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viernes, 24 de marzo de 2017

EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DE LA DIVINIDAD DE CRISTO




P. Raniero Cantalamessa, de la Ofmc. | 10 de marzo de 2017

1. La fe de Nicea

Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A este respecto no se puede callar una confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias naciones europeas.

Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos

La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos sobre el fenómeno. Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que ver con el tema de estas meditaciones. En una investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe en Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo lugar está la lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales. Es una confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.

Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»), cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la lengua de la primitiva comunidad.

Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo —lo sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la propia fe de Cristo.

Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su culto divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello.

Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325: 

«Nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma sustancia (homoousios) del Padre». 

El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba, en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios» («carmenque Christo quasi Deo dicere»).

La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando completamente la historia alguien ha podido afirmar que la divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más nada, la de eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias de la divinidad de Cristo en las discusiones teológicas.

Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos, engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás criaturas». Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo» y defendió a capa y espada la expresión «engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea.

Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas», a esta entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.

La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del primero, no de las segundas.

Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.

Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús.

El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est assumptum non est sanatum»). En el uso que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuera de la misma naturaleza del Padre».

Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un «postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de Dios . No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de salvación y de ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que ella no podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.

2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy de la épica batalla sostenida en su tiempo por la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se cierran a la vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto punto, o se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los arrianos: 

«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego, con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad». 

San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» . Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!

Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en general— Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda, un género literario. Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que él representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo literario.

Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo, esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países y regiones de antigua tradición cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de religiosidad.
También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz, ecologismo, pero ciertamente no de Jesús.

Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección.

Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín.

En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer. 

3. ¿Quién es el que vence al mundo? 

Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a lo largo de los siglos. De él hay necesidad nuevamente.

Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse. Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20).

Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con «diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.

Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos y Zoè: estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y muy difundido.

¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que entrara en mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» . En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27).
«Dadme un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la palanca, Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).

4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»

Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel «El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX, hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento, «en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano: 

«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]
Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?» 

Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de preparación para acogerla.

Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24, 35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la ocasión para hacerlo.

¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones de la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por su fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!

La frase más hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros, venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo olvidemos.

© De la traducción Pablo Cervera Barranco



1.ULRICH LAEPPLE (ed.), Messianische Juden. Eine Provokation (Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1916).
2.LAEPPLE, o.c., 34.
3.Cf. Didachè, X, 6; en Ap 22,20, la exclamación: «Ven, Señor Jesús» es la traducción de Marana-tha.
4.Martyrium Polycarpi, VIII,2
5.PLINIO EL JOVEN, Relatio de Christianis ad Traianum, Epistulae X, 96, en C. KIRCH, Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiasticae Antiquae (Herder, Barcelona 1965) 23.
6.SAN ATANASIO, De decretis Nicenae synodi, 31.
7.SAN GREGORIO NACIANCENO, Carta a Cledonio: PG 37,181.
8.SAN ATANASIO, Contra Arianos, II, 69 y I, 70.
9.I. KANT, Crítica de la razón práctica, cap. III, VI
10.SAN ATANASIO, Contra Arianos I, 17-18: PG 26, 48.
11.SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, 120, 6: CCL 40, 1791.
12.SAN AGUSTÍN, Comentario al evangelio de Juan, 26,2: PL 35,1607.
13.MASTERBEE, Mendigo de luz. Del Tíbet al Ganges y además (San Pablo, Cinisello B. 2006) 223ss.
14.PAUL CLAUDEL, Le père humilié, acto I, esc. 3 (Paul Claudel, Les théatre, Gallimard, París 1956) 506.

sábado, 24 de diciembre de 2016

“ENCARNADO POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO DE MARIA VIRGEN”



Cuarta Predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. (23 diciembre 2016)


1. Navidad, misterio “para nosotros”


Prosiguiendo con nuestras reflexiones sobre el Espíritu Santo, en la inminencia de la Navidad queremos meditar sobre el artículo del Credo que habla de la obra del Espíritu Santo en la encarnación. En el Credo decimos: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo hombre”. Meditemos sobre este artículo de fe, de una manera no teológica y especulativa, sino espiritual y “edificante”

San Agustín distinguía dos modos de celebrar un hecho en la historia de la salvación: como misterio (“en sacramento”), o como simple aniversario. En la celebración a la manera de aniversario, no se necesita otra cosa -decía- que “indicar con una solemnidad religiosa el día del año en el cual cae el recuerdo del hecho sucedido”; en la celebración de tipo mistérico, “no solo se conmemora un hecho, pero se hace de manera que se entienda su significado para nosotros y se lo acoja devotamente” [1].

La Navidad no es una celebración tipo aniversario (la fecha del 25 de diciembre no es debida, sabemos, a motivos históricos sino simbólicos y de contenido); es una celebración de tipo mistérico que exige ser entendida en su significado para nosotros. San León Magno ponía ya en luz el significado místico del “sacramento de la navidad de Cristo”, diciendo que “los hijos de la Iglesia fueron generados con Cristo en su nacimiento, como han sido crucificados con él en la pasión y resucitados con él en la resurrección” [2].

En el origen de todo está el dato bíblico que se cumplió una vez por siempre, en María: la Virgen se vuelve madre de Jesús por obra del Espíritu Santo. Tal misterio histórico como todos los hechos de la salvación se prolonga a nivel sacramental en la Iglesia y a nivel moral en cada alma creyente. María en su calidad de Virgen Madre que genera el Cristo es el ejemplar perfecto del alma creyente. Escuchemos como un autor de la Edad Media, san Isaac de la Estrella, resume el pensamiento de los Padre sobre este tema:

“María y la Iglesia son una madre y más madres; una virgen y más vírgenes. Una y otra madre, una y otra virgen. Por esto en las Escrituras divinamente inspiradas lo que se dice de manera universal de la Virgen Madre Iglesia, se lo entiende de manera singular de la Virgen María… En fin, cada alma fiel, esposa del Verbo de Dios, madre hija y hermana de Cristo, es considerada también ella, a su manera, virgen y fecunda” [3].

Esta visión patrística ha sido traída a la luz en el Concilio Vaticano II, en los capítulos que la constitución Lumen Gentium dedica a María. Aquí, de hecho, en tres párrafos distintos se habla de la Virgen Madre María, como modelo ejemplar de la Iglesia (n. 63), llamada ella incluso a ser en la fe, virgen y madre (n. 64), y del alma creyente, imitando las virtudes de María, hace nacer y crecer a Jesús en su corazón y en el corazón de sus hermanos (n. 65). 

2. “Por obra del Espíritu Santo”


Meditamos sucesivamente sobre el rol de cada uno de los dos protagonistas, el Espíritu Santo y María, para después intentar buscar algún pensamiento en vista de nuestra edificación.

Escribe san Ambrosio:

“Es obra del Espíritu Santo el parto de la Virgen… No podemos por lo tanto dudar de que sea creador aquel Espíritu que sabemos ser Autor de la encarnación del Señor… Si por lo tanto la Virgen concibió gracias a la obra y a la potencia del Espíritu, ¿quién podría negar que el Espíritu es creador? [4]

Ambrosio interpreta perfectamente, en este texto, el rol que el Evangelio atribuye al Espíritu Santo en la encarnación, llamándolo sucesivamente, Espíritu Santo y Potencia del Altísimo (cf. Lc 1,35). Eso es el “Spiritus creator” que actúa para llevar a los seres a la existencia (como en Gn 1,2), para crear una nueva y más alta situación de vida; es el Espíritu “que es Señor y da la vida”, como proclamamos en el mismo símbolo de la fe.

También aquí, como en los inicios, Él crea “desde la nada”, o sea desde el vacío de las posibilidades humanas, sin necesidad de ninguna ayuda o de ningún apoyo. Y este “nada”, este vacío, esta ausencia de explicaciones y de causas naturales se llama, en nuestro caso, la virginidad de María: “¿Cómo es posible? No conozco hombre… El Espíritu Santo bajará sobre ti” (Le 1,34-35). La virginidad es aquí un signo grandioso que no se puede eliminar o banalizar, sin desarmar todo el tejido de la narración evangélica y su significado. 



El Espíritu que baja sobre María es, por lo tanto, el Espíritu creador que milagrosamente forma de la Virgen la carne de Cristo; pero también más, además que el “Creator Spiritus”. Él es para María, también “fons vivus, ignis, caritas, et spiritalis unctio” o sea: agua viva, fuego, amor y unción espiritual. Se empobrece enormemente el misterio si se lo reduce solamente a su dimensión objetiva, o sea a sus implicaciones dogmáticas (dualidad de las naturalezas, unidad de la persona), descuidando sus aspectos subjetivos y existenciales.

