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sábado, 23 de diciembre de 2023

SEGUNDA PREDICACIÓN DE ADVIENTO: POR LA FE MARÍA ESPERÓ CONTRA TODA ESPERANZA




“La anunciación del ángel a María, la peregrinación de la fe de la Madre de Dios y la invitación de abrir las puertas de nuestro corazón a Jesús”, han sido los temas centrales, la mañana de este viernes, 22 de diciembre, de la Segunda predicación de Adviento para el Papa y los miembros de la Curia Romana, dirigido por el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia.

Vatican News

"Bienaventurada la que ha creído", este pasaje bíblico, tomado del Evangelio según san Lucas (1, 45), que será proclamado el IV Domingo de Adviento, ha sido el hilo conductor de la Segunda predicación para el Papa y los miembros de la Curia Romana, dirigido por el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia, la mañana de este viernes, 22 de diciembre, en el Aula Pablo VI del Vaticano.

Después de haber presentado, el viernes pasado, la figura del precursor Juan Bautista, hoy el Purpurado capuchino invitó a dejarnos llevar de la mano por la Madre de Jesús para "entrar" en el misterio de la Navidad. En este sentido, la historia de la Anunciación, señaló el Predicador, nos recuerda cómo María concibió y dio a luz a Cristo y cómo nosotros también podemos concebirlo y darle a luz: ¡por la fe!

La cuestión sobre el progreso de la fe de María

Pero, antes de explicar el misterio de la fe de María, el cardenal Cantalamessa dijo que con ella pasó lo mismo que con la persona de Jesús, es decir, la cuestión sobre el progreso de Jesús en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la obediencia a ella.

“Algo parecido, decía, se repitió, tácitamente, para la fe de María. Se daba por sentado que ella había hecho su acto de fe en el momento de la Anunciación y había permanecido estable en él durante toda su vida, como quien, con su voz, ha alcanzado de repente la nota más alta y luego la mantiene por todo el resto de la canción. Se dio una explicación tranquilizadora para todas las palabras que parecían decir lo contrario”.

Una nueva dimensión de la fe de María

Al respecto, el Predicador dijo que, el don que el Espíritu Santo hizo a la Iglesia, con la renovación de la mariología, fue el descubrimiento de una nueva dimensión de la fe de María. “La Madre de Dios - afirmó el Concilio Vaticano II – ‘avanzó en la peregrinación de la fe’ (LG, 58). No creyó de una vez por todas, sino que caminó en la fe y progresó en ella”. La afirmación fue retomada y desarrollada por San Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Mater (nr.14):

“Las palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su «camino hacia Dios», todo su camino de fe”.

María creyó, esperando contra toda esperanza

Después de la Anunciación y de la Navidad, señaló el cardenal Cantalamessa, por la fe María presentó al Niño al templo, por la fe lo siguió, manteniendo un perfil bajo, en su vida pública, por la fe estuvo bajo la cruz, por la fe esperó su resurrección.

“Ella está allí, impotente ante el martirio de su Hijo, pero consiente con amor. Es una réplica del drama de Abraham, pero ¡cuánto más exigente! Con Abraham, Dios se detiene en el último momento, pero no con ella. Acepta que su Hijo sea sacrificado, lo entrega al Padre, con el corazón quebrantado, pero firme, fuerte en su fe. Aquí es donde la voz de María alcanza su nota más alta. Lo que el Apóstol dice de Abraham debe decirse de María con mucha mayor razón: María creyó, esperando contra toda esperanza, y así llegó a ser madre de muchos pueblos”.

En ella se cumplió lo que había creído

La renovación de la mariología provocada por el Vaticano II debe mucho a san Agustín. Fue su autoridad la que empujó primero a algunos teólogos y luego a la Asamblea conciliar a insertar la discusión sobre María en la constitución de la Iglesia, la Lumen gentium, en lugar de hacer una discusión separada sobre ella. Y es el mismo santo de Hipona afirma sobre la fe de María, una exhortación vibrante, válida también para nosotros:

“María creyó, y en ella se cumplió lo que había creído. ¡Creemos también nosotros, para que lo que en ella se hizo realidad pueda beneficiarnos también a nosotros!”.

A Dios "se siente con el corazón y no con la razón"

Y al recodar el cuarto centenario del nacimiento de Blaise Pascal, al cual el Santo Padre quiso recordar a la Iglesia con su Carta Apostólica del 19 de junio, el Purpurado capuchino recordó su frase más celebre que tiene su fundamento en la Sagrada Escritura, que nos dice que a Dios "se siente con el corazón y no con la razón", como afirma Pascal, por la sencilla razón de que "Dios es amor" y el amor no se percibe con el intelecto, sino con el corazón.

“Es cierto que Dios es también verdad (“Dios es luz”, escribe Juan en su Primera Carta) y la verdad se percibe con el intelecto; pero si bien el amor presupone conocimiento, el conocimiento no presupone necesariamente el amor. ¡No se puede amar sin conocer, pero sí se puede conocer sin amar! Lo sabe bien una civilización como la nuestra, orgullosa de haber inventado la inteligencia artificial, pero tan pobre en amor y compasión”.

"Fe y Razón"

Ante el pensamiento secular y teológico de los últimos tres siglos, el cardenal Cantalamessa dijo que el mundo ha seguido más a Descartes que a Pascal y la consecuencia fue que el racionalismo dominó y dictó la ley, antes de llegar al nihilismo actual. Todos los discursos y debates que tienen lugar, incluso hoy, se centran en "Fe y Razón", nunca, que yo sepa dijo el Purpurado, en "Fe y corazón", ni en "Fe y voluntad".

“A menudo se cita a Pascal en relación con el “riesgo calculado” o la apuesta rentable. En la incertidumbre, escribe, apuesta por la existencia de Dios, porque "si ganas lo has ganado todo, si pierdes no has perdido nada". Pero el verdadero riesgo de la fe – él mismo lo sabe también- es otro: es el de poner a Jesucristo entre paréntesis. ¡Un riesgo de larga data!”.

¡Vuelve a tú corazón!

Volvamos ahora a las palabras de Pascal sobre Dios que "se siente con el corazón". Ya no para hacerlo objeto de consideraciones históricas y teológicas, sino para tomar nuestra decisión personal y práctica.

“¡Vuelve a tu corazón!... Vuelve de tus andanzas que te han extraviado; vuelve al Señor. Él está listo. Vuelve primero a tu corazón, tú que te has vuelto extraño a fuerza de vagar afuera: ¡no te conoces a ti mismo y buscas a quien te creó! Regresa, regresa al corazón, despégate del cuerpo... Regresa al corazón: allí examina lo que tal vez percibes de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; Cristo habita en la interioridad del hombre”.

Greccio 1223

La Navidad de este año, indicó el cardenal Cantalamessa, marca el octavo centenario de la primera creación del belén en Greccio. Es el primero de tres centenarios franciscanos: A él seguirá, en 2024, el centenario los estigmas del santo y, en 2026, él de su muerte. Esta circunstancia también puede ayudarnos a volver al corazón. Su primer biógrafo, Tommaso de Celano, relata las palabras con las que el Poverello explicó su iniciativa:

“Me gustaría, dijo, representar al Niño nacido en Belén, y de alguna manera ver con los ojos de mi cuerpo las dificultades en las que se encontró por la falta de las cosas necesarias para un recién nacido, cómo lo colocaron en una cuna y cómo yació entre el buey y el asno”.

Abramos la puerta de nuestro corazón a Jesús

Lamentablemente, con el paso del tiempo, el belén se ha alejado de lo que representaba para Francisco. A menudo se ha convertido en una forma de arte o espectáculo cuyo entorno externo se admira más que su significado místico. Aun así, sin embargo, cumple su función de signo y sería una tontería renunciar a él.

“El belén es, por tanto, una tradición útil y hermosa, pero no podemos conformarnos con los tradicionales belenes exteriores. Debemos montar un belén diferente para Jesús, un belén del corazón. Corde creditur: con el corazón se cree. Christum habitare per fidem in cordibus vestris: “que Cristo, por la fe, venga a habitar en vuestros corazones”, escribe el Apóstol a los Efesios (Ef 3,17). María y su Esposo continúan, místicamente, llamando a las puertas, como lo hicieron aquella noche en Belén”.

Esta no es una hermosa ficción poética

Finalmente, el cardenal Cantalamessa dijo que, en nuestro corazón hay lugar para muchos invitados, pero para un solo dueño. Hacer nacer a Jesús significa dejar morir nuestro "yo", o al menos renovar la decisión de no vivir ya para nosotros mismos, sino para Aquel que nació, murió y resucitó por nosotros" (cf. Rom 14, 7-9).

“Donde nace Dios, el hombre muere, fue el slogan de un cierto existencialismo ateo. ¡Es verdad! Sin embargo, el que muere es “el hombre viejo”, corrompido y destinado, en cualquier caso, a terminar en la muerte, y el que nace es el hombre nuevo, “creado en la justicia y la verdadera santidad", destinado a vivir para la eternidad. Es una empresa que no terminará con la Navidad, pero sí que puede comenzar con ella”.

