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miércoles, 25 de marzo de 2015

DRAMA DE AMOR DE DIOS A NOSOTROS





Juan del Carmelo*

15 marzo 2015

De la indudable existencia.., del bien y del mal de esta dicotomía pueden sacarse muchas conclusiones de entre ellas la más importante es la demostrativa de la existencia de Dios. Digo indudable existencia de esta dicotomía, porque si bien, nadie pone en duda la existencia del bien y del mal, ya que diariamente lo estamos viviendo en nuestras propias carnes, el negar la existencia de Dios, está a la orden del día. La dichosa concupiscencia que todos tenemos y que resumidamente es una tendencia innata a ir hacia el mal y procurárselo a los demás, fue un fruto del pecado original del pecado original de nuestros primeros padres. Entre las muchas consecuencias que este pecado u ofensa a Dios nos originó no obedeciéndole, fueron los daños más significativos, los que se refieren a la parte espiritual de nuestro ser, es decir, a la parte que puede relacionarse con Dios, porque solo es nuestra alma la que se relaciona con Dios no nunca nuestro cuerpo o parte material.

Pongamos un ejemplo, si en vez de privarnos de la luz divina que emana de su Rostro, nos hubiese privado de la luz del sol y de la que emanan del resto de todos los astros, los ojos materiales de nuestra cara, no nos servirían para nada, tan inútiles como es en nuestro cuerpo el apéndice intestinal, que son muchos a los que les han operado de él y a los que no están operados, cualquier día el apéndice les da un disgusto y rápidamente tienen que parar por el quirófano.

Pues bien en esa situación nuestra visión sería siempre referida a los ojos de nuestra alma, y tendríamos acceso tal como lo tendremos el día que abandonemos este mundo, a todo lo que ahora no podemos ver, pues nuestra visión actual se circunscribe solo a ver, los elementos de origen material.

Dentro de esta hipótesis las posibilidades de salvación serían prácticamente totales. Primeramente no necesitaríamos fe, porque todos tendríamos evidencia de la existencia de Dios, lo cual quiere decir que no existiría el ateísmo, todo el mundo sabría que existe Dios, como ahora sabemos que existe el mar, las montañas, los ríos o los animales. Al tener capacidad de ver todo lo que se refiere al mundo del espíritu, podríamos ver la belleza o la inmundicia de las almas de nuestros semejantes. Posiblemente en vez de estar de moda, como actualmente sucede, la belleza de nuestros cuerpos o de nuestras caras, la moda sería tener un alma bella. Y si tenemos en cuenta que para la adquisición de un alma bella, es necesario, amar a Dios y cuanto más le amemos, más bella será nuestra alma, la conclusión será que todos amaríamos a Dios y el maligno no tendría posibilidad alguna de arrastrarnos a sus tinieblas de odio.

Pero si esto hubiese sucedido así, la prueba de amor para la que aquí nos encontramos para superarla, carecería de sentido, habríamos sido creados ante el cielo en el que el mal no existiría. El mal es una consecuencia del pecado, de la ofensa a Dios contraviniendo sus deseos. Habría sido un mundo sin sufrimiento alguno, pues el sufrimiento nos lo genera el mal y entonces todo habría sino Bien divino

Pero esta situación nos habría impedido, a nosotros superar la prueba de amor hacia Dios para la que aquí estamos y a Dios constatar la pureza y fuerza de nuestro amor a Él. La necesidad de existencia de esta prueba de constatación de nuestro amor a Dios, parte de la misma esencia y características propias del amor. El amor exige siempre una correspondencia entre los que se aman. Un amor no correspondido no es perfecto y termina siempre por desaparecer y Dios necesita saber que le aman

El amor a nosotros es eterno como siempre sucede con todo lo divino y por supuesto todo lo que pertenece al mundo de lo espiritual, solo lo material, lo que tiene su fundamento en la materia, es efímero. Nuestros amores humanos, sin lazo de unión con el amor de Dios, son siempre efímeros. Solo el amor humano apoyado en las gracias sacramentales del matrimonio, es perdurable. Ni siquiera, desgraciadamente son perdurables los amores entre hermanos o con otros familiares.

Para Dios es una necesidad que le demostremos nuestro amor a Él, Dios busca continuamente nuestro amor, porque su eterno y gran amor a nosotros así se lo demanda. Nos dice San Juan evangelista: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4,16). Y Él en los libros proféticos nos dice: “Con amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad”. (Jr 31,3). Y en los libros proféticos encontramos a Isaías que refrendando el amor que Dios nos tiene, nos dice; “Ahora, así dice Yahveh tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. « No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. 2 Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. 3 Porque yo soy Yahveh tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar 4 dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. 5 No temas, que yo estoy contigo; desde Oriente haré volver tu raza, y desde Poniente te reuniré. 6 Diré al Norte: "Dámelos"; y al Sur: "No los retengas", Traeré a mis hijos de lejos, y a mis hijas de los confines de la tierra; 7 a todos los que se llamen por mi nombre, a los que para mí gloria creé, plasmé e hice”. (Is 43,1-7).

El Cardenal Ratzinger, sobre el amor de Dios a nosotros escribía diciendo: “Todos nosotros existimos porque Dios nos ama. Su amor es el fundamento de nuestra eternidad. Aquel a quien Dios ama no perece jamás”. Y más tarde siendo Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, nos dice: “Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti” (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.

El Canónico polaco Tadeusz Dajczer, escribe: “…, precisamente así es Dios, un loco en su amor por el hombre…Cristo nada necesita para sí. Si quiere algo de ti, siempre se trata de tu bien. Él quiere amarte y quiere que aceptes su deseo, es decir, su amor…. El drama de Dios, que es amor, consiste en que no puede derramar su amor plenamente; en que no puede inundar el alma humana, a la que ama sin medida”.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.




* Juan del Carmelo que no es más que un seglar que, a finales de los años 80, experimentó la llamada de Dios y se vinculó al Carmelo Teresiano. Juan del Carmelo, es autor, editor y responsable del Blog El Blog de Juan del Carmelo, alojado en el espacio web de www.religionenlibertad.com

jueves, 5 de marzo de 2015

¡ESCUCHADLE!