San Pablo habla de una “carta de Cristo escrita no con la tinta, pero con el Espíritu de Dios viviente, no sobre tablas de piedra pero en las tablas de carne de los corazones”(2 Cor 3,3). El Espíritu Santo escribió esta carta maravillosa que es Cristo, primero en el corazón de María, de manera que -como dice san Agustín- “mientras la carne de Cristo se formaba en el seno de María, la verdad de Cristo se imprimía en el corazón de María” [5].

El famoso dicho del mismo Agustín según el cual María “concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo” (“prius concepit mente quam corpore”) significa que el Espíritu Santo actuó en el corazón de María iluminándolo y inflamándolo de Cristo, antes aún que en el seno de María llenándolo de Cristo.

Solo los santos y místicos que tuvieron una experiencia personal de la irrupción de Dios en su vida pueden ayudarnos a intuir lo que debió probar María en el momento de la encarnación del Verbo en su seno. Uno de esos, san Buenaventura, escribe:

“Sobrevino en ella el Espíritu Santo como fuego divino que inflamó su mente y santificó su carne, confiriéndole una perfectísima pureza. Pero también la potencia del Altísimo la veló para que pudiera sostener un semejante ardor…¡Oh, si tú fueras capar de sentir en qué medida, cuál y cuánto fue grande ese incendio bajado del cielo, cuál el refrigerio dado, cuál alivio infundido, cuál elevación de la Virgen Madre, la nobleza dada al género humano, cuánta condescendencia dada por la Majestad divina!

Pienso que entonces también tú merecerías cantar con voz suave, junto con la bienaventurada Virgen, ese canto sagrado: “Mi alma magnifica al Señor” [6].

La encarnación fue vivida por María como un evento carismático al máximo grado, que la volvió el modelo del alma “ferviente en el Espíritu” (Rm 12,11). Fue su pentecostés. Muchos gestos y palabras de María, especialmente en la narración de la visita a santa Isabel, no se entienden si no se mira en esta luz de una experiencia mística sin igual. Todo aquello que vemos obrarse visiblemente en una persona visitada por la gracia (amor, alegría, paz, luz) lo debemos reconocer en medida única, en María en la anunciación. María ha sido la primera en sentir “la sobria ebriedad del Espíritu” de la cual hemos hablado la vez pasada, y el Magnificat es el mejor testimonio.

Se trata entretanto de una ebriedad “sobria” o sea humilde. La humildad de María después de la encarnación nos aparece como uno de los milagros más grandes de la gracia divina. Como pudo María soportar el peso de este pensamiento: “¡Tú eres la Madre de Dios! Tu eres la más alta de las criaturas!”. Lucifer no había soportado esta tensión y, tomado por el vértigo de su propia altura, había precipitado. Maria no; ella permanece humilde, modesta como si nada hubiera sucedido en su vida que le permitiera tener pretensiones. En una ocasión el Evangelio nos la muestra en el acto de mendigarle a otros incluso la posibilidad de ver a su Hijo: “Tu madre y tus hermanos, le dicen a Jesús, están afuera y desean verte” (Lc 8, 20). 

3. “De María Virgen”


Ahora consideremos más de cerca la parte de María en la encarnación, su respuesta a la acción del Espíritu Santo. La parte de María consistía, objetivamente, en haber dado la carne y la sangre al Verbo de Dios, es decir en su divina maternidad. Recorramos velozmente el camino histórico, a través del cual la Iglesia ha llegado a contemplar en su plena luz, esta inaudita verdad: !Madre de Dios¡ ¡Una criatura, madre del Creador! “Virgen Madre, hija de tu Hijo, humilde y más alta que cualquier criatura”: así la saluda san Bernardo en la Divina Comedia de Dante Alighieri [7].

Al inicio y durante todo el período dominado por la lucha contra la herejía gnóstica y docetista, la maternidad de María fue vista casi solo como maternidad física o biológica. Estos heréticos negaban que Cristo tuviera un verdadero cuerpo humano, o si lo tenía, que este cuerpo humano hubiera nacido de una mujer, o si había nacido de una mujer que hubiera tenido verdaderamente la carne y sangre de ella. Contra ellos era necesario por lo tanto afirmar con fuerza que Jesús era el hijo de María y “fruto de su seno” (Lc 1, 42), y que María era la verdadera y natural madre de Jesús.

En esta fase antigua, en la cual se afirma la maternidad real o natural de María contra los gnósticos y los docetistas, aparece por primera vez el título de Theotókos. De ahora en adelante será justamente el uso de este título que conducirá la Iglesia al descubrimiento de una maternidad divina más profunda, que podríamos llamar maternidad metafísica, en cuanto se refiere a la persona, o a la hipostasis del Verbo.

Esto sucede durante la época de las grandes controversias cristológicas del V siglo, cuando el problema central entorno a Jesucristo no es más el de su verdadera humanidad, pero aquel de la unidad de su persona. La maternidad de María no es más vista solamente en referencia a la naturaleza humana de Cristo, pero como es más justo, en referencia a la única persona del Verbo hecho hombre. Y como esta única persona que María genera no es otra cosa que la persona divina del Hijo, como consecuencia ella aparece como verdadera “Madre de Dios”.

Entre María y Cristo no hay solamente una relación de tipo físico, pero también de orden metafísico, y esto la coloca a una altura vertiginosa, creando una relación singular también entre ella y Dios Padre. San Ignacio de Antioquía llama a Jesús “Hijo de Dios y de María” [8], casi como diríamos de una persona que es hijo de tal hombre y de tal mujer. En el Concilio de Éfeso esta verdad se vuelve para siempre una conquista de la Iglesia: “Si alguno -se lee en un texto por él aprobado- no confiesa que Dios es verdaderamente el Emanuel y que por lo tanto la Santa Virgen, habiendo generado según la carne el Verbo de Dios hecho hombre, es la Theotókos, sea anatema” [9].

Pero también esta meta no era definitiva. Había otro nivel que de la maternidad divina de Maria a descubrir, después de lo físico y de lo metafísico. En las controversias cristológicas, el título de Theotókos era valorizado más en función de la persona de Cristo que respecto a María, si bien era un título mariano. De tal título no se sacaban aún las consecuencias teológicas que se refieren a la persona de María, en particular, su santidad única. El título de Theotókos hacía correr el riesgo de volverse un arma de batalla entre las opuestas corrientes teológicas en cambio de una expresión de la fe y de la piedad hacia María.

Lo demuestra un particular incómodo que no va callado. Justamente Cirilo Alejandrino, que combatió como un león por el título de Theotokos, es el hombre que entre los Padres de la Iglesia, desentona singularmente respecto a la santidad de María. El fue entre los pocos que admitió francamente debilidades y defectos en la vida de María, especialmente a los pies de la cruz. Aquí, según él, la Madre de Dios vaciló en la fe: “El Señor -escribe- tuvo en ese punto que proveer a la Madre que había caído en el escándalo y no había entendido la Pasión, y lo hizo confiándola a Juan, como a un óptimo maestro para que la corrigiera” [10].

¡No podía admitir que una mujer, aunque fuera la madre de Jesús, pudiera haber tenido una fe mayor de la que tuvieron los apóstoles que, aunque eran hombres, vacilaron en el momento de la Pasión! Son palabras que derivan del general menosprecio hacia la mujer que había en el mundo antiguo y que muestran cuanto poco favoreciera reconocer a María una maternidad física y metafísica respecto a Jesús, si no se reconocía en ella también una maternidad espiritual, o sea del corazón además que del cuerpo.

Aquí se coloca la gran aportación de los autores latinos, en particular de san Agustín, al desarrollo de la mariología. La maternidad de María es vista por ellos como una maternidad en la fe. Sobre la palabra de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica, (Lc 8, 21), Agustín escribe:

“¿Podría no haber hecho la voluntad del Padre, la Virgen María, ella que por fe creyó, por fe concibió, que fue elegida para que de ella naciera la salvación de los hombres, que fue creada por Cristo, antes que en ella fuera creado Cristo? Seguramente santa María hizo la voluntad del Padre y por lo tanto es cosa más grande para María haber sido discípula de Cristo, que haber sido Madre de Cristo” 11.

Esta última osada afirmación se basa en la respuesta que Jesús dio a la mujer que proclamaba ‘beata’, la madre por haberlo llevado en su seno y amamantado: “Bienaventurados más bien aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11,27-28).