Antes de desearles una Feliz Navidad, el Predicador de la Casa Pontificia encomendó a la Madre de Dios, quien "concibió a Cristo en su corazón antes que en su cuerpo", nos ayude a realizar este propósito. “Feliz cumpleaños a Jesús; y a todos ustedes: Santo -y amado- Padre Papa Francisco, venerados Padres, hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!”.

Fuente:https://www.vaticannews.va/es/vaticano/news/2023-12/segunda-predicacion-adviento-papa-curia-romana-cantalamessa-2023.html

domingo, 17 de diciembre de 2023

PRIMERA PREDICACIÓN DE ADVIENTO, "COMO EL BAUTISTA, TODOS PODEMOS SER EVANGELIZADORES"



Preámbulo


“Descubrí” en el año de 2010 al Padre Raniero Cantalamessa de la Orden de los Franciscanos Menores Capuchinos, como predicador de la Casa Pontificia, ante Benedicto XVI y la Curia Romana. La intención era ofrecer a manera de retiro espiritual al Papa y al personal de la Curia Romana, durante los períodos de Adviento y Cuaresma, sendas “reflexiones espirituales”.

Empecé a difundirlas a través de mi correo personal y posteriormente a través de éste blog. Cabe agregar que a la muerte de Benedicto XVI, el Papa Francisco ha continuado con dicho ejercicio y que el fraile Cantalamessa ha sido ascendido a Cardenal de la Iglesia, nominación que si bien no rechazó, si solicito al Papa, poder seguir usando su indumentaria de fraile. Éste año, el Papa Francisco tenía planeado, acudir a la reunión de la COP28, (28ª conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que se efectuó del 30 de noviembre al 12 de diciembre de 2023 en la Expo City, de Dubái.​​) Iba a estar fuera del 1 al 3 de diciembre, pero la gripa y posterior infección del único pulmón que posee, se lo impidió. Por ésta razón y la posterior convalecencia del Papa, las predicaciones se retrasaron dos semanas, iniciándose el viernes 15.


Primera Predicación de Adviento del Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

Ha sido la figura de Juan Bautista, en su doble papel de "predicador de la conversión" y "profeta", la que ha inspirado el primer sermón de Adviento pronunciado esta mañana por el cardenal Raniero Cantalamessa en el Aula Pablo VI, en presencia del Papa Francisco. La reflexión del predicador de la Casa Pontificia se centró en el "Precursor", que - considerando en particular el segundo aspecto de su misión - "inauguró la nueva profecía cristiana, que no consiste en anunciar una salvación futura, sino en revelar una presencia", la "de Cristo en el mundo y en la historia".

Jesús, observó el cardenal capuchino, "está en medio de nosotros, está en el mundo", pero "el mundo aún hoy, después de dos mil años, no lo reconoce". Hay, a este respecto, una pregunta de Jesús que siempre ha preocupado a los creyentes: "El Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?" (Lc 18,8). Son palabras que no se refieren a "su venida al fin del mundo".

En efecto, en los discursos escatológicos se entrecruzan dos perspectivas: "la de la venida final de Cristo", pero también "la de su venida como resucitado y glorificado por el Padre: su venida "con poder según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección" (Rm 1,4), como la define san Pablo". Y refiriéndose precisamente a esta venida según el Espíritu, el Señor puede decir: "Esta generación no pasará antes de que todo esto suceda" (Mt 24,34).

Por tanto, la palabra de Jesús, subrayó el predicador, "no interroga a nuestra posteridad, a los que vivirán en el momento de su regreso final"; al contrario, "interroga a nuestros antepasados y a nuestros contemporáneos, incluidos nosotros mismos". Por eso, la tarea profética de la Iglesia "será la misma que la de Juan Bautista, hasta el fin del mundo: sacudir a cada generación de la terrible distracción y ceguera que les impide reconocer y ver la luz del mundo".

En tiempos de Juan, señaló Cantalamessa, "el escándalo procedía del cuerpo físico de Jesús; de su carne tan parecida a la nuestra, salvo por el pecado". Y "aún hoy es su cuerpo, su carne la que escandaliza: su cuerpo místico, la Iglesia, tan semejante al resto de la humanidad, sin excluir siquiera el pecado". Por eso, así como Juan Bautista "hizo reconocer a Cristo bajo la humildad de la carne a sus contemporáneos, así es necesario hoy hacerlo reconocer en la pobreza de la Iglesia y de nuestra propia vida".

A continuación, el cardenal habló de la nueva evangelización, que San Juan Pablo II describió como "nueva en el fervor, nueva en los métodos y nueva en las expresiones". A este respecto, dijo Cantalamessa, Juan Bautista es un maestro sobre todo en la primera de estas tres cosas, el fervor. "No es un gran teólogo, tiene una cristología muy rudimentaria. No conoce todavía los títulos más altos de Jesús: Hijo de Dios, Verbo, ni siquiera el de Hijo del Hombre"; además, utiliza imágenes sencillas. Pero, a pesar de "la pobreza de su teología", tiene el mérito de conseguir "hacer sentir la grandeza y la unicidad de Cristo". Por eso, "a la manera de Juan Bautista, todos pueden ser evangelizadores".

Además, aclaraba el capuchino, en la evangelización no puede haber contenidos verdadera y totalmente nuevos; puede haber, sin embargo, "contenidos nuevos, en el sentido de que en el pasado no habían sido suficientemente resaltados, que habían permanecido en la sombra, poco valorados". San Gregorio Magno decía que "la Escritura crece con quienes la leen". Y también explicaba por qué. "Uno comprende [las Escrituras] tanto más profundamente cuanto más atención les presta (Hom en Ez. i, 7, 8)". Y este crecimiento se realiza en primer lugar "a nivel personal, en el crecimiento en la santidad; pero también se realiza a nivel universal, en la medida en que la Iglesia avanza en la historia".

Lo que hace a veces tan difícil aceptar el "crecimiento" del que habla Gregorio Magno es "la escasa atención que se presta a la historia del desarrollo de la doctrina cristiana desde sus orígenes hasta hoy, o un conocimiento muy superficial de la misma", señaló Cantalamessa. Esta historia atestigua, de hecho, que siempre ha habido crecimiento, como demostró el santo cardenal John Henry Newman en un famoso ensayo. La Revelación -la Escritura y la Tradición juntas- "crece según las exigencias y las provocaciones que se le plantean en el curso de la historia". Jesús prometió a los apóstoles que el Paráclito "les conduciría 'a toda la verdad' (Jn 16,13), pero no especificó en cuánto tiempo: si en una o dos generaciones, o en cambio -como todo parece indicar- mientras la Iglesia peregrine sobre la tierra".

A continuación, el cardenal señaló cómo la predicación de Juan el Bautista ofrece la ocasión "para una observación tópica sobre este "crecimiento" de la Palabra de Dios que el Espíritu Santo obra en la historia". De hecho, aunque la tradición litúrgica y teológica ha recogido principalmente el grito de él: "¡He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!", en realidad, sin embargo, esto sería sólo "la mitad de la profecía de Juan" sobre Cristo. También define a Jesús como el "que bautiza en el Espíritu Santo", significando que la salvación cristiana "no es sólo algo negativo, un 'quitar el pecado'", sino "sobre todo algo positivo: un 'dar', infundir vida nueva, vida del Espíritu. Un renacimiento". 

domingo, 9 de abril de 2023

QUINTA PREDICACIÓN DE CUARESMA, “EN EL MUNDO TENDRÉIS TRIBULACIÓN, PERO ¡ÁNIMO!: YO HE VENCIDO AL MUNDO” (SAN JUAN 16, 33)



Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

“En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, estas son algunas de las últimas palabras que Jesús dirige a sus discípulos antes de despedirse de ellos. No son los habituales “¡Ánimo!” dirigido a los que se quedan, por uno que está a punto de partir. De hecho, añade: “No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros” (Jn 14,18).

¿Qué significa “volveré a vosotros” si está a punto de dejarlos? ¿Cómo y en qué capacidad vendrá y se quedará con ellos? Si no se comprende la respuesta a esta pregunta, nunca se comprenderá la verdadera naturaleza de la Iglesia. La respuesta está presente, como una especie de tema recurrente, en los discursos de despedida del Evangelio de Juan y es bueno escuchar de una vez los versículos en los que el tema se convierte en la nota dominante. Hagámoslo con la atención y la conmoción con que los hijos escuchan la disposición del padre respecto al bien más preciado que está a punto de dejarles:

Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros (14,16-17).

El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho (14,26).
Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (15,26-27).

Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (16,7).

Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros (16,12-14).

Pero, ¿qué es y quién es el Espíritu Santo que promete? ¿Es él mismo, Jesús, u otro? Si es él mismo, porque dice en tercera persona: “cuando venga el Paráclito…”; si es otro, ¿por qué dice en primera persona: “volveré a vosotros”? Tocamos el misterio de la relación entre el Resucitado y su Espíritu. Relación tan estrecha y misteriosa que San Pablo a veces parece identificarlos. En efecto, escribe: “El Señor es el Espíritu”, pero luego añade sin interrupción: “y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Cor 3, 17). Si es el Espíritu del Señor, no puede ser, pura y simplemente, el Señor.