La Transfiguración, Anónimo, Benaki Museum



Génesis 22, 1-2. 9a. 10-13.15-18;
Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10

El pasaje evangélico nos habla de la Transfiguración de Jesús. Un día Jesús tomó consigo a tres de sus discípulos y subió con ellos a lo alto de un monte (según la tradición, el Tabor). En un cierto momento, el rostro de Jesús comenzó a brillar con una luz fulgurante; y aparecieron Moisés y Elías, que hablaban con él. Por un instante, la realidad divina del Hijo de Dios, escondida bajo su humanidad, fue como liberada y Jesús apareció, también al exterior, como lo que era en realidad: la luz del mundo. Había una tal atmósfera de paz y de felicidad que Pedro no pudo dejar de exclamar: “Maestro, ¡qué bien se está aquí; hagamos tres tiendas…” Pero, en aquel instante se formó una nube que los envolvió y de la nube salió una voz que decía:

“Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.

Con estas palabras, Dios Padre entregaba a Jesús como su único y definitivo Maestro a la humanidad. Aquel imperativo “¡escuchadlo!” está cargado de toda la autoridad de Dios; pero, asimismo de todo el amor de Dios para con el hombre. Escuchar a Jesús, en efecto, no es sólo un deber y una obediencia, sino también una gracia, un privilegio, un don. Él es la verdad: siguiéndole, no podremos equivocarnos; es el amor: no busca más que nuestra felicidad.

Mas, ahora, como de costumbre, vengamos a lo práctico. La palabra “¡escuchadlo!” evidentemente no está sólo dirigida a los tres discípulos, que estaban en el Tabor, sino a los discípulos de Cristo de todos los tiempos. Es necesario por ello que nos planteemos la pregunta: “Hoy, ¿dónde habla Jesús para poderlo escuchar?”

Jesús nos habla, ante todo, a través de nuestra conciencia. Cada vez que la conciencia nos echa en cara algo del mal que hemos hecho, o nos anima a hacer algo de bueno, es Jesús el que nos habla mediante su Espíritu. La voz de la conciencia es una especie de “repetidor”, instalado dentro de nosotros, de la misma voz de Dios.

Pero, de sólo ella no basta. Es fácil hacerla decir lo que nos gusta escuchar. Puede ser deformada o efectivamente puesta a callar por nuestro egoísmo. Tiene necesidad por ello de ser iluminada y sostenida por el Evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. El Evangelio es el lugar por excelencia en el que Jesús nos habla hoy. Son innumerables las personas que han hecho experiencia de ello en su vida. La gente ama distraerse, no pensar; por esto los programas de variedades, de juegos y concursos tienen tanta escucha. Sin embargo, cuando la familia se encuentra para tener que afrontar una crisis, un gran disgusto, entonces nos damos cuenta que sólo las palabras del Evangelio están a la altura de nuestro problema y tienen algo que decirnos. Todas las demás palabras suenan a vacías y nos dejan solos, presos de nuestros problemas.

Gracias a su Evangelio, Jesús habla y, a veces, es escuchado también fuera del círculo de sus discípulos. El ideal de la “no violencia”, por ejemplo, fue inspirado por Gandhi más que por su cultura hindú, por la lectura de las Bienaventuranzas evangélicas, como sabemos por su correspondencia con el escritor ruso Tolstoi. Los fundadores mismos del marxismo, especialmente Engels, reconocían en el Evangelio la fuente inspiradora de algunos de los principios más válidos de su doctrina social. Jesús habla “muchas veces y de distintos modos” (Hebreos 1, 1) y a veces su voz llega a nosotros, los cristianos, como de rebote, desde los de fuera de la Iglesia.

Pero, es claro que ello es la excepción. El lugar ordinario en donde Jesús nos habla hoy es precisamente la Iglesia, a través de su tradición y el magisterio de los sucesores de los apóstoles. A estos, Cristo les ha dicho: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lucas 10, 16). Sabemos por experiencia que las palabras del Evangelio pueden ser interpretadas frecuentemente de modos diversos, pueden venir sometidas a decir lo que los hombres de un cierto ambiente quieren hacerles decir. ¿Quién nos asegura una interpretación auténtica, si no es la Iglesia, instituida por Cristo precisamente para tal fin? Por esto, es importante que busquemos conocer la doctrina de la Iglesia y conocerla de primera mano, como ella la entiende y la propone; no según la interpretación, frecuentemente distorsionada y reductora, de las mass-media.

Pero, ahora debo cambiar de registro. Casi tan importante como saber dónde habla Jesús hoy es saber dónde no habla. Él no habla ciertamente a través de los magos, los adivinos, los nigromantes, los que dicen horóscopos, los que expresan mensajes extraterrestres; no habla en las sesiones espiritistas, ni en el ocultismo. En la Escritura leemos esta advertencia al respecto:

“No ha de haber dentro de ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que practique la adivinación, la astrología, la hechicería o la magia, ningún encantador, ni quien consulte espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una abominación para Yahvé tu Dios y por causa de estas abominaciones desaloja Yahvé tu Dios a esas naciones a tu llegada” (Deuteronomio 18, 10-12).

Éstos eran los modos típicos de referirse a la divinidad por los paganos, que acarreaban auspicios consultando a los astros, o las vísceras de animales, o el vuelo de los pájaros. Había entre ellos dos clases expresas de sacerdotes, que sólo hacían esto; se llamaban los Augures (de ahí procede nuestro augurar y augurio) y los Auspicios o Protectores (de ahí nuestro auspiciar y auspicio). La relación con la divinidad no estaba basada en la obediencia, la confianza y el amor, sino en la astucia. Era importante arrebatar a la divinidad sus secretos y sus poderes.

Con aquella palabra de Dios: “¡Escuchadlo!” todo esto ha terminado. Hay un solo mediador entre Dios y los hombres; no estamos obligados ya más a ir “a tientas” para conocer el querer divino, para consultar esto o aquello. En Cristo tenemos toda respuesta.