La maternidad física de María y aquella metafísica están ahora coronadas por el reconocimiento de una maternidad espiritual o de fe, que hace de María la primera y más dócil discípula de Cristo. El fruto más bello de esta nueva visión sobre la Virgen es la importancia que asume el tema de la ‘santidad’ de María. De ella -escribe también san Agustín- “por el honor debido al Señor no se debe ni siquiera hacer mención cuando se habla de pecado”.12 La Iglesia latina expresará esta prerrogativa con el título de “Inmaculada” y la Iglesia griega con el de “Toda Santa” (Panhagia).

4. El tercer nacimiento de Jesús




Ahora intentemos ver qué es lo que “el misterio” del nacimiento de Jesús por obra del Espíritu Santo de María Virgen significa “para nosotros”. Hay un pensamiento osado sobre la Navidad, que pasó de una época a otra en la boca de los más grandes doctores y maestros del espíritu de la Iglesia: Orígenes, san Agustín, san Bernardo y otros. Este dice en sustancia así: “De qué me serviría a mí que Cristo haya nacido una vez en Belén de María, si él no nace por fe también en mi corazón?” [13]. “Dónde es que Cristo nace en el sentido más profundo, sino en tu corazón y en tu alma?”, escribe san Ambrosio [14].

Santo Tomás de Aquino recoge la tradición constante de la Iglesia cuando explica las tres misas que se celebran en Navidad en referencia al triple nacimiento del Verbo: aquella del Padre, la temporaria de la Virgen y la espiritual del alma creyente [15]. Haciéndose eco de esta tradición, san Juan XXIII, en el mensaje navideño de 1962 elevaba esta ardiente oración: “Oh verbo eterno del Padre, Hijo de Dios y de María, innova también hoy en el secreto de las almas, el admirable prodigio de tu nacimiento”

¿De dónde viene esta idea osada de que Jesús no solamente ha nacido “para” nosotros sino también “en” nosotros? San Pablo habla de Cristo, que debe “formarse” en nosotros (Gal 4,19); dice también que en el bautismo el cristiano se “reviste de Cristo (Rm 13,14) y que Cristo tiene que venir a “habitar por la fe en nuestros corazones” (Ef 3,17).El tema del nacimiento de Cristo en el alma reposa sobre todo en la doctrina del cuerpo místico. De acuerdo con ella, Cristo repite místicamente “en nosotros” lo que ha obrado una vez “para nosotros”, en la historia. Esto vale para el misterio pascual, pero también para el misterio de la encarnación: “El Verbo de Dios, escribe san Máximo Confesor, quiere repetir en todos los hombres el misterio de su encarnación” [16].

El Espíritu Santo nos invita por lo tanto a “volver al corazón” para celebrar en este, una Navidad más íntima y más verdadera, que vuelva “verdadera” también la Navidad que celebramos exteriormente, en los retiros y en las tradiciones.

El Padre quiere generar en nosotros a su Verbo, para poder pronunciar siempre y nuevamente, dirigiéndose a Jesús y a nosotros juntos, aquella dulcísima palabra: “Tú eres mi hijo; hoy te he generado” (Eb 1,5). El mismo Jesús desea nacer en nuestro corazón. Es así que lo debemos pensar en la fe: como si en estos últimos días de Adviento, él pasase en medio de nosotros y golpeara de puerta en puerta como aquella noche en Belén, en la búsqueda de un corazón en el cual nacer espiritualmente.

San Buenaventura ha escrito un opúsculo titulado: “Las cinco fiestas del Niño Jesús”. Allí escribe qué quiere decir concretamente, hacer nacer a Jesús en el propio corazón. El alma devota, escribe, puede espiritualmente concebir al Verbo de Dios como María en la Anunciación, darlo a luz como María en la Navidad, darle el nombre como en la Circuncisión, buscarlo y adorarlo con los Magos en la Epifanía, y finalmente ofrecerlo al Padre como en la Presentación del Templo [17].

El alma, explica, concibe a Jesús cuando, descontenta de la vida que conduce, estimulada por santas inspiraciones y encendiéndose de santo ardor, y para concluir tomando distancia decididamente de sus viejos hábitos y defectos es como fecundada espiritualmente por la gracia del Espíritu Santo y concibe en propósito de una vida nueva. ¡Fue la concepción de Cristo!

Este propósito de vida nueva debe entretanto traducirse, sin tardar, en algo concreto, en un cambio posiblemente también externo y visible en nuestra vida y en nuestros hábitos. Si el propósito no es puesto en práctica, Jesús es concebido pero no es “dado a luz”. ¡No se celebra “la segunda fiesta” del Niño Jesús que es el Navidad”. Es un aborto espiritual, uno de los numerosos ‘dejar para después’ de la cual la vida está llena y una de las razones principales por las cuales tan pocas personas se vuelven santos.

Si decides cambiar estilo de vida, dice san Buenaventura, deberás enfrentar dos tipos de tentaciones. Primero te se presentarán los hombres carnales de tu ambiente para decirte: “es demasiado arduo lo que emprendes; no lo lograrás nunca, te faltarán las fuerzas, te perjudicarás la salud; estas cosas no van bien con tu situación, comprometes el buen nombre y la dignidad de tu cargo…”.

Superado este obstáculo, se presentarán otros que tienen fama de ser y, quizás lo son también de hecho, personas pías y religiosas, pero que no creen verdaderamente en la potencia de Dios y de su Espíritu. Estos te dirán que si inicias a vivir de esta manera -dando tanto espacio a la oración, evitando las críticas inútiles, haciendo obras de caridad- serás considerado en breve un santo, un hombre espiritual, y como tú sabes muy bien de no serlo, acabarás por engañar a la gente y a ser un hipócrita, atrayendo sobre ti la ira de Dios que indaga los corazones. ¡Deja, tienes que hacer como todos!

A todas estas tentaciones hay que responder con fe: “¡No se ha vuelto demasiado corta la mano del Señor al punto de no poder salvarnos!” (Is 59, 1), y casi con ira contra nosotros mismos, exclamar, como Agustín a la vigilia de su conversión: “Si estos y estas, por qué no también yo? [18].

Terminemos recitando la oración encontrada en un antiguo papiro en el que la Virgen es invocada con el título de Theotokos, Dei genitrix, Madre de Dios:

Sub tuum praesidium confugimus,
Sancta Dei Genetrix.
Nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus,
sed a periculis cunctis libera nos semper,
Virgo gloriosa et benedicta.

Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!


Notas:

[1] S. Agustin, Epistola 55, 1,2 (CSEL, 34,1, p.170).
[2] S. León Magno, Sermone VI de Navidad, 2 (PL 54, 213).
[3] Isacco de la Estrella, Sermo 51; PL 194, 1863. 1865.
[4] S. Ambrosio, De Spiritu Sancto, 11,40-43.
[5] S. Agustin, Sermo Denis, 25,7; PL 46,938.
[6] S. Bonaventura, Lignum vitae 1,3.
[7] Dante, Par. XXXIII,1.
[8] S. Ignacio de Antiochia, Efesinos, 7,2.
[9] S. Cirillo Al., Anatematismo I contra Nestorio (DS, nr. 252)
[10] S. Cirillo Al., In Johannem. XII,19-25-27 (PG 74,661-665).
[11] S. Agustin, Sermones 72 A (Miscellanea Agostiniana, I, p.162).
[12] S. Agostino, Natura e grazia, 36,42 (CSEL 60,p.263s.).
[13] Cf. per es. Origene, Commento al vangelo di Luca 22,3 (SCh 87,p. 302).
[14] S. Ambrogio, In Lucam, 11,38.
[15] S. Tommaso d’Aquino, S. Th. IlI, q. 83,2.
[16] S. Màximo Confesor, Ambigua (PG 91,1084.
[17] S. Buenaventura, Las cinco fiestas del Nino Jésus, prologo (ed. Quaracchi, 1949, pp. 207 ss.).
[18] S. Agustin, Confesiones, VIII, 8 (“Si isti et istae, cur non ego?” ).


martes, 20 de diciembre de 2016

“EL ESPÍRITU SANTO Y EL CARISMA DEL DISCERNIMIENTO”




Segunda predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. (9 diciembre 2016)


El Espíritu Santo y el carisma del discernimiento


Continuamos nuestras reflexiones sobre la obra del Espíritu Santo en la vida del cristiano. San Pablo menciona un carisma particular llamado “discernimiento de espíritus” (1 Cor 12, 10). En su origen esta expresión tiene un sentido muy preciso: indica el don que permite distinguir, entre las palabras inspiradas o proféticas pronunciadas durante una asamblea, las que vienen del Espíritu Santo y las que vienen de otros espíritus, o sea del espíritu del hombre, o del espíritu demoníaco, o del espíritu del mundo.

