los tres primeros siglos, los discípulos se muestran conscientes de esta posición suya única. La Carta a Diogneto, escrito anónimo de final del siglo II, describe así el sentimiento que los cristianos tenían de sí mismos en el mundo: 

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne». 

Sinteticemos al máximo la continuación de la historia. Cuando el cristianismo se convierte en religión tolerada y luego muy pronto protegida y favorecida, la tensión entre el cristiano y el mundo tiende inevitablemente a atenuarse, porque el mundo ya se ha convertido, o al menos es considerado, «un mundo cristiano». Se asiste así a un doble fenómeno. Por una parte, los grupos de creyentes deseosos de permanecer como sal de la tierra y no perder el sabor, huyen, también físicamente, del mundo y se retiran al desierto. Nace el monacato teniendo como enseña el lema dirigido al monje Arsenio: «Fuge, tasce, quiesce», «Huye, calla, vive retirado». 

Al mismo tiempo, los pastores de la Iglesia y los espíritus más iluminados tratan de adaptar el ideal del apartamiento del mundo a todos los creyentes, proponiendo una huida no material, sino espiritual del mundo. San Basilio en Oriente y san Agustín en Occidente conocen el pensamiento de Platón sobre todo en la versión ascética que había asumido con el discípulo Plotino. En esta atmósfera cultural estaba vivo el ideal de la fuga del mundo. Sin embargo, se trataba de una fuga, por así decirlo, en vertical, no en horizontal, hacia arriba, no hacia el desierto. Consiste en elevarse por encima de la multiplicidad de las cosas materiales y las pasiones humanas, para unirse a lo que es divino, incorruptible y eterno. 

Los Padres de la Iglesia —los capadocios en primera línea— proponen una ascética cristiana que responde a esta exigencia religiosa y adopta su lenguaje, sin sacrificar nunca a ella, sin embargo, los valores propios del Evangelio. Para empezar, la fuga del mundo inculcada por ellos es obra de la gracia más que del esfuerzo humano. El acto fundamental no está al final del camino, sino en su comienzo, en el bautismo. Por eso, no está reservada a pocos espíritus cultos, sino abierta a todos. San Ambrosio escribirá un tratadito Sobre la huida del mundo, dirigiéndolo a todos los neófitos. La separación del mundo que él propone es sobre todo afectiva: «La fuga —dice— no consiste en abandonar la tierra, sino, permaneciendo en la tierra, en observar la justicia y la sobriedad, en renunciar a los vicios y no al uso de los alimentos». 

Este ideal de desprendimiento y fuga del mundo acompañará, en formas diversas, toda la historia de la espiritualidad cristiana. Una oración de la liturgia lo resume en el lema: «Terrena despicere et amare caelestia», «despreciar las cosas de la tierra y amar las del cielo». 


2. La crisis del ideal de la «fuga mundi»


Las cosas han cambiado en la época cercana a nosotros. Nosotros hemos atravesado, a propósito del ideal de la separación del mundo, una fase «crítica», es decir, un período en que dicho ideal fue «criticado» y mirado con sospecha. Esta crisis tiene raíces remotas. Comienza —al menos a nivel teórico— con el humanismo del renacimiento que produce el auge del interés y entusiasmo, a veces de matriz paganizante, por los valores mundanos. Pero el factor determinante de la crisis hay que verlo en el fenómeno de la llamada «secularización», que comenzó con la Ilustración y alcanzó su punto álgido en el siglo XX. 

El cambio más evidente se refiere precisamente al concepto de mundo o de siglo. En toda la historia de la espiritualidad cristiana, la palabra saeculum, había tenido una connotación tendencialmente negativa, o al menos ambigua. Indicaba el tiempo presente sometido al pecado, en oposición al siglo futuro o a la eternidad. Con el paso de pocas décadas, cambió de signo, hasta asumir, en los años ‘60 y ‘70, un significado muy positivo. Algunos títulos de libros que salieron en aquellos años, como El significado secular del Evangelio, de Paul van Buren, y La ciudad secular, de Harvey Cox, ponen en evidencia, por sí solos, este significado nuevo, optimista, de «siglo» y de «secular». Nació una «teología de la secularización». 

Sin embargo, todo esto ha contribuido a alimentar en algunos un optimismo exagerado respecto del mundo, que no tiene en cuenta suficientemente su otra cara: aquella por la que está «bajo el maligno» y se opone al espíritu de Cristo (cf. Jn 14,17). En un determinado momento nos hemos dado cuenta de que al ideal tradicional de la fuga «del» mundo, se había sustituido, en la mente de muchos (también entre el clero y los religiosos), por el ideal de una fuga «hacia» el mundo, es decir, una mundanización. 

En este contexto se escribieron algunas de las cosas más absurdas y delirantes que jamás se han pasado bajo el nombre de «teología». La primera de ellas es la idea de que Dios mismo se seculariza y se mundaniza, cuando se anula como Dios para hacerse hombre. Estamos ante la llamada «Teología de la muerte de Dios». Existe también una sana teología de la secularización en que ésta no es vista como algo opuesto al Evangelio, sino más bien como un producto de él. Pero no es ésa la teología de la que estamos hablando. 