Hoy desdichadamente aquellos ritos paganos han vuelto a estar de moda. Como siempre, cuando disminuye la fe verdadera, aumenta la superstición. Tomemos la cosa más inocua de entre todas, el horóscopo. No existe, se puede decir, periódico o estación de radio que no ofrezca diariamente a sus lectores u oyentes el horóscopo. Para las personas maduras, dotadas de una mínima capacidad crítica o de ironía, eso no es más que una inocua tomadura de pelo recíproca, una especie de juego y de pasatiempo. Pero, mientras tanto miremos los efectos a largo caminar. ¿Qué mentalidad se forma, especialmente entre los muchachos y los adolescentes? Aquella según la cual el éxito en la vida no depende del esfuerzo, de la aplicación en el estudio y la constancia en el trabajo, sino de factores externos, imponderables; del conseguir doblegarse en propia ventaja a ciertos poderes, propios o de otros. Peor aún, todo esto induce a pensar que en el bien y en el mal la responsabilidad no es nuestra, sino de las estrellas. Vuelve a la mente la figura de don Ferrante. Convencido que la peste no fuese debida al contagio, sino “a la fatal unión de Saturno con Júpiter” él –dice Manzoni– no tomó ninguna precaución en contra de ella y así murió “tomándosela con las estrellas” (I Promessi Sposi, cap. 37).

Es en verdad desconcertante ver cómo órganos de prensa de glorioso pasado o medios de comunicación públicos, que debieran desarrollar una función educativa, se presten a una obra tan claramente poco educativa y en la que ellos son los primeros en no creer.

Debo apuntar hacia otro ambiente en el que Jesús no habla y en donde por el contrario se le hace hablar todo el tiempo. El de las revelaciones privadas, mensajes celestiales, apariciones y voces de variada naturaleza. No digo que Cristo o la Virgen no puedan hablar incluso a través de estos medios. Lo han hecho en el pasado y lo pueden hacer, evidentemente, también hoy. Sólo que antes de dar por descontado que se trate de Jesús o de la Virgen que habla y no de la fantasía de alguien o, peor, de astutos que especulan en la buena fe de la gente, importa tener garantías. Es necesario, en este campo, esperar el juicio de la Iglesia, no precederle. No nos perdemos nunca con esperar, porque en el entretiempo tenemos ya todo lo que nos es necesario para conocer la voluntad de Dios y ponerla en práctica, si lo queremos. Dante decía bien a los cristianos de su tiempo:

“Cristianos, moveos de forma más grave:no seáis como plumas a todo viento,y no creáis que cada agua os lave.Tenéis el nuevo y el antiguo Testamento,y al pastor de la Iglesia que os guía:Esto os baste para vuestra salvación” (Paraíso V, 73-78).

San Juan de la Cruz decía que desde el Tabor se ha dicho a Jesús: “¡Escuchadlo!”, Dios en un cierto sentido ha llegado a estar mudo. Lo ha dicho todo, ya no tiene más cosas nuevas para revelar. Quien le pide nuevas revelaciones o respuestas le ofende, como si no se hubiese explicado claramente. Dios continúa diciendo a todos la misma palabra: “¡Escuchadlo! Leed el Evangelio: encontraréis más, no menos, lo que buscáis”.

El Evangelio de hoy nos ha puesto delante con toda su majestad a Cristo como Maestro de la Iglesia y de la humanidad. Descendamos también nosotros de nuestro pequeño Tabor llevando en el corazón el eco fuerte de aquella invitación del Padre: “Éste es mi Hijo amado; ¡escuchadlo!”



P. Raniero Cantalamessa, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos


http://www.cantalamessa.org/?p=2826&lang=es


martes, 30 de diciembre de 2014

EN LA VEJEZ DARÁN TODAVÍA FRUTOS





P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.





Génesis 15, 1-6; 21, 1-3; Hebreos 11, 8.11-12.17-19; 

Lucas 2, 22-40



En el Domingo después de Navidad la liturgia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús ha querido nacer en el seno de una familia humana, si bien por obra del Espíritu Santo y de una madre Virgen.

Toda familia está constituida por un conjunto de relaciones. Está, ante todo, la relación entre marido y mujer; después, entre los padres y los hijos. Hoy tendemos a cerrar aquí el cerco familiar. Pero, no es justo: hay otra relación más amplia: la de entre los abuelos y los nietos, o entre los ancianos y los jóvenes, que es hasta parte integrante de toda familia humana normal.

Este año las lecturas nos ofrecen la ocasión de reflexionar precisamente sobre este último componente de la familia: los ancianos. En la liturgia de este Domingo ellos prevalecen de forma incontrastable. Cada una de las tres lecturas nos presenta a una pareja de ancianos: la primera y la segunda lectura, a Abrahán y Sara; el Evangelio, a Simeón y Ana.

Los ancianos viven una nueva situación en el mundo de hoy; son los que más se han resentido de los vertiginosos cambios sociales de la era moderna. Dos factores han contribuido a cambiar radicalmente el papel de los ancianos. El primero es la moderna organización del trabajo. Ésta favorece la puesta al día y el conocimiento de las últimas técnicas, más que la experiencia, y por lo tanto favorece a los jóvenes; fija, además, un umbral o un paso detrás del que la persona debe dejar su profesión e ir a la jubilación. En algunas lenguas, como el inglés, el término con el que se designa a los pensionistas es aún más crudo: retirement, retiro.

El otro factor es el atestiguarse un tipo de familia así llamada monocelular, esto es, formada sólo por el marido, la mujer y los hijos, con los ancianos que sólo de tiempo en tiempo ven a los hijos y a los nietos. Todo esto ha creado los problemas que ya conocemos: soledad, marginación, enorme empobrecimiento de la vida de familia, especialmente para los niños, para los cuales los abuelos son figuras importantes y equilibradoras.