También para el evangelista Juan este es el sentido fundamental. El discernimiento consiste en “poner a la prueba las inspiraciones para saber si provienen realmente de Dios” (1 Jn 4,1-6). Para Pablo el criterio fundamental de discernimiento es confesar a Cristo como “Señor” (1 Cor 12, 3); para Juan es la confesión que Jesús “vino en la carne”, o sea la encarnación. Ya con él el discernimiento inicia a ser usado en función teológica como criterio para discernir las verdaderas de las falsas doctrinas, la ortodoxia de la herejía, lo que se volverá central a continuación.


1. El discernimiento en la vida eclesiástica


Existen dos campos en los que se debe ejercitar este don del discernimiento de la voz del Espíritu: el eclesial y el personal. En el campo eclesiástico el discernimiento de los espíritus es ejercitado con autoridad por el magisterio, que entretanto debe tener en cuenta entre otros criterios, también el del “sentido de los fieles”, el “sensus fidelium”.

Quisiera detenerme sobre un punto en particular que puede ser una ayuda en la discusión en acto en la Iglesia sobre algunos problemas particulares. Se trata del discernimiento de los signos de los tiempos. El Concilio ha declarado:

“Es un deber permanente de la Iglesia escuchar los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del evangelio, para que, de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los perennes interrogativos de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y su recíproca relación” [1].

Queda claro que si la Iglesia tiene que escuchar los signos de los tiempos a la luz del Evangelio, no es para aplicar a los ‘tiempos’, o sea a las situaciones y a los problemas nuevos que emergen en la sociedad, los remedios y las reglas de siempre, sino para dar a estos respuestas nuevas “aptas para cada generación”, como dice el texto apenas citado del Concilio. La dificultad que se encuentra en este camino -y que debe ser tomada en toda su seriedad- es el miedo de comprometer la autoridad del magisterio, al admitir cambios en sus pronunciamientos.

Hay una consideración que puede ayudar, creo, para superar en espíritu de comunión esta dificultad. La infalibilidad que la Iglesia y el Papa reivindican para sí, no es seguramente superior a la que se atribuye a la misma Escritura revelada. Ahora la inerrancia [a] bíblica asegura que el escritor sacro expresa la verdad de la manera y en el grado en la cual esa podía ser expresada y entendida en el momento en el cual escribe. Vemos que muchas verdades se forman lentamente y progresivamente, como la del más allá y de la vida eterna. También en el ámbito moral muchos usos y leyes anteriores son abandonados a continuación, para dar lugar a leyes y criterios más consonantes al espíritu de la Alianza. Un ejemplo entre todos: en el Éxodo se afirma que Dios castiga las culpas de los padres en los hijos (cf. Ex 34, 7), pero Jeremías y Ezequiel dirán lo contrario o sea que Dios no castiga las culpas de los padres en los hijos, porque cada uno deberá responder de las propias acciones (cf. Jer 31, 29-30; Ez 18, 1 ss.).

En el Antiguo Testamento el criterio en base al cual se superan las prescripciones anteriores es aquel de una mejor comprensión del espíritu de la Alianza y de la Torá; en la Iglesia el criterio es aquel de un continuo releer el Evangelio a la luz de las preguntas nuevas que a este se plantean. “Scriptura cum legentibus crescit”, decía san Gregorio Magno: la Escritura crece junto a quienes la leen [2].

Entretanto nosotros sabemos que la regla constante del actuar de Jesús en el Evangelio, en materia moral se resume en pocas palabras: “No al pecado, sí al pecador”. Nadie es más severo que Él al condenar la riqueza inicua, pero se auto-invita a la casa de Zaqueo y con su simple venirle al encuentro lo cambia. Condena el adulterio incluso aquel del corazón, pero perdona a la adúltera y le da nueva esperanza. Reafirma la indisolubilidad del matrimonio pero se detiene con la Samaritana que había tenido cinco maridos y le revela el secreto que no había dicho a nadie, de manera así explícita: “Soy yo (el Mesías) que te hablo” (Jn 4, 26).

Si nos preguntamos cómo se justifica teológicamente una distinción tan neta entre el pecado y el pecador, la respuesta es simplísima: el pecador es una criatura de Dios, hecho a su imagen, y que conserva toda su dignidad a pesar de todas las aberraciones; el pecado, en cambio, no es obra de Dios, no viene de él sino del enemigo. Es el mismo motivo por el cual Cristo se ha hecho similar en todo a nosotros “excepto en el pecado” (cf. Heb 4,15).

Un factor importante para realizar esta tarea de discernimiento de los signos de los tiempos es la colegialidad de los obispos. Esa, dice un texto de la Lumen Gentium, consiente “decidir en común todos los temas más importantes, mediante una decisión que la opinión del conjunto permite equilibrar” [3]. El ejercicio efectivo de la colegialidad aporta el discernimiento a la solución de los problemas la variedad de las situaciones locales y de los puntos de vista, las luces y los dones diversos, del cual cada Iglesia y cada obispo es portador.

Tenemos una conmovedora ilustración de esto en el primer “Concilio” de la Iglesia, el de Jerusalén. Allí se dio amplio espacio a dos puntos de vista contrarios, el de los judaizantes y el favorable a la apertura a los paganos; hubo una “encendida discusión” pero que al final esto les consintió anunciar la decisión con aquella extraordinaria fórmula: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 6 ss.).

Se ve aquí como el Espíritu guía a la Iglesia en dos maneras diversas: a veces directamente y carismáticamente, a través de revelación e inspiración profética; otras veces colegialmente, a través de la paciencia y el difícil confrontarse, e incluso el compromiso, entre las partes y los puntos de vista diversos. El discurso de Pedro el día de Pentecostés y en la casa de Cornelio es muy distinto del realizado a continuación para justificar su decisión delante de los ancianos (cf. Hch 11, 4-18; 15, 14); el primero es de tipo carismático, el segundo es de tipo colegiado.

Es necesario por lo tanto tener confianza en la capacidad del Espíritu de operar, al final, el acuerdo, aunque si a veces puede parece que el entero proceso se escape de las manos. Cada vez que los pastores de las Iglesia cristianas, a nivel local o universal, se reúnen para tener discernimiento o tomar decisiones importantes, debería estar en el corazón de cada uno la certeza confiada que el Veni Creator contiene en dos versos: Ductore sic te praevio – vitemus omne noxium, “teniéndote a ti como guía, evitaremos todo mal”.


2. El discernimiento en la vida personal




Pasemos ahora al discernimiento en la vida personal. Como carisma aplicado a las personas individualmente, el discernimiento de los espíritus ha tenido en los siglos una notable evolución. En el origen hemos visto que el don debía servir para discernir las inspiraciones de los otros, de quienes habían hablado o profetizado en la asamblea; a continuación esto ha servido sobre todo para discernir las propias inspiraciones.

La evolución no es arbitraria; se trata de hecho del mismo don, si bien aplicado a objetos diversos. Gran parte de aquello que los autores espirituales han escrito sobre el “don del consejo”, se aplica también al carisma del discernimiento. Por medio del don o el carisma del consejo, el Espíritu Santo ayuda a evaluar las situaciones y orientar las decisiones, no solamente en base a criterios de sabiduría y prudencia humana, sino también a la luz de los principios sobrenaturales de la fe.

El primer y fundamental discernimiento de los espíritus es el que permite distinguir “el Espíritu de Dios” del “espíritu del mundo” (cf. 1 Cor 2, 12). San Pablo da un criterio objetivo de discernimiento, el mismo que ha dado Jesús: el de los frutos. Las “obras de la carne” revelan que un cierto deseo viene desde el hombre viejo pecaminoso; “los frutos del Espíritu” revelan que vienen desde el Espíritu (cf. Gal 5, 19-22). “La carne de hecho tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu tiene deseos contrarios a la carne” (Gal 5, 17).