Alguien ha hecho notar que las «teologías de la secularización» mencionadas no eran otra cosa que un intento apologético tendente «a proporcionar una justificación ideológica de la indiferencia religiosa del hombre moderno»; eran también «la ideología que las Iglesias necesitaban para justificar su creciente marginación». Pronto se hizo claro que estábamos en un callejón sin salida; en pocos años no se habló ya casi de teología de la secularización y algunos de sus mismos promotores tomaron distancias. 

Como siempre, tocar el fondo de una crisis es la ocasión para volver a interrogar a la Palabra de Dios «viva y eterna». Escuchamos de nuevo, pues, la exhortación de Pablo: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto». 

Para el Nuevo Testamento, ya sabemos cuál es el mundo al cual no debemos conformarnos: no el mundo creado y amado por Dios, no los hombres del mundo a los cuales, al contrario, debemos ir siempre al encuentro, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y la marginación es paradójicamente el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allí, de donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Es separarse del mismo principio que rige el mundo, que es el egoísmo. 

Detengámonos más bien en el significado de lo que sigue: transformarse renovando lo íntimo de nuestra mente. Todo en nosotros comienza por la mente, por el pensamiento. Hay una máxima de sabiduría que dice:
  •                   
  • Supervisa los pensamientos porque se convierten en palabras.
    Supervisa las palabras porque se convierten en acciones.
    Supervisa las acciones porque se convierten en costumbres.
    Supervisa las costumbres porque se convierten en tu carácter.
    Supervisa tu carácter porque se convierte en tu destino.

    Antes que en las obras, el cambio debe realizarse, pues, en el modo de pensar, es decir, en la fe. En el origen de la mundanización hay muchas causas, pero la principal es la crisis de fe. En este sentido, la exhortación del Apóstol no hace más que revitalizar la de Cristo al comienzo de su Evangelio: «Convertíos y creed», ¡convertíos, es decir, creed! Cambiad la manera de pensar; dejad de pensar «según los hombres» y comenzad a pensar «según Dios» (cf. Mt 16,23). 

    Tenía razón san Tomás de Aquino al decir que «la primera conversión se realiza creyendo»: la prima conversio fit per fidem. 

    La fe es el terreno de enfrentamiento primario entre el cristiano y el mundo. Por la fe el cristiano ya no es «del» mundo. Cuando leo las conclusiones que sacan los científicos no creyentes de la observación del universo, la visión del mundo que nos dan escritores y cineastas, donde, en el mejor de los casos, Dios es reducido a un vago y subjetivo sentido del misterio y Jesucristo ni siquiera es tomado en cuenta, siento que pertenezco, gracias a la fe, a otro mundo. Experimento la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» y quedo perplejo al comprobar cómo Jesús ha previsto esta situación y dado anticipadamente su explicación: «Has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a los sencillos» (Lc 10,21-23). 

    Entendido en sentido moral, el «mundo» es por definición lo que se niega a creer. El pecado, del que Jesús dice que el Paráclito «convencerá al mundo», es no haber creído en Él (cf. Jn 16,8-9). Juan escribe: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4-5). En la carta a los Efesios se lee: «También vosotros estabais muertos por vuestras culpas y vuestros pecados, en los cuales un tiempo vivisteis a la manera de este mundo, siguiendo al príncipe de las potencias del aire, ese Espíritu que ahora obra en los hombres rebeldes» (Ef 2,1-2). El exégeta Heinrich Schlier ha hecho un análisis penetrante de este «espíritu del mundo» considerado por Pablo como el rival directo del «Espíritu de Dios» (1 Cor 2,12). En él desempeña un papel decisivo la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde vía éter. 

    «Se determinará —escribe— un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente puede sustraerse. Nos atenemos al espíritu general, se considera evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él se considera cosa absurda o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya no se osa ponerse frente a las cosas y a la situación y sobre todo a la vida de manera diferente a como las presenta… Su característica es interpretar el mundo y la existencia humana a su manera». 

    Es lo que llamamos «adaptación al espíritu de los tiempos». Actúa como el vampiro de la leyenda. El vampiro se pega a las personas que duermen y mientras le chupa su sangre, al mismo tiempo inyecta en ellas un líquido soporífero que hace que encuentren aún más dulce el sueño, de modo que aquéllas se sumen cada vez más en el sueño y este puede chupar toda la sangre que quiere. Pero el mundo es peor que el vampiro, porque el vampiro no puede adormecer a la presa, sino que se acerca a los que ya duermen. En cambio, el mundo primero duerme a las personas y luego les chupa todas sus energías espirituales, inyectando también una especie de líquido soporífero que hace encontrar el sueño aún más dulce. 