La respuesta de la Escritura es que el Espíritu Santo, con la redención, se ha convertido en “el Espíritu de Cristo”; es el modo en que el Resucitado obra ahora en la Iglesia y en el mundo, habiendo sido “constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación, en virtud de la resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 4). Por eso puede decir a los discípulos: “Es bueno que me vaya”, y añadir: “pero no os dejaré huérfanos”.

Debemos liberarnos por completo de una visión de la Iglesia formada gradualmente que se ha vuelto dominante en la conciencia de muchos creyentes. La llamo visión deísta o cartesiana, por la afinidad que tiene con la visión del mundo del deísmo cartesiano. ¿Cómo era concebida la relación entre Dios y el mundo en esta visión? Más o menos así: Dios primero crea el mundo y luego se retira, dejándolo desarrollarse con las leyes que le ha dado; como un reloj al que se le ha dado suficiente cuerda para funcionar indefinidamente por sí mismo. Cualquier nueva intervención de Dios perturbaría este orden, por lo que los milagros se consideran inadmisibles. Dios, al crear el mundo, actuaría como quien le da una palmadita a un globo ligero y lo empuja por el aire, quedándose en el suelo.

¿Qué significa esta visión cuando se aplica a la Iglesia? Que Cristo fundó la Iglesia, la dotó de todas las estructuras jerárquicas y sacramentales para su funcionamiento, y luego la dejó, retirándose a su cielo en el momento de la Ascensión. Como alguien que empuja un pequeño bote hacia el mar y luego se aleja de la orilla.

¡Pero no es así! Jesús ha subido a la barca y está dentro. Hay que tomar en serio sus últimas palabras en Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Con cada nueva tempestad, incluida las que estamos viviendo, repite lo que dijo a los apóstoles en el episodio de la tempestad calmada: “¿Por qué tenéis miedo, gente de poca fe?” (Mt 8,26). Acaso ¿no estoy yo aquí con vosotros? ¿Puedo hundirme yo? ¿Puede el que creó el mar hundirse en el mar?

Observé con alegría que en el Anuario Pontificio, bajo el nombre del Papa, sólo figura el título de “Obispo de Roma”; todos los demás títulos: Vicario de Jesucristo, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, etc. – se enumeran como “títulos históricos” en la página siguiente. Me parece correcto, especialmente en lo que se refiere al “Vicario de Jesucristo”. Vicario es alguien que toma el lugar del jefe en su ausencia, pero Jesucristo nunca se ausentó y nunca se ausentará de su Iglesia. Con su muerte y resurrección se convirtió en “cabeza del cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,18) y seguirá siéndolo hasta el fin del mundo. Él es el verdadero y único Señor de la Iglesia.

La suya no es una presencia moral e intencional por así decirlo, no es un señorío por delegación. Cuando no podemos estar presentes personalmente en algún evento, solemos decir: “¡Estaré presente espiritualmente!”, lo cual no es de mucho consuelo y ayuda para quienes nos han invitado. Cuando decimos de Jesús que está “espiritualmente” presente, esta presencia espiritual no es una forma menos fuerte que la física, sino infinitamente más real y eficaz. Es la presencia del resucitado que actúa en el poder del Espíritu, en todo tiempo y lugar, y que actúa dentro de nosotros.

Si en la situación actual de creciente crisis energética se descubriera la existencia de una nueva fuente de energía inagotable; si finalmente descubriéramos cómo usar la energía solar a voluntad y sin efectos negativos, ¡qué alivio sería para toda la humanidad! Pues bien, la Iglesia tiene, en su campo, una fuente de energía inagotable similar: el “poder de lo alto” que es el Espíritu Santo. Jesús podría decir de él: “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo” (Jn 16,24).

* * *

Hay un momento en la historia de la salvación que recuerda de cerca las palabras de Jesús en la última cena. Es el oráculo del profeta Hageo. Dice:

“El año segundo del rey Darío, el día veintiuno del séptimo mes, dirigió Yahvé la palabra por medio del profeta Hageo, en estos términos: “Habla ahora a Zorobabel hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, a Josué hijo de Josadac, sumo sacerdote, y al resto del pueblo, y diles: ¿Quién queda entre vosotros que haya visto este templo en su primero esplendor? Y ¿qué es lo que veis ahora? ¿Verdad que os parece que no existe? ¡Pero ahora ten ánimo, Zorobabel – oráculo de Yahvé – ánimo, Josué, hijo de Josadac, sumo sacerdote; ánimo, pueblo todo de la tierra! – oráculo de Yahvé. ¡A la obra, que estoy con vosotros! – oráculo de Yahvé Sebaot… Mi espíritu sigue en medio de vosotros, no temáis” (Hag 2, 1-5).

Es uno de los poquísimos textos del Antiguo Testamento que se puede fechar con precisión: es el 17 de octubre del año 520 a.C. ¿No nos parece que las palabras de Hageo describen la situación actual de la Iglesia católica, y en muchos aspectos de toda la cristiandad? Los que tenemos bastante edad recordamos con nostalgia los tiempos, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando las iglesias se llenaban los domingos, se celebraban bodas y bautizos en la parroquia, los seminarios y los noviciados religiosos abundaban en vocaciones… “Y ¿qué es lo que veis ahora?”, podríamos decir con Hageo. No vale la pena perder el tiempo repitiendo la lista de los males presentes, de lo que a algunos les parecen solo ruinas, no diferentes a las ruinas de la antigua Roma que tenemos alrededor de nosotros en esta ciudad.

No todo lo que una vez brillaba y que lamentamos era oro. Si todo hubiera sido oro puro, si esos seminarios repletos hubieran sido fraguas de santos pastores y la formación tradicional impartida en ellos sólida y verdadera, no tendríamos que llorar tantos escándalos hoy… Pero esto no es lo que necesitamos para hablar aquí, y ciertamente no soy yo el más calificado para hacerlo. Lo que estoy ansioso por recoger es la exhortación que el profeta dirigió al pueblo de Israel ese día. No los exhortó a compadecerse de sí mismos, a resignarse y prepararse para lo peor. No; en contra dice como Jesús: “¡Ánimo y a la obra que yo estoy con vosotros; mi Espíritu estará con vosotros!”.

* * *

Pero ojo: no se trata de un vago y estéril “¡Ánimo!”. El profeta dijo anteriormente cuál es “el trabajo” que tienen que hacer. Y como nos concierne de cerca, escuchemos también el oráculo anterior de Hageo al pueblo y a sus líderes:

“Así dice Yahvé Sebaot: Este pueblo dice: «¡Todavía no ha llegado el momento de reedificar la Casa de Yahveh!» Fue, pues, dirigida la palabra de Yahvé, por medio del profeta Ageo, en estos términos: ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas? Ahora pues, así dice Yahvé Sebaot: Aplicad vuestro corazón a vuestros caminos. Habéis sembrado mucho, pero cosechado poco; habéis comido, pero sin quitar el hambre; habéis bebido, pero sin quitar la sed; os habéis vestido, mas sin calentaros, y el jornalero ha metido su jornal en bolsa rota… Subid a la montaña, traed madera, reedificad la Casa, y yo la aceptaré gustoso y me sentiré honrado, dice Yahvé” (Ag 2, 2-8).

La palabra de Dios, una vez pronunciada, vuelve a ser activa y actual cada vez que se vuelve a proclamar. No es una simple cita bíblica. Ahora somos nosotros “este pueblo” al que se dirige la palabra de Dios. ¿Qué son para nosotros hoy las “casas bien artesonadas” (algunas traducciones dicen: “bien amuebladas”) en las que estamos tentados a permanecer tranquilos? Veo tres casas concéntricas, una dentro de la otra, de las que tenemos que salir para subir al monte y reconstruir la casa de Dios.

La primera casa, bien cubierta, cuidada y amueblada, es mi yo: mi comodidad, mi gloria, mi posición en la sociedad o en la Iglesia. Es el muro más difícil de derribar, el mejor tapado. Es tan fácil confundir mi honor con el honor de Dios y de la Iglesia, el apego a mis ideas con el apego a la pura y simple verdad. El hablante en este momento no se cree una excepción. Nos quedamos dentro de este caparazón nuestro como el gusano de seda en su estuche: todo alrededor es seda, pero si el gusano no rompe el caparazón, seguirá siendo una larva y nunca se convertirá en una mariposa voladora.