A veces este criterio objetivo no es suficiente porque la decisión no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro bien y se trata de entender qué cosa Dios quiere en una precisa circunstancia. Fue sobre todo para responder a esta exigencia que san Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernimiento. Él invita a mirar sobre todo una cosa: las propias disposiciones interiores, las intenciones (los ‘espíritus’) que están detrás de una determinada decisión. En esto él se inserta en una tradición ya afirmada. Un autor medieval había escrito:

“¿Podría alguien examinar las inspiraciones, si vienen de Dios, si no le ha sido dado por Dios el discernimiento, para poder así examinar exactamente y con recto juicio los pensamientos, las disposiciones, las intenciones del espíritu? El discernimiento es como la madre de todas las virtudes y es necesario para todos al dirigir la vida, sea propia que de los otros… Este es por lo tanto el discernimiento: la unión del recto juicio y de la virtuosa intención” [4].

San Ignacio ha sugerido medios prácticos para aplicar estos criterios [5]. Uno es este: cuando se está delante de dos posibles decisiones, es bueno detenerse sobre una como si sin lugar a dudas tuviera que seguir a esta, quedarse en tal estado por un día o más; evaluar entonces las reacciones del corazón delante de tal decisión: si da paz, si se armoniza con el resto de las propias decisiones; si algo dentro de ti de anima en aquella dirección, o al contrario si la cosa deja un velo de inquietud. Repetir el proceso con la segunda hipótesis. Todo en un clima de oración, de abandono a la voluntad de Dios, de apertura al Espíritu Santo.

En la base del discernimiento, en San Ignacio de Loyola está su doctrina de la “santa indiferencia” [6]. Esta consiste en ponerse en un estado de total disponibilidad a aceptar la voluntad de Dios, renunciando, desde el comienzo, a toda preferencia personal, como una balanza preparada para inclinarse del lado en donde estará el peso mayor. La experiencia de la paz interior se vuelve así el criterio principal de cada discernimiento. Hay que considerar conforme a la voluntad de Dios la decisión que después de prolongada evaluación y oración está acompañada por una mayor paz en el corazón.

En el fondo se trata de poner en práctica el viejo consejo que el suegro Jetro le dio a Moisés: “presentar las cuestiones a Dios” y esperar en oración su respuesta (cf. Ex 18, 19). Hay que tener en cada caso la disposición habitual de seguir la voluntad de Dios, como la condición más favorable para un buen discernimiento. Jesús decía: “Mi juicio es justo porque no busco mi voluntad, sino la voluntad de quien me ha mandado” (Jn 5, 30).

El peligro de algunos modos modernos de entender y practicar el discernimiento es acentuar a tal punto los aspectos psicológicos, que llevan a olvidar el agente primario de cada discernimiento que es el Espíritu Santo. El evangelista Juan ve, como factor decisivo en el discernimiento, “la unción que viene del Santo” (1 Jn 2,20). También San Ignacio recuerda que en ciertos casos es solamente la unción del Espíritu Santo la que permite discernir lo que hay que hacer [7].

Hay una profunda razón teológica en esto. El Espíritu Santo es él mismo la voluntad sustancial de Dios y cuando entra en un alma “se manifiesta como la voluntad misma de Dios para aquel en el cual se encuentra” [8]. El discernimiento no es en fondo ni un arte ni una técnica, sino un carisma, o sea un don del Espíritu. Los aspectos psicológicos tienen una gran importancia, pero ‘secundaria’, o sea que vienen en segundo lugar. Un Padre antiguo escribía:

“Purificar el intelecto es solo del Espíritu Santo. Es necesario por lo tanto con todo los medios, especialmente con la paz del alma, hace ‘reposar’ sobre nosotros el Espíritu Santo, para tener junto a nosotros siempre encendida la lámpara del conocimiento. Si esa resplandece sin interrupción en el hondo del alma, no solamente los mezquinos y tenebrosos asaltos del demonio se vuelven manifiestos al intelecto, sino que además pierden su fuerza, son desenmascarados por aquella santa y gloriosa luz. Por ello el Apóstol dice: No apaguen el Espíritu (1 Ts 5,19)” [9].

El Espíritu Santo no difunde habitualmente en el alma esta luz suya de manera milagrosa y extraordinaria, sino simplemente a través de la Escritura. Los discernimientos más importantes de la historia de la Iglesia sucedieron así. Fue escuchando la palabra del Evangelio: “Si quieres ser perfecto…”, que Antonio entendió lo que debía hacer e inició el monaquismo. Fue también así que Francisco de Asís recibió la luz para iniciar su movimiento de retorno al evangelio. “Después que el Señor me dio a los frailes -escribe en su testamento- nadie me mostraba qué cosa debía hacer, pero el mismo Altísimo me reveló que tenía que vivir de acuerdo a la forma del santo evangelio”. El Altísimo se lo reveló escuchando, durante una misa, el pasaje evangélico en el cual Jesús le dice a los discípulos de ir por el mundo “sin llevar nada para el viaje: ni bastón ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas” (cf. Lc 9,3) [10].

Recuerdo un pequeño caso parecido de que fue yo mismo testigo: un hombre se me acercó durante una misión presentándome su problema. Tenía un joven de once años aún no bautizado. “Si lo bautizo, decía, se arma un drama en mi familia, porque mi mujer se ha vuelto testimonio de Jehová y no quiere oír hablar de bautizarlo en la Iglesia; si no lo bautizo no me siento tranquilo en mi conciencia, porque cuando nos casamos éramos ambos católicos y hemos prometido bautizar a nuestros hijos”. Un caso clásico de discernimiento. Le dije que volviera el día después, para darme tiempo para rezar y reflexionar. El día después veo que viene a verme y radiante me dice: “He encontrado la solución padre. He leído en la biblia el episodio de Abraham y he visto que cuando Abraham llevó para inmolar a su hijo Isaac ¡no le dijo nada a su esposa!”. La palabra de Dios lo había iluminado mejor que cualquier consejo humano. Bauticé yo mismo al joven y fue una gran alegría para todos.

Al lado de la escucha de la Palabra, la práctica más común para ejercitar el discernimiento a nivel personal es el examen de conciencia. Esto pero no debería limitarse solamente a la preparación para la confesión, pero volverse una capacidad constante de ponerse bajo la luz de Dios y dejarse ‘escrutar’ en el íntimo por Él. A causa de un examen de conciencia no practicado o no hecho bien, también la gracia de la confesión se vuelve problemática: o no se sabe que confesar, o se carga demasiado con un peso psicológico y moralizador, interesado solamente a mejorar al vida.

Un examen de conciencia reducido solamente a la preparación de la confesión hace individuar algunos pecados, pero no lleva a una relación auténtica, a tu per tu con Cristo. Se vuelve fácilmente una lista de imperfecciones confesadas para sentirse más tranquilos, sin aquella actitud de real arrepentimiento que hace sentir la alegría de tener en Jesús “un tan Redentor tan grande”.


3. Dejarse guiar por el Espíritu Santo


El fruto concreto de esta meditación tendría que ser una renovada decisión de confiarse todo y enteramente a la guía interior del Espíritu Santo, como en una especie de “dirección espiritual”. Está escrito que “cuando la nube se elevaba y dejaba la Morada, los israelitas levantaban el campamento, y si la nube no se levantaba, ellos no partían” (Ex 40, 36-37). También nosotros no tenemos que emprende nada si no es el Espíritu Santo (del cual la nube, según los Padres era figura [11]), quien nos mueve, o sin haberlo consultado antes de cada acción.

Tenemos el ejemplo más luminoso en la vida misma de Jesús. Él no inicia nunca nada sin el Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo anduvo por el desierto; con la potencia del Espíritu Santo volvió e inició su predicación; “en el Espíritu Santo” eligió a sus apóstoles (cf Hch 1,2); en el Espíritu Santo rezó y se ofreció él mismo al Padre (cf. Heb 9, 14).

Tenemos que protegernos de una tentación: la de querer dar consejos al Espíritu Santo, en cambio de recibirlos. “¿Quién ha dirigido al Espíritu del Señor y como su consejero le ha dado sugerencias? (Is 40,13). El Espíritu Santo nos dirige a todos y no es dirigido por nadie; guía y no es guiado. Hay un modo sutil de sugerirle al Espíritu Santo lo que debería hacer con nosotros y cómo debería guiarnos. A veces incluso, nosotros tomamos decisiones y las atribuimos con desenvoltura al Espíritu Santo.

Santo Tomás de Aquino habla de esta guía interior del Espíritu como de una especie de “instinto propio de los justos”: “Como en la vida corporal -escribe- el cuerpo no es movido sino por el alma que lo vivifica, así en la vida espiritual cada movimiento nuestro debería venir des Espíritu Santo” [12]. Es así que actúa la “ley del Espíritu”, esto es lo que el Apóstol llama “dejarse guiar por el Espíritu” (Gal 5,18).