No ha sido siempre así. En la Biblia y, en general, en las sociedades antiguas, los ancianos, más que ser marginados y constituir una “edad inútil”, eran los verdaderos pilares en torno a los que giraba la familia y la sociedad. Hoy decirle a una persona “¡viejo!” suena como un insulto; pero, en un tiempo era un título honorífico. Del latín señor (que es el comparativo de senex), viejo, ha provenido nuestro “señor”. ¡Pensad un poco en qué cambio! Cuando de una persona decimos: “Se comporta como un verdadero señor” venimos a decir que se comporta como un verdadero anciano. También, la palabra presbíteros, sacerdotes, tiene el mismo origen, esta vez del griego, y significa sencillamente ancianos. Recuerdo estas cosas no por curiosidad, sino para ayudar a los ancianos a volver a encontrar una más justa idea de sí y a descubrir el don que existe en el hecho de ser ancianos.

Partimos del famoso, y por muchos temido, tiempo de ser pensionistas. Pero, ¿es en verdad, el ser pensionistas, un “retirarse”, un llegar a estar separados de la vida verdadera? Yo conozco a distintas personas para las que tal momento no ha sido el inicio del declive, sino el principio de una nueva laboriosidad. Una vez libres de un trabajo frecuentemente no escogido, no sentido como gratificante y creativo, han descubierto que tenían finalmente tiempo para dedicarse a una actividad nueva, con la que congenian más. Sobre todo, han descubierto que, después de haber trabajado toda la vida para necesidades del cuerpo y para deberes terrenos, podían finalmente dedicarse con más entusiasmo a cultivar su espíritu. Algunos profesionales han pedido anticipar su situación de pensionistas para poder dedicar el resto de sus años y de sus energías a una empresa mejor: ¡el reino de Dios! Con competencia y entusiasmo prestan su labor a la evangelización, en actualizar y realizar proyectos caritativos, en el voluntariado o sencillamente para ayudar al párroco en pequeños servicios exigidos por la comunidad. Para todos éstos se realiza aquella palabra del salmo que dice: “En la vejez producen fruto, siguen llenos de frescura y lozanía” (Salmo 92, 15).

Cuánta confianza da a este propósito la parábola de Jesús, en donde se habla del operario de la undécima hora, que recibe la misma paga que los primeros. Quiere decir que nunca es demasiado tarde. Supongamos que uno, asaltado por la necesidad, o también movido por la sed de ganancias, haya abandonado durante toda la vida el cultivar su fe, que haya permanecido lejos de los sacramentos y de todo. Pues bien, Dios le ofrece una nueva posibilidad. Como uno que nunca ha pagado los subsidios y el dueño le concede ir también como pensionista con el máximo de puntos. ¡Cuántas personas, en el paraíso, deben su salvación a los años de su ancianidad!

La Escritura traza también las líneas para una espiritualidad del anciano, esto es, un perfil de las virtudes, que más deben resplandecer en su conducta: “Di a los ancianos que sean sobrios, serios y que piensen bien; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos” (Tito 2, 2-4).

No es difícil deducir de este conjunto de recomendaciones los rasgos fundamentales que hacen a un buen anciano. En el anciano, hombre o mujer, ante todo debe sobresalir una cierta calma, dignidad, que hace de él un elemento de equilibrio en la familia. Uno que sabe relativizar las cosas en los litigios, rebajar los tonos, inducir a la reflexión y a la paciencia. Una de las situaciones más penosas, que viven hoy los ancianos, es asistir impotentes al deshacerse el matrimonio de sus hijos, con todo lo que esto comporta para los nietos, para todos. También en esta circunstancia, el anciano debe ser alguien que invita a la reconciliación, puntualiza no tomar decisiones precipitadas, uno que “pone paz”.

Otra virtud sugerida a los ancianos es una cierta apertura hacia los jóvenes. A las mujeres ancianas se les recomienda que “enseñen a amar” a las jóvenes. ¡Cuántas cosas hay encerradas en esta frase! Esto supone en el anciano la capacidad de saberse adaptar a los tiempos que cambian, apreciar las novedades y los valores positivos de los que son portadores los jóvenes. Uno de los defectos, que ya los antiguos echaban en cara a los ancianos, es ser laudatores temporis acti, esto es, el de alabar, en todo momento, las cosas del pasado, aquello que se decía o hacía en su tiempo. Esto es un defecto que se nota, a veces, también en los sacerdotes y en los obispos ancianos, frente a los cambios, que tienen lugar en la Iglesia.

Pero, las indicaciones más concretas para una espiritualidad del anciano nos vienen precisamente de las figuras de los ancianos, que hemos recordado al inicio. Abrahán y Sara nos dicen que la verdadera fuerza, que debe sostener a un anciano, es la fe: “Por fe, obedeció Abrahán a la llamada… Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac…”

Abrahán tenía un hijo único, Isaac, obtenido en edad avanzada, como un don explícito de Dios. Lo era todo para él. Y he aquí que un día Dios le pide llevárselo al monte y sacrificarlo. Uno se puede imaginar la pena del viejo padre. Esto me hace pensar en aquellos ancianos padres, que han tenido que acompañar a la tumba a un hijo suyo, quizás el único que tenían, y no consiguen poseer la paz.

Sabemos que Abrahán volvió a recibir al hijo vivo; Dios quería sólo poner a prueba su obediencia. Yo quisiera decirles a los ancianos, que han perdido a sus hijos: también vosotros los recibiréis vivos. Y no durante algún año, en este mundo, sino para siempre. Tened fe, porque es precisamente por la fe por lo que desde ahora podéis sentirlos como vivos y cercanos en Dios. No recurráis a otros medios extraños, ocultos, casi siempre falaces, para meteros en contacto con los difuntos. Os haríais mal a vosotros mismos, sin hacerles bien a ellos, porque esto es un poneros contra Dios.

De Simeón y de Ana, la pareja de ancianos del Evangelio, aprendemos la otra virtud fundamental de los ancianos: la esperanza. Simeón había esperado toda la vida poder ver al Mesías. Estaba ya cercano su fin, parecía todo acabado; ha continuado esperando; y un día ha tenido la alegría de estrechar entre sus brazos al Niño Jesús. Quizá, también algún anciano de entre vosotros tiene algún deseo que lo ata a la vida, por ejemplo, ver situados o colocados a todos los hijos. Para muchas madres, este deseo es ver a un hijo o una hija suya reconciliados con Dios, vueltos a la Iglesia. Continuad como Simeón esperando y rezando. La esperanza es el verdadero elixir de la eterna juventud. Se dice: “mientras hay vida hay esperanza”; pero, todavía más verdadero es lo contrario: “mientras hay esperanza hay vida”.