Pero dejemos este tema de lado, teniendo tantas oportunidades de tratarlo. La segunda casa bien cubierta de donde salir para trabajar en la “casa del Señor” es mi parroquia, mi orden religiosa, movimiento o asociación eclesial, mi Iglesia local, mi diócesis… No debemos equivocarnos. ¡Ay de nosotros si no tuviéramos amor y apego a estas realidades particulares en las que el Señor nos ha puesto y de las que tal vez somos responsables! El mal es absolutizarlas, no ver nada fuera de ellas, no interesarse sino de ellas, criticar y despreciar a quien no las comparte. En definitiva, perder de vista la catolicidad de la Iglesia. Olvidando, como dice a menudo el Santo Padre, que “el todo es mayor que la parte”. Somos un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, y en el cuerpo, dice Pablo, “si un miembro sufre, todo el cuerpo sufre” (1 Cor 12, 26). El sínodo debe servir también para esto: para hacernos conscientes y partícipes de los problemas y alegrías de toda la Iglesia católica.

Pero vayamos a la tercera casa bien cubierta. Salir de ella se hace más difícil por el hecho de que se nos ha enseñado durante siglos que salir de ella sería un pecado y una traición. Hace poco leía, con motivo de la semana de oración por la unidad de los cristianos, el testimonio de una mujer católica de un país de religión mixta. De joven, el párroco enseñaba que solo entrar físicamente en una iglesia protestante era pecado mortal. Y supongo que lo mismo se decía, del otro lado de la reja, sobre entrar en una iglesia católica.

Hablo, por supuesto, de la casa bien cubierta que es la particular denominación cristiana a la que pertenecemos, y lo hago en el recuerdo aún fresco del acontecimiento extraordinario y profético del encuentro ecuménico en Sudán del Sur el pasado mes de febrero. Todos estamos convencidos de que parte de la debilidad de nuestra evangelización y acción en el mundo se debe a la división y lucha recíproca entre los cristianos. Ocurre lo que Dios decía por Hageo:

“Esperabais mucho, y bien poco es lo que hay. Y lo que metisteis en casa lo aventé yo. ¿Por qué? – oráculo de Yahvé Sebaot – porque mi Casa está en ruinas, mientras que vosotros vais aprisa cada uno a vuestra casa” (Ag 2, 9).

Jesús le dijo a Pedro: “Sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mt 16,18). Él no dijo: “Edificaré mis Iglesias”. Debe haber entonces un sentido en el que lo que Jesús llama “mi Iglesia” abarque a todos los creyentes en él y a todos los bautizados. El Apóstol Pablo tiene una fórmula que podría cumplir esta tarea de abrazar a todos los que creen en Cristo. En el comienzo de la Primera Carta a los Corintios extiende su saludo a: “Cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos” (1 Cor 1, 2).

Por supuesto, no podemos estar satisfechos con esta unidad tan vasta pero tan vaga. Y esto justifica el compromiso y la discusión, incluso doctrinal, entre las Iglesias. Pero tampoco podemos despreciar y desatender esta unidad básica que consiste en invocar al mismo Señor Jesucristo. Quien cree en el Hijo de Dios, también cree en el Padre y en el Espíritu Santo. Es muy cierto lo que se ha repetido en varias ocasiones: “Es más importante lo que nos une que lo que nos divide”.

En los casos en que no podemos dejar de desaprobar el uso que se hace del nombre de Jesús y la forma en que se proclama el Evangelio, puede ayudarnos a superar el rechazo lo que San Pablo dijo de algunos que en su tiempo anunciaban el Evangelio “en un espíritu de rivalidad y con malas intenciones”. “¿Pero qué importa eso?” – escribe a los filipenses – “Con tal de que de alguna manera, por conveniencia o por sinceridad, se anuncie a Cristo, me gozo” (Flp 1, 16-18). Sin olvidar que también Cristianos de otras confesiones ven en nosotros católicos cosas que no pueden compartir.

El oráculo de Hageo sobre el templo reconstruido termina con una promesa radiante: “La gloria futura de esta casa será mayor que antes, dice el Señor de los ejércitos; en este lugar pondré paz” (Hag 2,9). No nos atrevemos a decir que esta profecía se cumplirá también para nosotros y que la casa de Dios que es la Iglesia del futuro será más gloriosa que la del pasado que ahora lamentamos; sin embargo, podemos esperarlo y pedírselo a Dios con espíritu de humildad y arrepentimiento.

No faltan signos alentadores: uno de los más evidentes es precisamente la búsqueda de la unidad entre los cristianos. En una entrevista con un periodista católico, en su viaje de regreso de Sudán del Sur, el arzobispo Justin Welby dijo: “Cuando vemos trabajar juntas a Iglesias que en el pasado fueron enemigas declaradas, se atacaban y quemaban sacerdotes la una de la otra, condenándose unos a otros en los términos más violentos: cuando esto sucede significa que algo espiritual está pasando. Hay una liberación del Espíritu de Dios que da una gran esperanza” [1].

* * *

La profecía de Hageo que les he comentado, Venerados Padres, hermanos y hermanas, está ligada a un recuerdo personal y pido disculpas si me atrevo a hablar de ello nuevamente aquí, después que algunos tal vez ya lo conocen. Lo hago con la certeza de que la palabra profética desata su carga de confianza y esperanza cada vez que es proclamada y escuchada con fe.

El día que mi Superior General me permitió dejar la docencia en la Universidad Católica, para dedicarme a tiempo lleno a la predicación, en la Liturgia de las Horas estaba la profecía de Hageo que he comentado. Después de recitar el Oficio, vine aquí a San Pedro. Quería pedirle al Apóstol de bendecir a mi nuevo ministerio. En un momento, mientras estaba en la plaza, esa palabra de Dios volvió con fuerza a mi mente. Me volví hacia la ventana del Papa en el Palacio Apostólico y comencé a proclamar en voz alta: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo, cardenales, obispos y todo el pueblo de la Iglesia: y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor”. Fue fácil de hacerlo porque estaba lloviendo y no había nadie alrededor.

Sólo que unos meses después, en 1980, fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y me encontré en presencia del Papa para comenzar mi primera Cuaresma. Esa palabra volvió a resonar dentro de mí, no como una cita y un recuerdo, sino como una palabra viva para ese momento. Conté lo que había hecho ese día de octubre en la Plaza de San Pedro. Luego me volví hacia el Papa que en aquel tiempo seguía el sermón desde una capilla lateral, y repetí con fuerza las palabras de Hageo: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo cardenales, obispos y pueblo de Dios: y a la obra porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. Mi Espíritu estará con vosotros”. Y por las miradas me parecía que las palabras daban lo que prometían: es decir, coraje, (¡aunque Juan Pablo II fuera la última persona en el mundo a la que se le debía recomendar de tener coraje!).

Hoy me atrevo a proclamar nuevamente esa palabra, sabiendo que no es una simple cita, sino una palabra siempre viva que vuelve a cumplir cada vez lo que promete. ¡Ánimo, pues, Papa Francisco! Ánimo, colegas cardenales, obispos, sacerdotes y fieles de la Iglesia católica y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. ¡Mi Espíritu estará vosotros!”.

Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, les deseo a todos una Santa Pascua de paz y de esperanza.

1. En “The Tablet”, 11 de Febrero de 2023, p. 6.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

Fuente:https://caminocatolico.com/5a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-31-3-2023-animo-y-al-trabajo-porque-yo-estoy-con-vosotros-dice-el-senor-mi-espiritu-estara-con-ustedes/

jueves, 23 de marzo de 2023

TERCERA PREDICACIÓN DE CUARESMA, “¡DIOS ES AMOR!”

 


Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.



¡Necesitamos teología!


Para vuestro y mi consuelo, Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, esta meditación se centrará toda y sólo en Dios. La teología, es decir, el discurso sobre Dios, no puede quedar ajena a la realidad del Sínodo, tal como no puede quedar ajena a cualquier otro momento de la vida de la Iglesia. Sin teología, la fe se convertiría fácilmente en repetición muerta; le faltaría el instrumento principal para su inculturación.

Para cumplir esta tarea, la misma teología necesita una profunda renovación. Lo que necesita el pueblo de Dios es una teología que no hable de Dios siempre y sólo “en tercera persona”, con categorías a menudo tomadas del sistema filosófico del momento, incomprensibles fuera del pequeño círculo de los “iniciados”. Está escrito que “el Verbo se hizo carne”, pero en teología, ¡muchas veces el Verbo se hizo sólo idea! Karl Bart esperaba el advenimiento de una teología “capaz de ser predicada”, pero esta esperanza me parece lejos de cumplirse todavía. San Pablo escribió:

El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado (1 Cor 2, 10-12).

Pero, ¿dónde podemos encontrar ahora una teología que se base en el Espíritu Santo, en lugar de categorías de sabiduría humana, para conocer “las profundidades de Dios”? Para esto, es necesario recurrir a materias llamadas “opcionales”: a la “Teología espiritual”, o a la “Teología pastoral”. Henri de Lubac escribió: “El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en una forma más abstracta, que sería anterior y superior a ella. Es, por el contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada. Así sucedió con la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y lo es igualmente con la predicación de quienes les sucedieron en la Iglesia: los Padres, los Doctores y nuestros Pastores en el tiempo presente” [1].