Tenemos que abandonarnos al Espíritu Santo como las cuerdas del arpa a los dedos de quien las mueve. Como buenos actores tener el oído abierto a la voz del sugeridor escondido, para recitar fielmente nuestra parte en la escena de la vida. Es más fácil de lo que se piensa, porque nuestro sugeridor nos habla adentro, nos enseña cada cosa, nos instruye en todo. Es suficiente a veces una simple ojeada interior, un movimiento del corazón, una oración. De un santo obispo del II siglo, Melitón de Sardi, se lee este hermoso elogio que ojalá se pudiera hacer de cada uno de nosotros después de la muerte: “En su vida hizo cada cosa en el Espíritu Santo” [13].

Pidamos al Paráclito de dirigir nuestra mente y toda nuestra vida con las palabras de una oración que se recita en el Oficio de Pentecostés de las Iglesias del rito sirio:

“Espíritu que distribuyes a cada uno los carismas;
Espíritu de sabiduría y de ciencia, enamorado de los hombres;
que llenas a los profetas, perfeccionas a los apóstoles,
fortificas a los mártires, inspiras las enseñanzas de los doctores.
Es a ti Dios Paráclito, a quien dirigimos nuestra súplica.
Te pedimos renovarnos con tus santos dones,
de posarte en nosotros como sobre los apóstoles en el Cenáculo.
Infunde en nosotros tus carismas,
llénanos de la sabiduría de tu doctrina;
haz de nosotros templos de tu gloria,
inebrianos* con la bebida de tu gracia.
Danos el don de vivir para ti, de consentirte y de adorarte,
tú el puro, el santo, Dios Espíritu Paráclito” [14].

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Notas:

[a] R.A.E.: Cualidad de estar exento de error (nota del blogger)
* Participio activo de inēbriō (" intoxicar ")

[1] Gaudium et spes, 4.
[2] S. Gregorio Magno, Omelie su Ezechiele 1.7, 8 (CCC 94).
[3] Lumen gentium, 22.
[4] Baldovino di Canterbury, Trattati, 6 (PL 204, 466).
[5] Cf. S. Ignazio di Loyola, Esercizi spirituali, quarta settimana (ed. BAC, Madrid 1963, pp. 262 ss).
[6] Cf. G. Bottereau, Indifference, in “Dictionnaire de Spiritualité , vol 7, coll. 1688 ss
[7] S. Ignazio di Loyola, Costituzioni, 141. 414 (ed. cit., pp. 452.503).
[8] Cf. Guglielmo di St. Thierry, Lo specchio della fede, 61 (SCh 301, p. 128).
[9] Diadodo di Fotica, Cento capitoli, 28 (SCh 5, pp. 87 ss.).
[10] Celano, Vita prima, 22 (FF, 356).

[11] S. Ambrogio, Sullo Spirito Santo, III, 4, 21; Sui sacramenti, I, 6, 22.
[12] S. Tommaso d’Aquio, Sulla lettera ai Galati, c.V, lez.5, n.318; lez. 7, n. 340.
[13] Eusebio di Cesarea, Storia ecclesiastica, V, 24, 5.
[14] Pontificale Syrorum, in E.-P. Siman, L’expérience de l’Esprit, cit., p.309.


https://es.zenit.org/articles/texto-completo-de-la-segunda-predicacion-de-adviento-del-padre-raniero-cantalamessa/

jueves, 15 de diciembre de 2016

“COMPRENDEREMOS PLENAMENTE QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO SOLAMENTE EN EL PARAÍSO”





Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia (2 diciembre 2016).




El padre Raniero Cantalamessa, ha realizado esta mañana en el Vaticano la primera predicación de Adviento en la que ha reflexionado sobre lo que quiere decir “Creo en el Espíritu Santo”. 

Si pensábamos que con la conclusión del Concilio Vaticano II todo había terminado, ahora nos enteramos que al celebrase el 50º aniversario de su clausura el 8 de diciembre de 2015, "se concluyó la primera fase de “después del Concilio” y se abre otra. Si la primera fase ha estado caracterizada por los problemas relativos a la “recepción” del Concilio, esta nueva se caracterizará, creo, por el completar e integrar el Concilio; en otras palabras, el releer el Concilio a la luz de los frutos producidos, dando luz también a lo que falta, o que estaba presente solo en la fase seminal."


"La mayor novedad del post Concilio, en la teología y en la vida de la Iglesia, tiene un nombre precioso: el Espíritu Santo. El Concilio no había ignorado su acción en la Iglesia, pero había hablado casi siempre en passant [1], mencionándolo a menudo, pero sin dar luz al rol central, ni tampoco en la constitución sobre la Liturgia."

El Espíritu Santo, ha explicado, no es un pariente pobre de la Trinidad. No es un simple “modo de actuar” de Dios, una energía o un fluido que atraviesa el universo como pensaban los estoicos; es una “relación subsistente”, por lo tanto una persona.


Por otro lado, el predicador ha recordado que el año que viene se celebra el 50º aniversario del inicio, en la Iglesia católica, de la Renovación Carismática. “Es uno de los muchos signos –el más evidente por la inmensidad del fenómeno– del despertar del Espíritu y de los carismas en la Iglesia”, ha asegurado. Al respecto ha precisado que el Concilio había allanado el camino a su acogida, hablando en la Lumen gentium, de la dimensión carismática de la Iglesia. 

De este modo, Cantalamessa ha señalado que después del Concilio se multiplicaron los tratados sobre el Espíritu Santo. Y en los últimos años –ha observado– estamos asistiendo a un paso decidido hacia delante en esta dirección. En esta línea, el padre Raniero ha proseguido la predicación analizando la “teología del tercer artículo”, que hace referencia al artículo del credo sobre el Espíritu Santo. Tal corriente –ha explicado– no quiere sustituir a la teología tradicional, sino más bien estar a su lado y vivificarla. 

En el credo actual, “se parte de Dios Padre y creador, de Él se pasa al Hijo y a su obra redentora, y finalmente al Espíritu Santo operante en la Iglesia”. En la realidad, ha precisado, “la fe sigue el camino inverso”. Fue la experiencia pentecostal del Espíritu “que llevó a la Iglesia a descubrir quién era verdaderamente Jesús y cuál había sido su enseñanza”. 

En otras palabras, “en el orden de la creación y del ser, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y llega a nosotros en el Espíritu; en el orden de la redención y del conocimiento, todo comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre”. 

Esto no significa, ha advertido, que el credo de la Iglesia no sea perfecto o que deba ser reformado. “Es la forma de leerlo que de vez en cuando es útil cambiar, para rehacer el camino con el que se ha formado”, ha aconsejado el predicador. 

A continuación, ha anticipado que intentará en las tres meditaciones de Adviento, “proponer reflexiones sobre algunos aspectos de las acciones del Espíritu Santo, partiendo justamente del tercer artículo del credo que se refiere a esto”. 


De este modo ha planteado tres preguntas. Primero, ¿qué vida da el Espíritu Santo? Respuesta: da la vida divina, la vida de Cristo. “Una vida sobre-natural, no una super-vida natural”, ha precisado. Segundo, ¿dónde nos da tal vida? Respuesta: en el bautismo, que es presentado de hecho como un “renacer del Espíritu”, en los sacramentos, en la palabra de Dios, en la oración, en la fe, en el sufrimiento aceptado en unión con Cristo. Tercero, ¿cómo nos da la vida, el Espíritu? Respuesta: haciendo morir las obras de la carne. 

Prosiguiendo con la reflexión, ha explicado que lo que distingue al Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Lo que lo distingue del Padre es que procede de él y lo que lo distingue del Hijo es que procede del Padre no por generación, sino por espiración. [2] 


En el Espíritu Santo –ha explicado– quedará siempre el Dios escondido, también si logramos conocer los efectos. Él es como el viento: no se sabe de dónde viene y adonde va, pero se ven los efectos cuando pasa. Es como la luz que ilumina todo lo que está delante, quedando esa escondida. Por esto, ha observado el padre Raniero, es la persona menos conocida y amada de los Tres, a pesar de que sea el Amor en persona. “Nos resulta más fácil pensar en el Padre y en el Hijo como “personas”, pero es más difícil para el Espíritu”, ha advertido. Por esta razón, ha asegurado que “comprenderemos plenamente quién es el Espíritu Santo solamente en el paraíso”.