En los Salmos encontramos esta chocante oración de un anciano, que todos, jóvenes y viejos, podemos ahora hacer nuestra en la primera o en la segunda parte: “No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor… ¡Oh Dios, me has instruido desde joven, y he anunciado hasta hoy tus maravillas! Ahora, viejo y con canas, ¡no me abandones, Dios mío!” (Salmo 71,9.17-18).



27 de diciembre de 2014


sábado, 12 de abril de 2014

JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE





1. Oriente y Occidente unánimes sobre Cristo


Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la persona de Jesús. Por ejemplo, se puede partir directamente de la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir distintas vías: la vía tipológica, seguida en la más antigua catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profecías y de las figuras del Antiguo Testamento; la vía histórica, que reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las distintas tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los distintos entornos culturales del Nuevo Testamento. Se puede, por el contrario, partir de las preguntas y de los problemas del hombre de hoy, o incluso desde la propia experiencia de Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas vías ampliamente exploradas.

La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía suya de acceso al misterio de Cristo, un modo suyo de recoger y organizar los datos bíblicos que le afectan, y esta vía se llama el dogma cristológico, la vía dogmática. Por dogma cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a Cristo, definidas en los primeros concilios ecuménicos, sobre todo en el de Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a los siguientes tres pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es verdadero Dios, es una sola persona.

San León Magno es el padre que he elegido para introducirnos en las profundidades de este misterio. Por una razón muy precisa. En la teología latina estaba lista desde hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en Cristo que llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito: «Vemos dos naturalezas, no confundidas, sino unidas en una persona, Jesucristo, Dios y hombre» [1]. Tras una larga exploración, los autores griegos llegan, por su parte, a una formulación idéntica en la sustancia; pero su retraso o tiempo perdido fue algo muy distinto, porque sólo ahora se podía dar a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto ellos de relieve, entretanto, todas las implicaciones y resuelto las dificultades.

El papa san León Magno es quien se encontró gestionando el momento en que las dos corrientes del río —la latina y la griega— confluyeron juntas y con su autoridad de obispo de Roma favoreció su acogida universal. Él no se conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de Tertuliano y retomada entretanto por Agustín, sino que la adapta a los problemas surgidos en el ínterin, entre la Iglesia de Éfeso del año 431 hasta Calcedonia del año 451. Este es, a grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo expone en el famoso Tomus a Flavianum [2]:

Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a la del Verbo eterno: «El que se hizo hombre en la forma de siervo es el mismo que en la forma de Dios creó al hombre». Segundo punto: la naturaleza divina y la humana coexisten en esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión, pero conservando cada una sus propiedades naturales (salva proprietate utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era, sin dejar de ser lo que era [3]. La obra de la redención exigía que «el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo, pudiera morir en lo referido a la naturaleza humana y no morir en lo referido a la naturaleza divina». Tercer punto: la unidad de la persona justifica el uso de la comunicación de idiomas, por lo que podemos afirmar que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, y también que el Hijo del hombre vino del cielo.

Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar por fin un acuerdo entre las dos grandes «escuelas» de la teología griega, la alejandrina y la antioquena, evitando los respectivos errores que eran el monofisismo y el nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el reconocimiento, para ellos vital, de las dos naturalezas de Cristo y, por tanto, de la plena humanidad de Cristo; los alejandrinos, a pesar de algunas reservas y resistencias, podían encontrar en la formulación de León el reconocimiento de la identidad de la persona del Verbo encarnado y la del Verbo eterno, que apreciaban más que cualquier otra cosa.

Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para darse cuenta de lo presente que está en ella el pensamiento del papa León:

«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre […]; nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» [4].

Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero árida y abstracta y, en cambio, en ella se basa toda la doctrina cristiana de la salvación. Sólo si Cristo es un hombre como nosotros, lo que él hace, nos representa y nos pertenece, y sólo si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor infinito y universal, hasta el punto de que, como se canta en el Adoro te devote, «una sola gota de sangre que ha derramado salva al mundo entero del pecado» («Cuius una stilla salvum facere totum mundum qui ab obni scelere»).

Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes. Esta era la situación de la humanidad antes de Cristo, escriben, con pocas diferencias entre sí, san Anselmo entre los latinos y Cabasilas entre los ortodoxos. Por una parte estaba el hombre que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar contra Satanás para liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro lado, estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio, pero no debía hacerlo, al no ser él el deudor. Era preciso que se encontraran unidos en la misma persona quien debía luchar y quien podía vencer, y es lo que ocurrió con Jesús, «verdadero Dios y verdadero hombre, en una persona» [5].


2. El Jesús de la historia y el Cristo del dogma nuevamente unidos


Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos dos siglos, fueron investidas por un ciclón crítico que tendía a quitarlas cualquier consistencia y a calificarlas como puras invenciones de los teólogos. A partir de Strauss, se ha convertido en una especie de grito de batalla entre los estudiosos del Nuevo Testamento: liberar la figura de Cristo de los cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el único real. «La ilusión de que Jesús haya podido ser hombre en sentido pleno y que, sin embargo, como persona individual sea superior a la humanidad entera, es la cadena que aún cierra el puerto de la teología cristiana al mar abierto de la ciencia racional» [6]. Y esta es la conclusión a la que llega el estudioso: «La idea del Cristo del dogma, por una parte, y el Jesús de Nazaret de la historia, por otra, están separadas para siempre».

Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de esta tesis. El Cristo del dogma no satisface las exigencias de la ciencia racional. El ataque ha ido adelante, con soluciones alternas, casi hasta nuestros días. Se ha convertido él mismo, a su manera, en un dogma: para conocer al verdadero Jesús de la historia es preciso prescindir de la fe en él posterior a la Pascua. En este clima han proliferado reconstrucciones fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo, algunas con pretensiones de historicidad, pero en realidad basadas en hipótesis de hipótesis, respondiendo todas a gustos o reivindicaciones del momento.

Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola. Es hora de tomar nota del cambio ocurrido en este sector, de manera que se pueda salir de una cierta actitud defensiva y avergonzada que ha caracterizado a los estudiosos creyentes en estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos aquellos que en estos años han divulgado a manos llenas imágenes de Jesús dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es que ya no se pueden escribir, en buena fe, «investigaciones sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser «históricas», si prescinden, o más aún, excluyen de partida, la fe en él.

Quién personaliza de manera más clara el cambio que se está produciendo es uno de los máximos estudiosos vivos del Nuevo Testamento, el inglés James D.G. Dunn. Él ha resumido en un pequeño volumen titulado «Cambiar la perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental investigación sobre los orígenes del cristianismo [7]. El autor ha minado desde las raíces los dos presupuestos de fondo sobre los que se basó la contraposición entre el Jesús histórico y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de la historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que para conocer lo que verdaderamente dijo e hizo el Jesús histórico, es necesario liberar la tradición de las capas y de los añadidos posteriores, y remontarse hasta el estrato original, o a la primera «redacción», de una cierta perícopa evangélica.

Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe se inicia antes de la Pascua; si algunos lo han seguido y se han hecho sus discípulos es porque habían creído en él. Se trata de una fe aún imperfecta, pero de fe. En esta fe, el acontecimiento pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero saltos de cualidad, aunque menos determinantes, había habido ya antes de la Pascua, en momentos especiales, como la transfiguración, algunos milagros clamorosos, el diálogo de Cesarea de Filipo. La Pascua no constituye un comienzo absoluto.

Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun admitiendo que las tradiciones evangélicas circularon durante un cierto período en forma oral, los estudiosos aplicaban siempre a dicha tradición el modelo literario, como se hace hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto original de una obra. Si se tienen en cuenta las leyes que regulan —también en el presente, en ciertas culturas—, la transmisión oral de las tradiciones de una comunidad, se ve que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho evangélico, a la búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación que abrió las puertas a todo tipo de manipulación de los textos evangélicos, terminando por repetir lo que ocurre cuando se abre una cebolla a la búsqueda de un núcleo sólido que no existe. Algunas de estas conclusiones son las que los estudiosos católicos habían sostenido desde siempre [8], pero Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos difícilmente refutables desde dentro mismo de la investigación histórico-crítica y con sus mismas armas.

El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto XVI instaura un diálogo en su primer volumen sobre Jesús de Nazaret, da por descontado este resultado. Partiendo de un punto de vista autónomo y, por así decir, neutral, hace ver cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del Cristo de la fe post-pascual. El Jesús histórico, el de los evangelios, por ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que requiere la fe en su persona como a uno que puede corregir Moisés, que es señor del sábado, por el cual se puede hacer una excepción también al cuarto mandamiento; en definitiva, como uno que se sitúa en el mismo plano de Dios.

El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí; llega a probar la continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo del kerigma*, no va más allá. Queda por probar la continuidad entre el Cristo del kerigma y el del dogma de la Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca un desarrollo coherente de la fe neotestamentaria, o representa una ruptura respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en los años en que me ocupaba de la Historia de los orígenes cristianos y la conclusión a la que llegué no se separa de la del Cardenal Newman en su famoso ensayo «El desarrollo en la doctrina cristiana» [9]. Ha tenido lugar, sin duda, el paso de una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una cristología ontológica (lo que Cristo «es»), pero no se trata de una ruptura porque vemos que el mismo proceso se da ya dentro del kerigma, por ejemplo en el paso de la cristología de Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el tránsito desde sus primeras cartas a las de la cautividad, Filipenses y Colosenses.


* Término que significa predicación (acotación del blogger)


3. Más allá de la fórmula


Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más largamente en la parte doctrinal del tema. La persona de Jesús es el fundamento de todo en el cristianismo. «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién se preparará para la batalla?», dice san Pablo
(1 Cor 14,8); si no se tiene una idea precisa de quién es Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al mundo? Pero ahora nos queda hacer una aplicación práctica de la doctrina para la vida personal y la fe actual de la Iglesia, que es el objetivo constante de nuestro reexamen de los Padres.

Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico han dado a la Iglesia la fórmula: «Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; Jesucristo es una sola persona». Más sintéticamente aún: él es «una persona en dos naturalezas». A esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de Kierkegaard: «La terminología dogmática de la Iglesia primitiva es como un castillo mágico, donde yacen en un sueño profundo los príncipes y las princesas más legendarias. Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie con toda su gloria» [10]. Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar nueva vida a los dogmas.

La investigación sobre los evangelios —también en la apenas recordada de Dunn— nos muestra que la historia no nos puede llevar al «Jesús en sí», al Cristo como es en la realidad. Lo que alcanzamos en los evangelios es siempre, en cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que de él conservaron los discípulos, aunque sea una memoria creyente. Sucede como para su resurrección. «Algunos de los nuestros —dicen los dos discípulos de Emaús— fueron al sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron»
(Lc 24,24). La historia puede constatar que las cosas, respecto de Jesús de Nazaret, están como dijeron los discípulos en los evangelios, pero a él no lo ve.

Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un Jesús «definido», «formulado», pero Tomás de Aquino nos enseña que «la fe no termina en el enunciado (enuntiabile), sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de Calcedonia y el Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la fórmula química H2O y el agua que bebemos o en la que nadamos. Nadie puede decir que la fórmula H2O es inútil o que no describe perfectamente la realidad; ¡sólo que no es la realidad! ¿Quién nos podrá conducir al Jesús «real» que está más allá de la historia y detrás de la definición?

Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia consoladora. Existe la posibilidad de un conocimiento «inmediato» de Cristo: es el que nos da el Espíritu Santo enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-mediada» entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no constituye un diafragma o un trámite, al ser él el Espíritu de Jesús, su «alter ego», de su misma naturaleza. San Ireneo llega a decir que «el Espíritu Santo es nuestra misma comunión con Cristo» [11]. En ello la mediación del Espíritu Santo es diferente de cualquier otra mediación entre nosotros y el Resucitado, tanto eclesial como sacramental.

Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel del Espíritu Santo a efectos del conocimiento del verdadero Jesús. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de todo lo obrado por Cristo y de su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de definición «urbi et orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado»
(Hch 2,36).

San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de santificación»
(Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor, si no es gracias a una iluminación interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol atribuye al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5). Sólo si son «fortalecidos por el Espíritu», —continúa el apóstol— los creyentes serán capaces de «entender la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,16-19).

En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su relación con el Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a reconocer a Jesús venido en la carne
(cf. 1 Jn 4,2-3).


4. Jesús de Nazaret, una «persona»


Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un pequeño intento de «despertar» el dogma. Del triángulo dogmático de León Magno y de Calcedonia —«verdadero Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos limitamos a tomar en consideración sólo el último elemento: Cristo «una persona». Las definiciones dogmáticas son «estructuras abiertas», es decir, capaces de acoger significados nuevos, posibilitados por el progreso del pensamiento humano. En su fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar) indicaba la máscara que servía al actor para hacer resonar su voz en el teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el individuo, hasta su significado más alto de «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio).

En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un significado más subjetivo y relacional, favorecido, sin duda, por el uso trinitario de persona como «relación subsistente». Es decir, indica al ser humano en cuanto capaz de relación, de estar como un yo ante un tú. En ello, la fórmula latina «una persona» se reveló más fecunda que la respectiva griega de «una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto individual existente; «persona», sólo del ser humano y, por analogía, del ser divino. Nosotros hablamos hoy (y también los griegos hablan) de «dignidad de la persona», no de dignidad de la hipóstasis.

Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo. Decir que Jesús es «una persona» significa decir también que ha resucitado, que vive, que está delante de mí, que puedo hablarle de tú como él me habla de tú. Es necesario pasar constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del Jesús personaje al Jesús persona. El personaje es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el cual generalmente no se puede hablar. Jesús, desgraciadamente para la mayoría de los creyentes, es todavía un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin parar, una memoria del pasado, un conjunto de doctrinas, de dogmas o de herejías. Es un ente, más que un existente.

El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el escalofrío metafísico que produce el descubrimiento repentino de la existencia de las cosas y, en esto al menos, podemos darle crédito:

«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. Ya no me acordaba de que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie. [...] Y luego tuve este rayo de luz. Se me cortó el aliento con ello. [...] . La existencia se oculta. Está allí, alrededor de nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, por último, no se toca. [...] Y luego, de golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había revelado de repente» [12].

Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y entrar en contacto con él, persona viva, hay que pasar por una experiencia de ese tipo. Algunos exégetas interpretan el nombre divino «El que es», en el sentido de «El que está», que está presente, disponible, ahora, aquí [13]. Esta definición se aplica perfectamente también a Jesús resucitado.

Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber resucitado, está vivo, está a mi lado, puedo relacionarme con él como una persona viva con otra viva, una presente con otra presente. No con el cuerpo y ni siquiera con la sola fantasía, sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real que uno y otra. San Pablo nos asegura que es posible hacer todo «con Jesús»: ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa
(cf. 1 Cor 10,31; Col 3,17).

Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un amigo y confidente. En el subconsciente domina su imagen de resucitado, ascendido al al cielo, remoto en su trascendencia divina, que volverá un día, al final de los tiempos. Se olvida que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más aún, la perfección humana misma, posee en sumo grado el sentimiento de la amistad que es una de las cualidades más nobles del ser humano. Es Jesús quien desea semejante relación con nosotros. En su discurso de despedida, dando rienda suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamados amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre»
(Jn 15, 15).

Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no tanto en los santos (en los cuales prevalece la relación con el Maestro, el Pastor, el Salvador, el Esposo…), cuanto en esos judíos que, de manera muy a menudo no diversa de Saulo, llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de golpe se muda de una oscura amenaza, al más dulce y amado de los nombres. Un amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de discusiones en torno a Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es nunca «ideológico», sino una persona de carne y hueso. ¡De su sangre! Uno se queda conmovido al leer el testimonio de algunos de ellos. Todas las contradicciones se resuelven en un instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la lectura espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante sus propios ojos globalmente y como con acelerador. San Pablo dice que es como cuando un velo cae de los ojos
(cf. 2 Cor 3, 16).
En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción, sólo con algunos —con Lázaro y las hermanas y más aún con Juan, el «discípulo que él amaba»— tiene Jesús una relación de amistad verdadera. Pero ahora que está resucitado y ya no está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada hombre y a cada mujer la posibilidad de tenerlo como amigo, en el sentido más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el amigo del esposo, nos ayude a acoger con asombro y alegría esta posibilidad que llena la vida.


P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Cuarta predicación de Cuaresma 2014


© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


[1] Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11: CCL 2, 1199.
[2] León Magno, Carta 28.
[3] León Magno, Sermo 27,1.
[4] DS 301-302.
[5] N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus homo, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 46, art. 1, c. 3.
[6] D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte, 1865.
[7] J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical Jesus Missed (Grands Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salamanca 2006)].
[8] Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H. Schürmann sobre el origen pre-pascual de algunos dichos de Jesús: o.c., 28.
[9] Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri (Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.
[10] S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (ed. C. Fabro) (Brescia 1962) n. 196.
[11] Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1.
[12] J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza Editorial, Madrid 2014)].
[13] Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972) 212 [trad. esp. Teología del Antiguo Testamento I (Sígueme, Salamanca 1978)].


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2328&lang=es

lunes, 7 de abril de 2014

SAN AMBROSIO Y LA FE EN LA EUCARISTÍA






1. La reflexión sobre los sacramentos


Junto al tema de la Iglesia, otro tema en el que se nota un progreso en el paso de los Padres griegos a los latinos es el de los sacramentos. En los primeros había faltado una reflexión sobre los sacramentos en sí, es decir, sobre la idea de sacramento, aun habiendo tratado de manera excelente cada uno de los misterios: bautismo, unción, Eucaristía.