    El remedio en esta situación es que alguien nos grite al oído: «¡Despierta!». Es lo que hace la palabra de Dios en muchas ocasiones y que la liturgia de la Iglesia nos hace volver a escuchar puntualmente al inicio de la Cuaresma: «Despierta tú que duermes» (Ef 5,14); «¡Es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11). 


    3. Pasa la escena de este mundo


    Pero interroguémonos por el motivo por el que el cristiano no debe ajustarse al mundo. No es de naturaleza ontológica, sino escatológica. No se deben tomar las distancias del mundo porque la materia es intrínsecamente mala y enemiga del espíritu, como pensaban los platónicos y algunos escritores influenciados por ellos, sino porque, como dice la Escritura, «pasa la escena de este mundo» (1 Cor 7,31); «el mundo pasa con su concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,17). 

    Basta detenerse un instante y mirar alrededor para darse cuenta de la verdad de estas palabras. Ocurre en la vida como en la pantalla de televisión: los programas, las llamadas parrillas, se suceden rápidamente y cada uno borra al anterior. La pantalla sigue siendo la misma, pero los programas y las imágenes cambian. Eso sucede con nosotros: el mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno detrás de otro. De todos los nombres, los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los telediarios de hoy —de todos nosotros— ¿qué quedará de aquí a unos años o décadas? Nada de nada. 

    Pensemos en qué quedan los mitos de hace 40 años y qué quedará dentro de 40 años de los mitos y las celebridades de hoy. «Sucederá —se lee en Isaías— como cuando un hambriento sueña con comer, como cuando un sediento sueña beber, pero se despierta cansado, con la garganta seca» (Is 29,8). ¿Qué son riquezas, salud, gloria, si no un sueño que se desvanece al despuntar el día? Un pobre, decía san Agustín, una noche tiene un sueño precioso. Sueña que le cae encima una herencia ingente. Durante el sueño se ve revestido de espléndidos vestidos, rodeado de oro y plata, poseedor de campos y viñas; en su orgullo desprecia al propio padre y finge no reconocerlo… Pero se despierta por la mañana y se descubre tal como se había dormido. 

    «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré», dice Job (Job 1,21). Ocurrirá lo mismo a los millonarios de hoy con su dinero y a los poderosos que hoy hacen temblar al mundo con su poder. El hombre, visto fuera de la fe, no es más que «un dibujo creado por la ola en la playa del mar a la que borra la ola posterior ». 

    Hoy hay un nuevo marco en que es particularmente necesario no ajustarse a este mundo: las imágenes. Los antiguos habían acuñado el lema: «Ayunar del mundo» (nesteuein tou kosmou); hoy se debería entender en el sentido de ayunar de las imágenes del mundo. Hubo un tiempo en que el ayuno de alimentos y bebidas era considerado el más eficaz y necesario. Ya no es así. Hoy se ayuna por muchos otros motivos: sobre todo para mantener la línea. Ningún alimento, dice la Escritura, es en sí mismo impuro, mientras que muchas imágenes lo son. Se han convertido en uno de los vehículos privilegiados con los que el mundo difunde su antievangelio. Un himno de la cuaresma exhorta: 

    Utamur ergo parcius Utilicemos parcamente
    Verbis, cibis et potibus, palabras, alimentos y bebidas,
    Somno, iocis et arctius sueño y recreo.
    Perstemus en custodia. Estemos más atentos en custodiar los sentidos.

    A la lista de las cosas que hay que usar parcamente —palabras, alimentos, bebidas y sueño— habría que añadir, las imágenes. Entre las cosas que vienen del mundo y no del Padre, junto a la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida, san Juan pone significativamente «la concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2,16). Recordemos cómo cayó el rey David… lo que le ocurrió mirando en la terraza de la casa de al lado, pasa hoy a menudo abriendo algunos sitios en Internet. 

    Si en algún momento nos sentimos turbados por imágenes impuras, sea por imprudencia propia, sea por la invasión del mundo que caza a la fuerza sus imágenes en los ojos de la gente, imitemos lo que hicieron en el desierto los judíos que eran mordidos por serpientes. En lugar de perdernos en estériles lamentos, o buscar excusas en nuestra soledad y en la incomprensión de los demás, miremos a un Crucifijo o vayamos ante el Santísimo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,15). Que el remedio pase por donde ha pasado el veneno, es decir por los ojos. 

    Con estos propósitos sugeridos por la palabra de san Pablo a los Romanos, y sobre todo con la gracia de Dios, comenzamos, Venerables padres, hermanos y hermanas, nuestra preparación a la Santa Pascua. Hacer Pascua, decía san Agustín, significa «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1), es decir, ¡pasar a lo que no pasa! Es necesario pasar desde el mundo para no pasar con el mundo. Buena y santa Cuaresma.

    Primera predicación del P. Raniero Cantalamessa, Ofmcap | 23 febrero 2018

    ©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco 
    Fuente: https://es.zenit.org/articles/estar-en-el-mundo-pero-no-ser-del-mundo-meditacion-de-cuaresma/