[1] RAE: dicho sea de paso, de paso
[2] RAE: Dicho del Padre y del Hijo: Producir, por medio de su amor recíproco, al Espíritu Santo.


jueves, 3 de marzo de 2016

LA ADORACIÓN EN ESPÍRITU Y VERDAD (Reflexión sobre la Constitución Sacrosanctum Concilium)




Primera Predicación de Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa


1. El Concilio Vaticano II: un afluente, no el río.


En estas meditaciones de cuaresma querría proseguir en las reflexiones sobre otros grandes documentos del Vaticano II, después de haber meditado en Adviento, sobre la Lumen Gentium. Creo entretanto que sea útil hacer una premisa. El Vaticano II es un afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman ha afirmado con fuerza que detener la tradición en un punto de su curso, incluso si fuera un concilio ecuménico, sería volver muerta una tradición y no “una tradición viviente”. La tradición es como una música. ¿Qué sería de una melodía si se detuviera en una nota, repitiéndola hasta el infinito? Sucede con un disco que se arruina y sabemos qué efecto produce.

San Juan XXIII quería que el concilio fuera para la Iglesia como “una nueva Pentecostés”. En un punto al menos esta oración ha sido escuchada. Después del concilio hubo un despertar del Espíritu Santo. Este no es más “el desconocido” en la Trinidad. La Iglesia ha tomado una conciencia más clara de su presencia y de su acción. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmaba:

“Quien mira a la historia de la época post conciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha asumido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que vuelve casi tangible la vivacidad de la santa Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo”.

Esto no significa que podemos descuidar los textos del concilio o ir más allá de esos; sino que significa releer el Concilio a la luz de sus mismos frutos. Que los concilios ecuménicos puedan tener efectos no entendidos en el momento por quienes tomaron parte, es una verdad señalada por el mismo cardenal Newman a propósito del Vaticano I [1], pero testimoniada diversas veces durante la historia. El concilio ecuménico de Éfeso del 431, con la definición de María como Theotokos, Madre de Dios, se proponía afirmar la unidad de la persona de Cristo, no de incrementar el culto a la Virgen, pero de hecho su fruto más evidente fue justamente este último.

Si hay un campo en el cual la teología y la vida de la Iglesia católica se han enriquecido en estos 50 años del post-concilio, sin dudas es el relativo al Espíritu Santo. En todas las principales denominaciones cristianas se ha afirmado en los últimos tiempos aquella que, con una expresión acuñada por Karl Barth, es definida “la Teología del tercer artículo”. La teología del tercer artículo es aquella que no termina con el artículo sobre el Espíritu Santo pero comienza con esto; que toma en cuenta el orden según el cual se formó la fe cristiana y su credo, y no solamente su producto final. Fue de hecho a la luz del Espíritu Santo que los apóstoles descubrieron quien era verdaderamente Jesús y su revelación sobre el Padre.

El credo actual de la Iglesia es perfecto y nadie se sueña de cambiarlo, pero refleja el producto final, la última etapa alcanzada por la fe
, no el camino a través el cual se llega a eso, mientras que teniendo en vista a una renovada evangelización, es vital para nosotros conocer también el camino hacia el cual se llega a la fe, no solo su codificación definitiva que proclamamos de memoria en el Credo.

Bajo esta luz aparecen claramente las implicaciones de ciertas afirmaciones del concilio, pero aparecen también algunos vacíos y lagunas que es necesario llenar, en particular justamente a propósito del rol del Espíritu Santo. San Juan Pablo II ya había tomado en cuenta esta necesidad, cuando en ocasión del XVI centenario del concilio ecuménico de Constantinópolis, en 1981, escribía en su Carta Apostólica la siguiente afirmación:

“Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha así providencialmente propuesto e iniciado (…) no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, o sea con la ayuda de su luz y de su potencia” [2].


2. El lugar del Espíritu Santo en la liturgia


Esta premisa general se revela particularmente útil al abordar el tema de la liturgia, la Sacrosanctum concilium. El texto nace de la necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de una renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica. Desde este punto de vista, sus frutos han sido tantos, y muy benéficos para la Iglesia. Se advertía menos en ese momento, la necesidad de detenerse en lo que, después de Romano Guardini, se suele llamar “el espíritu de la liturgia” [3] y que, en el sentido que ahora explicaré, yo la llamaría más bien “la liturgia del Espíritu” (¡Espíritu con mayúscula!).

Fieles en la intención declarada en estas nuestras meditaciones, de valorizar algunos aspectos más espirituales e interiores de los textos conciliares, es justamente sobre este punto que querría reflexionar. La SC dedica a esto solamente un breve texto inicial, fruto del debate que antecedió a la redacción final de la constitución [4]:

“Para cumplir esta obra así grande, con la cual se da a Dios una gloria perfecta y los hombres son santificados, Cristo asocia siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a su Señor y por medio él vuelve el culto al eterno Padre”. Justamente por esto la liturgia es considerada como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo. En ella la santificación del hombre está simbolizada por medio de signos sensibles y realizada de manera propia en cada uno de esos; en ella el culto público integral está ejercitado por el cuerpo místico de Jesucristo, o sea por la cabeza y sus miembros. Por lo tanto cada celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado” [5].

Es en los sujetos, o en los ‘actores’, de la liturgia que hoy estamos en grado de notar una laguna en esta descripción. Los protagonistas aquí puestos en luz son dos: Cristo y la Iglesia. Falta una mención al lugar del Espíritu Santo. También en el resto de la constitución, el Espíritu Santo no es nunca objeto de una mención directa, solamente nominado aquí y allí, y siempre ‘oblicuamente’.

El Apocalipsis nos indica el orden y el número completo de los actores litúrgicos cuando resume el culto cristiano en la frase: “¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven!”
(Ap 22,17). Pero Jesús ya había expresado de manera perfecta la naturaleza y la novedad del culto de la Nueva Alianza en el diálogo con la Samaritana: “Viene la hora -y es esta- en la cual los verdaderos adoradores adorarán el Padre en Espíritu y Verdad” (Gv 4, 23).

La expresión “Espíritu y Verdad”, a la luz del vocabulario de Juan, puede significar solamente dos cosas: o “el Espíritu de verdad”, o sea el Espíritu Santo
(Gv 14,17; 16,13), o el Espíritu de Cristo que es la verdad (Gv 14,6). Una cosa es cierta: esa no tiene nada que ver con la explicación subjetiva, que le gusta a los idealistas y a los románticos, según los cuales el “espíritu y verdad”, indicaría la interioridad escondida del hombre, en oposición a cada culto externo y visible. No se trata solamente del paso de lo exterior al interior, sino del paso de lo humano a lo divino.

Si la liturgia cristiana “es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo”, el camino mejor para descubrir su naturaleza es ver como Jesús ejercitó su función sacerdotal en su vida y en la muerte. La tarea del sacerdote es ofrecer “oración y sacrificios” a Dios
(cf. Ebr 5,1; 8,3). Ahora sabemos que era el Espíritu Santo que ponía en el corazón del Verbo hecho carne el grito ‘Abba’ que encierra cada oración. Lucas lo indica explícitamente cuando escribe: “En aquella misma hora Jesús exultó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza oh Padre, Señor del cielo y de la tierra…” (cf. Lc 10, 21).

La misma ofrenda de su cuerpo en sacrificio sobre la cruz, fue, según la Carta a los Hebreos, “en un Espíritu eterno”
(Ebr 9,14), o sea por un impulso del Espíritu Santo.

San Basilio tiene un texto iluminador:

“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través el único Hijo, hasta el único Padre; inversamente la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu” [6].

En otras palabras, el orden de la creación, o de la salida de las criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa a través del Hijo y llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento o de nuestro regreso a Dios, del cual la liturgia es la expresión más alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendiente y ascendiente de la misión del Espíritu Santo está presente también en el mundo latino. El beato Isaac della Stella (siglo XII) la expresa en términos muy cercanos a los de Basilio.

“Así como las cosas divinas bajan hacia nosotros desde el Padre por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así las cosas humanas ascienden al Padre a través del Hijo, en el Espíritu Santo” [7].

No se trata por así decir, de apostar por una u otra de las tres personas de la Trinidad, sino de salvaguardar el dinamismo trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo atenúa inevitablemente el carácter trinitario de la liturgia. Por esto me parece oportuno la llamada de atención que san Juan Pablo II hacía en la Novo millennio ineunte:

“Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas” [8].