Estoy convencido de que no hay contenido de fe, por elevado que sea, que no pueda hacerse comprensible a toda inteligencia abierta a la verdad. Si algo podemos aprender de los Padres de la Iglesia es que se puede ser profundo sin ser oscuro. San Gregorio Magno dice que la Sagrada Escritura es “simple y profunda, como un río en el que, por así decirlo, un cordero puede caminar y un elefante puede nadar” [2]. La teología debe inspirarse en este modelo. Todos deben poder encontrar pan para sus dientes: la persona simple, su alimento y la instruida, doctrina refinada para su paladar. Sin mencionar que lo que permanece oculto “a los sabios e inteligentes” a menudo se revela a los “pequeños”.

Pero me disculpo porque estoy rompiendo mi promesa inicial. No es un discurso sobre la renovación de la teología lo que pretendo hacer aquí. No tengo título para hacerlo. Más bien, quisiera mostrar cómo la teología, entendida en el sentido antes mencionado, puede contribuir a presentar de manera significativa el mensaje evangélico al hombre de hoy y a dar nueva vida a nuestra fe y a nuestra vida de oración.

La noticia más hermosa que la Iglesia tiene que hacer resonar en el mundo, la que todo corazón humano espera escuchar, es: “¡Dios te ama!”. Esta certeza debe socavar y sustituir la que siempre hemos llevado dentro de nosotros: “¡Dios te juzga!” La afirmación solemne de Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8) debe acompañar, como nota de fondo, todo anuncio cristiano, aun cuando deba recordar, como lo hace el Evangelio, las exigencias prácticas de este amor.

Cuando invocamos al Espíritu Santo -también en la presente ocasión del Sínodo- pensamos ante todo en el Espíritu Santo como luz que ilumina las situaciones y sugiere las soluciones adecuadas. Pensamos menos en el Espíritu Santo como amor. En cambio, esta es la primera y más esencial operación del Espíritu que la Iglesia necesita. Sólo la caridad construye; el conocimiento, incluso el conocimiento teológico y eclesiástico, a menudo solo infla y divide. Si nos preguntamos por qué estamos tan ansiosos por saber (¡hoy, tan emocionados ante la perspectiva de la inteligencia artificial!) y tan poco preocupados por amar, la respuesta es simple: ¡el conocimiento se traduce en poder, el amor en servicio!

El mismo Henri de Lubac escribió: “El mundo necesita saberlo: la revelación de Dios como Amor trastorna todo lo que había concebido de la divinidad” [3]... Hasta el día de hoy no hemos terminado (y nunca terminaremos) de sacar todas sus consecuencias de la revolución evangélica sobre Dios como amor. En esta meditación quisiera mostrar cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, se iluminan con nueva luz los principales misterios de nuestra fe: la Trinidad, la Encarnación y la Pasión de Cristo, y se hace menos difícil hacerlos comprender al pueblo de Dios. Cuando San Pablo define a los ministros de Cristo como “dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1), se refiere a estos misterios de la fe, no a los ritos, ni siquiera en primer lugar a los sacramentos.

¿Por qué la Trinidad?


Empecemos por la Trinidad: porque los cristianos creemos que Dios es uno y trino. Más de una vez me he encontrado predicando la palabra de Dios a cristianos que viven en países de mayoría islámica, en los que, sin embargo, existe una relativa tolerancia y posibilidad de diálogo, como ocurre en los Emiratos Árabes Unidos. Son personas, en su mayoría inmigrantes, empleadas como mano de obra. A veces me han preguntado qué responder a la pregunta que les hacen en el lugar de trabajo: “¿Por qué los cristianos decís que sois monoteístas, si no creéis en un solo Dios?”

Digo lo que les aconsejé que respondieran, porque es la explicación que debemos darnos a nosotros mismos y a quienes nos preguntan sobre el mismo problema. Creemos en un Dios trino porque creemos que Dios es amor. Todo amor es amor de alguien, o de algo; no hay amor vacío, sin objeto, así como no hay conocimiento que no sea conocimiento de alguien o de algo.

Ahora bien, ¿quién ama a Dios para llamarse amor? ¿Ama el universo? ¿El hombre? Pero entonces sólo ha sido amor durante unas pocas decenas de miles de millones de años, es decir, desde que existe el universo físico y la humanidad. ¿Antes de eso quién amaba a Dios para ser amor, ya que Dios no puede cambiar y comenzar a ser lo que antes no era? Los pensadores griegos, concibiendo a Dios sobre todo como “pensamiento”, podrían responder, como lo hace Aristóteles en su Metafísica: Dios se pensaba a sí mismo; era “pensamiento puro”, “pensamiento de pensamiento” [4]. Pero esto ya no es posible, en el momento en que se dice que Dios es amor, porque el “puro amor a sí mismo” no sería más que egoísmo o narcisismo.

Y aquí está la respuesta de la revelación, definida dogmáticamente en el Concilio de Nicea en el año 325. Dios siempre ha sido amor, ab aeterno, porque aun antes de que hubiera un objeto fuera de sí mismo al que amar, tenía la Palabra en sí mismo, “el Hijo unigénito” a quien amaba con un amor infinito que es el Espíritu Santo.

Todo esto no explica cómo la unidad puede ser al mismo tiempo trinidad, misterio incognoscible para nosotros porque se da sólo en Dios, pero nos ayuda a comprender por qué en Dios la unidad debe ser también comunión y pluralidad. Dios es amor: ¡por esto es Trinidad! Un Dios que fuera conocimiento puro o ley pura, o poder absoluto, ciertamente no necesitaría ser trino. Esto en realidad complicaría las cosas. ¡Ningún “triunvirato” y ninguna “diarquía” han durado mucho en la historia!

También los cristianos creen, por tanto, en la unidad de Dios: una unidad, sin embargo, no matemática y numérica, sino de amor y de comunión. Si hay algo que la experiencia del anuncio muestra que todavía es capaz de ayudar a las personas hoy, si no a explicar, al menos a tener una idea de la Trinidad, eso, repito, es precisamente lo que hace hincapié sobre el Amor. Dios es un “acto puro” y este acto es un acto de amor, del que emergen – simultáneamente y ab aeterno – un amante, un amado y el amor que los une.

El misterio de los misterios no es, pensándolo bien, la Trinidad, sino comprender lo que es realmente el amor. Dado que es la esencia misma de Dios, no se nos dará a entender completamente lo que es el amor ni siquiera en la vida eterna. Sin embargo, algo mejor se nos dará que conocerlo, es decir, poseerlo y estar satisfechos con él eternamente. ¡No puedes abrazar el océano, pero puedes entrar en él!

¿Por qué la encarnación?


Pasemos al otro gran misterio que hay que creer y proclamar al mundo: la Encarnación del Verbo. También ella revela una nueva dimensión vista a la luz de Dios amor. Pido perdón si en esta parte quizás demando un esfuerzo de atención mayor que el que lícitamente se le requiere a los oyentes en un sermón, pero creo que vale la pena hacer el esfuerzo por lo menos una vez en la vida.
Partamos nuevamente de la famosa pregunta de San Anselmo (1033-1109): “¿Por qué Dios se hizo hombre?” ¿Cur Deus homo? Su respuesta es conocida. Es porque sólo uno que era al mismo tiempo hombre y Dios podía redimirnos del pecado. Como hombre, en efecto, podía representar a toda la humanidad y, como Dios, lo que hacía tenía un valor infinito, proporcionado a la deuda que el hombre había contraído con Dios al pecar.

La respuesta de san Anselmo es perennemente válida, pero no es la única posible, ni es del todo satisfactoria. En el credo profesamos que el Hijo de Dios se hizo carne “por nosotros los hombres y para nuestra salvación”, pero nuestra salvación no se limita sólo a la remisión de los pecados, y mucho menos de un pecado particular, el original. Por lo tanto, hay lugar para una profundización de la fe.

Esto es lo que intenta hacer el beato Duns Escoto (1265 – 1308). Dios -dice- se hizo hombre porque éste era el designio divino original, anterior a la misma caída: es decir, que el mundo -creado “por Cristo y para él” (Col 1,16)- encontrara en él, “en la plenitud de los tiempos”, su coronación y su recapitulación (Ef 1,10).

Dios, escribe Escoto, “primero se ama a sí mismo; luego “quiere ser amado por alguien que, fuera de sí mismo, lo ame en grado supremo”. Por lo tanto, “prevé la unión con la naturaleza que tenía que amarlo en este grado supremo”. Este amante perfecto no podía ser ninguna criatura, por ser finita, sino sólo el Verbo eterno. Este, por tanto, se habría encarnado “aunque nadie hubiera pecado” [5]. El pecado de Adán no determinó el hecho mismo de la encarnación, sino sólo su modalidad de expiación a través de la pasión y la muerte.

Al principio de todo hay todavía, lamentablemente, en Escoto, como podemos ver, un Dios que hay que amar, más que un Dios que ama. Es un remanente de la visión filosófica de Dios como un “motor inmóvil”, que puede ser amado, pero no puede amar. “Dios -escribía Aristóteles- mueve el mundo en cuanto es amado”, es decir, como objeto de amor, no como quien ama [6]. De acuerdo con la visión occidental de la Trinidad, Escoto coloca la naturaleza divina, no la persona del Padre, al comienzo del discurso sobre Dios ¡Y la naturaleza no es, por supuesto, un sujeto que ama! En este punto nuestros hermanos ortodoxos, herederos de los Padres griegos, han visto más justo que nosotros los latinos.

En este punto, la Escritura nos llama a todos, creo, a dar un paso adelante hoy, incluso con respecto a Escoto, siempre conscientes, sin embargo, de que nuestras afirmaciones sobre Dios no son más que débiles signos trazados con un dedo sobre la superficie del océano. ¡Dios Padre decide la encarnación del Verbo no porque quiere tener fuera de sí a alguien que lo ame con un amor digno de sí mismo, sino porque quiere tener fuera de sí mismo alguien a quien amar con un amor digno de sí mismo! No para recibir amor, sino para darlo. Presentando a Jesús al mundo, en el Bautismo y en la Transfiguración, el Padre celestial dice: “Este es mi Hijo, el amado” (Mc 1, 11; 9,7); no dice: “Mi Hijo el amante”.

En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él, que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une. Sólo el Padre, en la Trinidad (¡y en todo el universo!), no necesita ser amado para existir; solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas. Solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas.

En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une [7]. En esto, también los Latinos tenemos algo precioso y esencial que ofrecer para una síntesis ecuménica. Una plena reconciliación entre las dos teologías no parece ya tan difícil y lejana y seré un paso adelante decisivo hacia la unidad de la Iglesia.

¿Por qué la pasión?


Llegamos al tercer gran misterio: la pasión y muerte de Cristo que estamos a punto de celebrar en la Pascua. Veamos cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, también este misterio es iluminado por una luz nueva. “Por sus llagas habéis sido curados”: con estas palabras, pronunciadas por el Servidor de Dios (Is 53, 5-6), la fe de la Iglesia ha expresado el sentido salvífico de la muerte de Cristo (1 Pt 2,24). Pero las heridas, la cruz y el dolor -hechos negativos y, como tales, sólo privación del bien- ¿pueden producir una realidad positiva como la salvación de toda la humanidad? ¡La verdad es que no fuimos salvados por el dolor de Cristo, sino por su amor! Más precisamente, por el amor que se expresa en el sacrificio de sí mismo. ¡Del amor crucificado!

A Abelardo a quien, ya en su tiempo, le repugnaba la idea de un Dios que se “complace” con la muerte de su Hijo, san Bernardo le respondió: “No fue su muerte lo que le agradó, sino su voluntad de morir espontáneamente para nosotros”: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morentis” [8].

El dolor de Cristo conserva todo su valor y la Iglesia nunca dejará de meditar en él: no, sin embargo, como causa de salvación en sí mismo, sino como signo y medida de amor: “Dios demuestra su amor hacia nosotros en el hecho de que, mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5, 8). La muerte es el signo, el amor el significado. El evangelista san Juan pone una llave de comprensión al comienzo de su relato de la Pasión: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Esto quita a la pasión de Cristo una connotación que siempre nos ha dejado perplejos e insatisfechos: la idea, es decir, de un precio y un rescate a pagar a Dios (¡o peor, al diablo!), de un sacrificio con que apaciguar la ira divina. En realidad, es más bien Dios quien hizo el gran sacrificio de darnos a su Hijo, de no “ahorrárselo”, como Abraham hizo el sacrificio de no ahorrarse a su hijo Isaac (Gn 22,16; Rom 8,32). ¡Dios es más el sujeto que el destinatario del sacrificio de la cruz!
Un amor digno de Dios

Ahora toca ver qué cambia en nuestra vida la verdad que hemos contemplado en los misterios de la Trinidad, encarnación y pasión de Cristo. Y aquí nos espera la sorpresa que nunca falla cuando tratamos de adentrarnos en los tesoros de la fe cristiana. La sorpresa es descubrir que, gracias a nuestra incorporación a Cristo, también nosotros podemos amar a Dios con un amor infinito, digno de él.

San Pablo escribe que: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5). El amor que ha sido derramado en nosotros es el mismo con el que el Padre ha amado siempre al Hijo, ¡no un amor diferente! “Yo en ellos y tú en mí -dice Jesús al Padre- para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,23.26). Nota: “el amor con que me amaste”, no otro diferente. Es un desbordamiento del amor divino de la Trinidad hacia nosotros. Dios comunica al alma – escribe san Juan de la Cruz – “el mismo amor que comunica al Hijo, aunque esto no se dé por naturaleza, como en el caso del Hijo, sino por unión” [9].

La consecuencia es que podemos amar al Padre con el amor con que el Hijo lo ama y podemos amar a Jesús con el amor con que el Padre lo ama. Todo, gracias al Espíritu Santo que es ese mismo amor. Pues, ¿qué, le damos a Dios de lo nuestro, cuando le decimos?: “¡Te amo!”. ¡Nada más que el amor que recibimos de él! Entonces, ¿absolutamente nada de nuestra parte? ¿Nuestro amor por Dios no es más que un “rebote” de su propio amor hacia él, como el eco que devuelve el sonido a su fuente?

¡No en este caso! El eco de su amor vuelve a Dios desde la cavidad de nuestro corazón, pero con algo nuevo que lo es todo para Dios: ¡el olor de nuestra libertad y nuestra gratitud de hijos! Todo esto se realiza, de manera ejemplar, en la Eucaristía. ¿Qué hacemos en él, sino ofrecer al Padre, como “nuestro sacrificio”, lo que, en realidad, el mismo Padre nos ha dado, es decir, a su Hijo Jesús?

Podemos, en la oración, decir a Dios Padre: “¡Padre, te amo con el amor con que te ama tu Hijo Jesús!” Y decirle a Jesús: “Jesús, te amo con el amor con que te ama tu Padre celestial”. ¡Y saber con certeza que no es una ilusión! “Cada vez que me esfuerzo de hacerlo yo mismo, pienso al episodio de Jacob que se presenta a su padre Isaac para recibir la bendición, haciéndose pasar por su hermano mayor (Gn 27,1-23). Y trato de imaginar lo que Dios Padre podría decirse a sí mismo en ese momento: “En verdad, la voz no es realmente la de mi Hijo primogénito; pero las manos, los pies y todo el cuerpo son los mismos que mi Hijo tomó en la tierra y trajo consigo aquí al cielo”.

¡Y estoy seguro de que me bendice, como Isaac bendijo a Jacob! Y os bendice a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas. Es la magnificencia de nuestra fe cristiana. Esperamos poder transmitir algunos fragmentos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sedientos de amor, pero que ignoran su fuente.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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1. H. de Lubac, Exégèse médièvale, I, 2, Parigi 1959, p. 670.
2. Gregorio Magno, Moralia in Job, Epist. Missoria, 4 (PL 75, 515).
3. Henri de Lubac, Histoire et Esprit, Aubier, Paris 1950.
4. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
5. Duns Scoto, Opus Parisiense, III, d. 7, q. 4 (Opera omnia, XXIII, Parigi 1894, p. 303).
6. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
7. Augustín, De Trinitate, VIII, 9,14; IX, 2,2; XV, 17,31.
8. Bernardo de Claraval, Contra errores Abelardi, VIII, 21-22: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morientis”.
9. Juan de la Cruz, Cantico Espiritual A, estrofa 38, 4.

Fuente:https://caminocatolico.com/3a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-17-3-2023-no-fuimos-salvados-por-el-dolor-de-cristo-sino-por-su-amor-expresado-en-el-sacrificio-de-si-mismo/

jueves, 16 de marzo de 2023

SEGUNDA PREDICACIÓN DE CUARESMA: “NO ME AVERGÜENZO DEL EVANGELIO QUE ES UNA FUERZA DE DIOS PARA LA SALVACIÓN”



Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

Desde la Evangelii Nuntiandi de San Pablo VI hasta la Evangelii gaudium del actual Sumo Pontífice, el tema de la evangelización ha estado en el centro de atención del Magisterio papal. A ello contribuyeron las grandes encíclicas de san Juan Pablo II, así como la constitución del Pontificio Consejo para la Evangelización, promovido por Benedicto XVI. La misma preocupación se puede ver en el título dado a la constitución para la reforma de la Curia “Praedicate Evangelium” y en la denominación “Dicasterio para la Evangelización”, dada a la antigua Congregación de Propaganda Fide. El mismo propósito se asigna ahora principalmente al Sínodo de la Iglesia. Es a ella, es decir, a la evangelización, a la que quisiera dedicar esta meditación.

La definición más corta y significativa de evangelización es la que leemos en la Primera Carta de Pedro. En ella, los apóstoles son definidos como: “aquellos que os anunciaron el Evangelio en el Espíritu Santo” (1 P 1,12). Allí se expresa lo esencial de la evangelización, es decir, su contenido –“el Evangelio” – y su método – “en el Espíritu Santo”.