3. La adoración “en el Espíritu”


Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación práctica para nuestra forma de vivir la liturgia y hacer que se lleve a cabo una de sus tareas primarias que es la santificación de las almas. El Espíritu no autoriza inventar nuevas y arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes (tarea que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida a todas las expresiones de la liturgia. En otras palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús repetido por Pablo: “Es el Espíritu que da la vida”
(Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a la liturgia.

El apóstol exhortaba a sus fieles a rezar “en el Espíritu”
(Ef. 6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar en el Espíritu? Significa permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal en su cuerpo que es la Iglesia. La oración cristiana se convierte en prolongación en el cuerpo de la oración de la cabeza. Es conocida la afirmación de san Agustín:

“El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y que es rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, es rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos por tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz” [9].

Es esta luz, la liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra de Dios”, no solo porque tiene Dios por objeto, sino también porque tiene a Dios como sujeto; Dios no solo está rezado por nosotros, sino que reza en nosotros. El mismo grito ¡Abbà! que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre
(Gal 4, 6; Rom 8, 15) demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es engendrado, sino que solamente “procede” del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo quien continúa en nosotros su oración filial.

Es sobre todo cuando la oración se hace fatiga y lucha que se descubre toda la importancia del Espíritu Santo para nuestra vida de oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración “débil”
(Rom 8, 26), en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega lo que está seco”, como decimos en la secuencia en su honor.

Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: “Padre, tú me has donado el Espíritu de Jesús; formando, por eso, “un solo Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa, o estoy simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si fuera él quien te rezara todavía desde la tierra”.

El Espíritu Santo vivifica de forma particular la oración de adoración que es el corazón de toda oración litúrgica. Su peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento que podemos nutrir solo y exclusivamente hacia las personas divinas. Es lo que distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los santos y de hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros veneramos a la Virgen, no la adoramos, contrariamente a lo que algunos piensan de los católicos.

La adoración cristiana es también la trinitaria. Lo es en su desarrollarse, porque es adoración dirigida “al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su término, porque es adoración hecha, juntos “al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.

En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado más a fondo el tema de la adoración ha sido el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a quien es necesario unirse para adorar a Dios con una adoración de valor infinito [10]. Escribe:

“De toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún un adorador infinito; […] Tu eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad y dignidad, para satisfacer plenamente este deber y hacer este homenaje divino” [11].

Si hay una laguna en esta visión que también ha dado a la Iglesia frutos bellísimo y ha plasmado la espiritualidad francesa por varios siglos, esta es la misma que hemos destacado en la constitución del Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de Bérulle pasa a la “corte real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles, los santos; falta el reconocimiento del rol esencial del Espíritu Santo.

En cada movimiento de regreso a Dios, nos ha recordado san Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez en cuando que también existe el Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las criaturas de Dios como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y el Jesús de la historia está colmado por el Espíritu Santo. Sin él, todo en la liturgia no es más que la memoria; con él, todo es también presencia.

En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés una cavidad en la roca, oculto dentro de ella habría podido contemplar su gloria sin morir
(cf. Ex 33, 21). Al comentar este pasaje, el mismo san Basilio escribe:

“¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar en el que podemos refugiarnos para contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quién lo sabemos? Por el mismo Jesús que dijo: ¡Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y verdad!” [12].

¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto al ideal de adoración cristiano! ¿Quién no siente la necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del mundo, en aquella cavidad espiritual para contemplar a Dios y adorarlo como Moisés?


4. La oración de intercesión


Junto a la adoración, un componente esencial de la oración litúrgica es la intercesión. En toda su oración, la Iglesia no hace más que interceder: por ella y por el mundo, por los justos y por los pecadores, por los vivos y por los muertos. También esta es una oración que el Espíritu Santo quiere animar y confirmar. De él, san Pablo escribe:

“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rm 8, 26-27).

El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña a interceder, a su vez, por los demás. Hacer una oración de intercesión significa unirse, en la fe, a Cristo resucitado que vive en un constante estado de intercesión por el mundo (cf. Rm 8, 34; Hb 7, 25; 1 Jn 2, 1). En la gran oración con la que concluyó su vida terrena, Jesús nos ofrece el ejemplo más sublime de intercesión:

“Ruego por ellos, por los que me has dado. […] Guárdalos en tu nombre. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Santifícalos en la verdad. […] No ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en mí…”(cf. Jn 17, 9 ss).

Del Siervo sufriente se dice, en Isaías, que Dios le premia con las multitudes “porque cargó con los pecados de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12): Esta profecía ha encontrado su perfecto cumplimiento en Jesús, que, en la cruz, intercede por sus crucifixores (cf. Lc 23, 34).

La eficacia de la oración de intercesión no depende de “multiplicar las palabras” (cf. Mt 6, 7), sino del grado de unión que se puede lograr con las disposiciones filiales de Cristo. Más que palabras de intercesión, se debe, en todo caso, multiplicar los intercesores, es decir, invocar la ayuda de María y de los santos. En la fiesta de Todos los Santos, la Iglesia pide a Dios ser escuchada “por la abundancia de los intercesores” (“multiplicatis intercessoribus”).

Se multiplican los intercesores también cuando oramos los unos por los otros. San Ambrosio dice:

“Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del conjunto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por ti, porque incluido entre todos aquellos” [13].

La oración de intercesión es tan agradable a Dios, porque es la más libre de egoísmo, refleja más de cerca la gratuidad divina y concuerda con la voluntad de Dios, que quiere que “todos los hombres se salven” (cf. 1 Tim 2, 4). Dios es como un padre compasivo que tiene el deber de castigar, pero que busca todas las excusas posibles para no tener que hacerlo y es feliz, en su corazón, cuando los hermanos del culpable lo retienen de hacerlo.

Si faltan estos brazos fraternales extendidos hacia él, se queja en la Escritura: “Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese” (Is 59, 16). Ezequiel nos transmite este lamento de Dios: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez 22, 30).

La palabra de Dios resalta el extraordinario poder que tiene junto a Dios, por su misma disposición, la oración de quienes ha puesto a la guía de su pueblo. Se dice en un salmo que Dios había decidido exterminar a su pueblo debido al ternero de oro, “si Moisés no hubiera estado en la brecha, delante de Él para desviar su cólera” (cf Sal 106, 23).

A los pastores y a las guías espirituales yo oso decir: cuando en la oración escuchan que Dios está airado con el pueblo que les ha sido confiado, ¡no se alineen en seguida con Dios, sino con el pueblo! Así hizo Moisés, hasta protestar de querer ser expulsado él mismo, con ellos, del libro de la vida (cf Es 32, 32), y la Biblia hace entender que esto era exactamente lo que Dios deseaba, porque Él “abandonó el propósito de castigar a su pueblo”.

Cuando se está delante del pueblo, entonces tenemos que dar razón, con toda la fuerza, a Dios. Pero Moisés cuando poco después se encontró delante del pueblo, entonces se encendió su ira: rompió el ternero de oro, desparramó el polvo en el agua y le hizo tragar el agua a la gente (cf Es 32, 19 ss). Solamente quien defendió al pueblo delante de Dios y llevó el peso de su pecado, tiene el derecho -y tendrá el coraje- después, de gritar contra eso, en defensa de Dios, como hizo Moisés.

Terminamos proclamando juntos el texto que refleja mejor el lugar del Espíritu Santo y la orientación trinitaria de la liturgia, o sea la doxología final del canon romano: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, cada honor y cada gloria por los siglos de los siglos, Amén”.

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap


[1] Cf. I. Ker, Newman, the Councils, and Vatican II, in “Communio”. International Catholic Review, 2001, pp. 708-728.
[2] Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981, in AAS 73 (1981) 515-527.
[3] R.Guardini, Vom Geist del Liturgie, 23 ed., Grünewald 2013; J. Ratzinger, Der Geist del Liturgie, Herder, Freiburg, i.b., 2000.
[4] Storia del Concilio Vaticano II, a cura di G. Alberigo, Bologna 1999, III, p 245 s.
[5] SC, 7.
[6] S. Basilio di Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
[7] B. Isacco della Stella, De anima (PL 194, 1888).
[8] NMI, 32.
[9] Augustin, Enarrationes in Psalmos 85, 1: CCL 39, p. 1176.
[10] M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration, Paris 1964. .
[11] P. de Bérulle, Discours de l’Etat et des grandeurs de Jésus (1623), ed. Paris 1986, Discours II, 12.
[12] S. Basilio, De Spiritu Sancto, XXVI,62 (PG 32, 181 s.).
[13] Ambrosio, De Cain et Abel, I, 39 (CSEL 32, p. 372).