Para saber qué significa la palabra “Evangelio”, la forma más segura es preguntarle a quien primero usó esta palabra griega y la hizo canónica en el lenguaje cristiano: al apóstol Pablo. Tenemos la suerte de poseer una exposición de su mano que explica lo que él entiende por “Evangelio”, y es la Carta a los Romanos. Su tema se anuncia con las palabras: “no me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para la salvación a de todo aquel que cree” (Rm 1, 16).

Para el éxito de todo nuevo esfuerzo de evangelización es vital tener claro el núcleo esencial del anuncio cristiano, y nadie lo ha destacado mejor que el Apóstol en los tres primeros capítulos de la Carta a los Romanos. De entender y aplicar su mensaje a la situación actual dependerá, estoy convencido, que de nuestro esfuerzo nazcan hijos de Dios, o si tendremos que repetir amargamente con Isaías: “Hemos concebido, tenemos dolores como si diésemos a luz viento; pero no hemos traído a la tierra salvación, y no le nacerán habitantes al orbe” (Is 26,18).

El mensaje del Apóstol en esos tres primeros capítulos de su Carta se puede resumir en dos puntos: primero, cuál es la situación de la humanidad frente a Dios tras el pecado; segundo, cómo se sale de ella, es decir, cómo uno se salva por la fe y se hace nueva criatura. Sigamos al Apóstol en su razonamiento. Mejor sigamos al Espíritu que habla por medio de él. Cualquiera que haya viajado en avión habrá escuchado de vez en cuando el anuncio: “Abróchense los cinturones porque estamos a punto de entrar en una zona de turbulencias”. La misma advertencia debe hacerse a aquellos que están a punto de leer las siguientes palabras de Pablo.

En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. (Rm 1, 18-23)

El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, se identifica, como puede verse, en la asebeia, es decir, en la impiedad. En qué consiste exactamente esta impiedad, lo explica inmediatamente el Apóstol: consiste en la negativa a “glorificar” y “dar gracias” a Dios. Este hecho de no glorificar y agradecer lo suficiente a Dios nos parece, sí, un pecado, pero no tan terrible y mortal. Necesitamos entender lo que hay detrás, es decir, la negativa a reconocer a Dios como Dios, no dándole la consideración que le corresponde. Consiste, podríamos decir, en “ignorar” a Dios, donde ignorar no significa tanto “no saber que existe” como “hacer como si no existiera”.

En el Antiguo Testamento escuchamos a Moisés clamar al pueblo: “¡Sabed que Dios es Dios!” (cf. Dt 7, 9) y un salmista retoma este grito diciendo: “¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos hizo y nosotros somos suyos!” (Sal 100, 3). Reducido a su núcleo germinal, el pecado es negar este “reconocimiento”; es el intento de la criatura de borrar, por su propia iniciativa, casi con arrogancia, la infinita diferencia que existe entre ella y Dios. El pecado ataca, así, a la raíz misma de las cosas; es un “aprisionar la verdad en la injusticia”. Es algo mucho más oscuro y más terrible de lo que el hombre puede imaginar o decir. Si los hombres supieran en vida, como sabrán en el momento de la muerte, lo que significa rechazar a Dios, morirían de miedo.

Esta negativa se ha concretado, hemos oído, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador. En la idolatría el hombre no “acepta” a Dios, sino que se hace por sí mismo un dios; es él quien decide sobre Dios, no al revés. Los papeles se invierten: el hombre se convierte en alfarero y Dios en vaso al que modela a su antojo (cf. Rm 9,20). Hoy, este antiguo intento ha adquirido un nuevo aspecto. No consiste en poner algo -ni siquiera uno mismo- en el lugar de Dios, sino en abolir, pura y simplemente, la realidad señalada por la palabra “Dios”. ¡Nihilismo! La Nada en lugar de Dios. Pero no hay necesidad de insistir en esto en este momento; interrumpiría la escucha del Apóstol que, en cambio, prosigue con su sutil razonamiento.

Pablo prosigue su acusación mostrando los frutos que se derivan, a nivel moral, del rechazo de Dios. De él deriva una disolución general de la moral, un verdadero “torrente de perdición” que arrastra a la humanidad a la ruina. Y aquí el Apóstol dibuja un cuadro impresionante de los vicios de la sociedad pagana. Sin embargo, lo más importante a retener de esta parte del mensaje paulino no es esta lista de vicios, presente, entre otras cosas, también entre los moralistas estoicos de la época. Lo desconcertante, a primera vista, es que San Pablo hace de todo este desorden moral, no la causa, sino el efecto de la ira divina. La fórmula que establece esto inequívocamente tres veces seguidas:

Por eso Dios los entregó a la impureza. […] Por eso Dios los ha abandonado a pasiones infames […]. Por cuanto despreciaron el conocimiento de Dios, Dios los entregó a un entendimiento perverso (Rm 1:24.26.28).

Ciertamente Dios no “quiere” tales cosas, pero las “permite” para hacer comprender al hombre adónde conduce su rechazo. “Estas acciones – escribe San Agustín – aunque sean castigo, también son pecados, porque la pena de la iniquidad es de ser, ella misma, iniquidad; Dios interviene para castigar el mal y de su propio castigo brotan otros pecados”. [1]

No hay distinciones ante Dios entre judíos y griegos, entre creyentes y paganos: “Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Rm 3, 23). El Apóstol tiene tanto interés en aclarar este punto que le dedica todo el segundo capítulo y parte del tercero de su Carta. Es toda la humanidad la que está en esta situación de perdición, no este o aquel individuo o pueblo.

* * *

¿Dónde está en todo esto la actualidad del mensaje del Apóstol de la que yo hablaba? Está en el remedio que san Pablo propone para esta situación que no consiste en emprender una lucha por la reforma moral de la sociedad y por la corrección de sus vicios. Para él sería como querer arrancar un árbol empezando por quitarle las hojas o las ramas más salientes, o preocuparse por eliminar la fiebre, más que por curar el mal que la provoca.

Traducido al lenguaje actual, esto significa que la evangelización no comienza con la moral, sino con el kerygma; en el lenguaje del Nuevo Testamento, no con la Ley, sino con el Evangelio. ¿Y cuál es su contenido, o núcleo? ¿Qué quiere decir Pablo con la palabra “evangelio” cuando dice que “es poder de Dios para todo aquel que cree”? ¿Creer en qué? “¡La justicia de Dios ha sido revelada!” (Rm 3, 21): esto es lo nuevo. No son los hombres que de repente cambiaron de vida y de costumbres y empezaron a hacer el bien. El hecho nuevo es que, en la plenitud de los tiempos, Dios actuó, rompió el silencio, fue el primero en extender su mano al hombre pecador.

Pero escuchemos ahora directamente al Apóstol que nos explica en qué consiste esta “acción” de Dios. Son palabras que hemos leído o escuchado cientos de veces, pero es maravilloso escuchar las melodías de una hermosa sinfonía sobre una y otra vez:

Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios – y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser el justo y justificador del que cree en Jesús. (Rm 3, 23-26).

Quiero tranquilizar a todos de inmediato: no tengo la intención de dar otro sermón sobre la justificación por la fe. Existe un peligro en el hecho de insistir únicamente en este tema. Lo que Pablo nos presenta no es una doctrina, sino un acontecimiento, más aún, una Persona. No somos salvados genéricamente “por gracia”: somos salvados por la gracia de Cristo Jesús; no somos justificados genéricamente “por la fe”: somos justificados por la fe en Cristo Jesús. Todo ha cambiado “en virtud de la redención realizada por Cristo Jesús”. El verdadero artículo con el que la Iglesia permanece o cae (el famoso articulum stantis et cadentis Ecclesiae) no es una doctrina, sino una Persona.

Me quedo sin palabras cada vez que releo esta parte de la Carta a los Romanos. Después de haber descrito, en los tonos que hemos escuchado, la situación desesperada de la humanidad, el Apóstol tiene el valor de decir que esto ha cambiado radicalmente a causa de lo ocurrido unos años antes, en una parte oscura del Imperio Romano, por un solo hombre, muerto, además, en una cruz. Sólo una moción fuerte del Espíritu Santo, un destello suyo, podría dar a un hombre la audacia de creer y proclamar esta cosa inaudita. Especialmente porque este mismo hombre una vez se “enfurecía” si alguien se atrevía a proclamar tal cosa en su presencia. El diácono Esteban había pagado el precio de su cólera…

En nosotros el susto está amortiguado por veinte siglos de confirmaciones; pero pensemos cómo debieron sonar las palabras del Apóstol a la gente culta de la época. Él mismo era consciente de ello; por esto sintió la necesidad de decir: “No me avergüenzo del Evangelio” (Rm 1, 16). De hecho, uno podría avergonzarse de ello. No entiendo cómo los historiadores honestos pueden creer (como sucedió durante mucho tiempo) que Pablo sacó su certeza de los cultos helenísticos, o no sé de qué otra fuente. ¿Quién había imaginado alguna vez, o podría humanamente imaginar, tal cosa?

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Pero volvamos a nuestra intención específica que es la evangelización. ¿Qué podemos aprender de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar? A los paganos, Pablo no les dice que el remedio de su idolatría está en volver a contemplar el universo para volver de las criaturas a Dios; a los judíos, no les dice que el remedio esté en volver a observar mejor la Ley de Moisés. El remedio no está ni arriba ni atrás; está adelante, es acoger “la redención obrada por Cristo Jesús”.

Pablo, a decir verdad, no dice nada completamente nuevo. Si él fuera el autor de este mensaje sin precedentes, tendrían razón quienes dicen que el verdadero fundador del cristianismo es Saulo de Tarso, no Jesús de Nazaret. ¡Pero están equivocados! Pablo no hace más que retomar, adaptándolo a la situación del momento, el anuncio inaugural de la predicación de Jesús: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”. (Mc 1,15). En sus labios “convertíos” no significaba, como en los antiguos profetas y en Juan el Bautista: “¡Volved atrás a la observancia de la Ley y de los mandamientos!”; más bien significa: “Haced un salto adelante; ¡Entrad en el Reino que ha venido gratuitamente entre vosotros! ¡Creed en el Evangelio! Convertirse es creer. “La primera conversión consiste en creer”, escribió Santo Tomás de Aquino: Prima conversio fit per fidem. [2]

Ni el discurso de Jesús ni el discurso de Pablo se acaba, por supuesto, en este punto. En su predicación, Jesús explicará qué implica la acogida del Reino y Pablo dedicará toda la segunda parte de su Carta a enumerar las obras, o virtudes, que deben caracterizar a quienes se han convertido en nuevas criaturas. El kerygma es seguido por la parénesis, es decir, el anuncio por la exhortación. Lo importante es el orden a seguir en la vida y en el anuncio; por dónde empezar, ya que, como decía san Gregorio Magno, “no se llega a la fe a partir de las virtudes, sino a las virtudes a partir de la fe”. [3] Toda iniciativa de evangelización que quiera empezar por reformar las costumbres de la sociedad, antes de intentar cambiar el corazón de la gente, está condenada a acabar en nada, o peor aún, en política.

Pero no hay necesidad de insistir ni siquiera en eso, en este momento. Más bien debemos recoger la enseñanza positiva del Apóstol. ¿Qué le dice la Palabra de Dios a una Iglesia que, aunque herida en sí misma y comprometida a los ojos del mundo, tiene un salto de esperanza y quiere retomar, con nuevo ímpetu, su misión evangelizadora? Dice que es necesario partir de la persona de Cristo, hablar de Él “a tiempo y a destiempo”; nunca dar el discurso sobre Él por completo o supuesto. Jesús no debe estar en el trasfondo, sino en el centro de todo anuncio.

El mundo secular hace todo lo posible (¡y lamentablemente lo logra!) para mantener el nombre de Jesús a distancia, o silenciado, en cada discurso sobre la Iglesia. Nosotros debemos hacer todo lo posible para tenerle siempre presente. No para escondernos detrás de su nombre, sino porque es la fuerza y la vida de la Iglesia. Al comienzo de Evangelii gaudium, leemos estas palabras:

Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él (EG, 3).

Que yo sepa, es la primera vez que aparece la expresión “encuentro personal con Jesucristo” en un documento oficial del Magisterio. A pesar de su aparente sencillez, esta expresión encierra una novedad que debemos intentar comprender.

En la pastoral y la espiritualidad católicas, otras formas de concebir nuestra relación con Cristo eran familiares en el pasado. Se hablaba de una relación doctrinal, consistente en creer en Cristo; de una relación sacramental que se realiza en los sacramentos, de una relación eclesial, como miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; también se hablaba de una relación mística o esponsal reservada para algunas almas privilegiadas. No se hablaba -o al menos no era común hablar- de una relación personal -como entre un yo y un tú- abierta a todo creyente.

Durante los cinco siglos que tenemos a nuestras espaldas -impropiamente llamados “de la Contrarreforma”- la espiritualidad y la pastoral católica han visto con recelo esta forma de concebir la salvación. Se veía el peligro (que no era solamente remoto e hipotético) del subjetivismo, es decir, de concebir la fe y la salvación como un hecho individual, sin una verdadera relación con la Tradición y con la fe del resto de la Iglesia. La multiplicación de corrientes y denominaciones en el mundo protestante no hizo más que fortalecer esta convicción.

Ahora hemos entrado, gracias a Dios, en una nueva etapa en la que nos esforzamos por ver las diferencias, no necesariamente como mutuamente incompatibles y por lo tanto a combatir, sino, en la medida de lo posible, como riquezas podemos compartir. En este nuevo clima se comprende la exhortación a tener una “relación personal con Cristo”. En efecto, esta forma de concebir la fe nos parece la única posible, ya que hace tiempo que la fe ya no es un hecho que se absorbe como niños con la educación familiar y escolar, sino que es fruto de una decisión personal. El éxito de una misión ya no puede medirse por el número de confesiones escuchadas y comuniones distribuidas, sino por el número de personas que han pasado de ser cristianos nominales a cristianos reales, es decir, convencidos y activos en la comunidad.

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Tratemos de comprender en qué consiste realmente este famoso “encuentro personal” con Cristo. Yo digo que es como conocer a una persona en vivo, después de haberla conocido durante años solo a través de la fotografía. Uno puede conocer libros sobre Jesús, doctrinas, herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no conocerlo vivo y presente. (Insisto sobre todo en estos dos adjetivos: ¡un Jesús vivo y un Jesús presente!). Para muchos, incluso bautizados y creyentes, Jesús es un personaje del pasado, no una persona viva en el presente.

Ayuda a entender la diferencia lo que sucede en la esfera humana, cuando uno pasa de conocer a una persona a enamorarse de ella. De una mujer o de un hombre se puede saber todo: cómo se llama, cuántos años tiene, qué estudios ha hecho, a qué familia pertenece… Entonces un día le salta una chispa y se enamora de esa mujer o ese hombre. Cambia todo. Quieres estar con esa persona, tenerla para ti, temeroso de desagradarla y no ser digno de ella.

¿Cómo podemos hacer que esa chispa hacia la persona de Jesús se encienda en tantos? No se encenderá en quien escucha el mensaje evangélico si antes no se ha encendido -al menos como deseo, como búsqueda y como propósito- en quien lo anuncia. Ha habido y hay excepciones; la Palabra de Dios tiene fuerza propia y puede actuar, a veces, aunque sea pronunciada por quien no la vive; pero es la excepción.

Para consuelo y aliento de quienes trabajan institucionalmente en el campo de la evangelización, quisiera decirles que no todo depende de ellos. De ellos depende crear las condiciones para que esa chispa se encienda y se propague. Pero ella se enciende en las formas y momentos más inesperados. En la mayoría de los casos que he conocido en mi vida, ese descubrimiento de Cristo que cambia la vida se produjo al encontrarse con alguien que ya había experimentado esa gracia, al participar en una reunión, al escuchar un testimonio, al haber experimentado la presencia de Dios en un momento de gran sufrimiento, y -no puedo callarme, porque es lo que pasó conmigo – habiendo recibido el llamado bautismo del Espíritu.

Aquí vemos la necesidad de confiar cada vez más en los laicos, hombres y mujeres, para la evangelización. Ellos están más insertos en el tejido de la vida en el que suelen darse esas circunstancias. También por la escasez de nuestro número, nos es más fácil a nosotros clérigos ser pastores que pescadores de almas: más fácil pastorear a los que vienen a la Iglesia con la palabra y los sacramentos, que salir al mar a pescar a los que están lejos. Los laicos pueden suplirnos en la tarea de ser pescadores de hombres. Muchos de ellos han descubierto lo que significa conocer a un Jesús vivo y están ansiosos por compartir su descubrimiento con los demás.

Los movimientos eclesiales, que surgieron después del Concilio, fueron para muchos el lugar donde hicieron este descubrimiento. En la homilía de la Misa Crismal del Jueves Santo de 2012, la última de su pontificado, Benedicto XVI afirmó: “Quien mira la historia de la era posconciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que a menudo ha tomado formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Santa Iglesia, la presencia y acción eficaz del Espíritu Santo”. Junto a los buenos frutos, algunos de estos movimientos también han producido malos frutos. Uno debe recordar el dicho: “No tires al bebé con el agua del baño”.

Termino con las palabras finales del Itinerario de la mente hacia Dios de san Buenaventura, porque sugieren por dónde empezar para realizar, o renovar, nuestra “relación personal con Cristo” y convertirnos en valientes heraldos de ella:

Esta sabiduría mística secretísima – escribe – nadie la conoce sino quien la recibe; nadie la recibe sino aquellos que la desean; nadie la desea sino aquellos que están inflamados por dentro por el Espíritu Santo enviado por Cristo a la tierra. (4)

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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1. Agustín, De natura et gratia, 22,24.
2. Tomas de Aquino, S.Th. I-IIae, q.113, a. 4.
3. Gregorio Magno, Homilias sobre Ezechiel, II, 7 (PL 76, 1018),
4. Buenaventura de Bagnoregio, Itinerarium mentis in Deum, VII, 4.