El iniciador de la teología sacramentaria —es decir, de lo que, a partir del siglo XII, será el De sacramentis— es nuevamente Agustín. San Ambrosio, con sus dos series de discursos «Sobre los sacramentos» y «Sobre los misterios», anticipa el nombre del tratado, pero no su contenido. También él, en efecto, se ocupa de cada uno de los sacramentos y no, todavía, de los principios comunes a todos los sacramentos: ministro, materia, forma, modo de producir la gracia…

¿Por qué, entonces, elegir a Ambrosio como maestro de fe de un tema sacramentario como es el de la Eucaristía sobre el cual queremos meditar hoy? El motivo es que Ambrosio, más que ningún otro, contribuyó a la afirmación de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y puso las bases de la futura doctrina de la transustanciación. En el De sacramentis escribe:

«Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; cuando interviene la consagración, de pan pasa a ser carne de Cristo [...] ¿Con qué palabras se realiza la consagración y de quién son estas palabras? [...] Cuando se realiza el venerable sacramento, el sacerdote ya no usa sus palabras, sino que utiliza las palabras de Cristo. Es la palabra de Cristo la que realiza este sacramento».

En el otro escrito, Sobre los misterios, el realismo eucarístico es todavía más explícito. Dice:

«La palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no puede transformar en algo diferente lo que existe? No es menos dar a las cosas una naturaleza del todo nueva que cambiar lo que tienen [...]. Este cuerpo que producimos (conficimus) sobre el altar es el cuerpo nacido de la Virgen. [...] Es, ciertamente, la verdadera carne de Cristo que fue crucificada, que fue sepultada; es, pues, verdaderamente el sacramento de su carne [...]. El mismo Señor Jesús proclama: “Esto es mi cuerpo”. Antes de la bendición de las palabras celestes se usa el nombre de otro objeto, después de la consagración se entiende cuerpo».

Sobre este punto la autoridad de Ambrosio, en el desarrollo posterior de la doctrina eucarística, prevaleció sobre la de Agustín. Éste cree ciertamente en la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía pero, como hemos visto en la anterior meditación, acentúa todavía más fuertemente su significado simbólico y eclesial. Algunos de sus discípulos llegarán a afirmar no sólo que la Eucaristía hace la Iglesia, sino que la Eucaristía es la Iglesia: «Comer el cuerpo de Cristo no es otra cosa que hacerse cuerpo de Cristo». La reacción a la herejía de Berengario de Tours que reducía la presencia de Jesús en la Eucaristía a una presencia sólo dinámica y simbólica, suscitó una reacción coral en la que las palabras de Ambrosio desempeñaron una parte importante. Él es la primera autoridad que aduce santo Tomás de Aquino en su Suma en favor de la tesis de la presencia real.

La expresión «cuerpo místico» de Cristo, que hasta entonces había servido para designar a la Eucaristía, pasó poco a poco a indicar la Iglesia, mientras que la expresión «cuerpo verdadero» se reservó ya sólo a la Eucaristía . Esta singular inversión marca, en cierto sentido, el triunfo de la herencia de Ambrosio sobre la de Agustín. Expresiones como las del himno Ave verum, en el que el cuerpo eucarístico de Cristo es saludado como «el verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que fue inmolado en la cruz y de cuyo costado brotaron agua y sangre», parecen casi copiadas de las palabras arriba recordadas de Ambrosio.

Podemos resumir así la diferencia entre las dos perspectivas. De los tres cuerpos de Cristo —el cuerpo verdadero o histórico de Jesús nacido de María, el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial— Agustín une entre sí estrechamente el segundo y el tercero, el cuerpo eucarístico y el de la Iglesia, distinguiéndolos del cuerpo real e histórico de Jesús; Ambrosio une, más aún, identifica el primero y el segundo, es decir, el cuerpo histórico de Cristo y el eucarístico, distinguiéndolos del tercero, es decir, del cuerpo eclesial.

En esta dirección se podía ir demasiado lejos, cayendo en un realismo exagerado, casi que —como decía una fórmula contrapuesta a la herejía de Berengario— el cuerpo y la sangre de Cristo estuvieran presentes sobre el altar «sensiblemente y fueran, en verdad, tocados y partidos por las manos del sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» . Pero el remedio a tal peligro estaba en la noción misma de sacramento ya clara en teología. La eucarística no es una presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son, precisamente, el pan y el vino.


2. La Eucaristía y la beraká judía


Si hay un límite en la visión de Ambrosio, es la ausencia de cualquier referencia a la acción del Espíritu Santo en la producción del cuerpo de Cristo sobre el altar. Toda la eficacia reside en las palabras de la consagración. Ellas son para él palabras creativas, es decir, palabras que no se limitan a afirmar una realidad existente, sino que producen la realidad que significan, como la frase «Fiat lux» de la creación. Esto ha influido en el escaso relieve que ha tenido en la liturgia latina la epíclesis del Espíritu Santo, que, como sabemos, desempeña en las liturgias orientales un papel tan esencial como el de las palabras de la consagración. Las nuevas Plegarias eucarísticas, con la invocación del Espíritu Santo que precede a la consagración, han querido llenar precisamente esta laguna.

Pero hay una laguna mayor de la que se empieza a tener en cuenta y que no se refiere sólo a Ambrosio y ni siquiera sólo a los Padres latinos, sino a la explicación del misterio eucarístico en su conjunto. Más que nunca se ve aquí cómo el estudio de los Padres no nos ayuda sólo a recuperar riquezas antiguas, sino también a abrirnos a lo nuevo que aparece en la historia; a imitarlos no sólo en los contenidos, sino también en el método que era el de poner al servicio de la palabra de Dios todos los recursos y los conocimientos disponibles en su contexto cultural.

El recurso nuevo que hoy disponemos para comprender la Eucaristía es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, varios factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre el cristianismo y el judaísmo, hasta contraponerlos entre sí, como hace ya Ignacio de Antioquía. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas— se convierte en una especie de consigna. Una acusación a menudo dirigida a sus adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

En relación con la Eucaristía, el nuevo clima de diálogo con el judaísmo ha hecho posible un mejor conocimiento de su matriz judía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se considera como el cumplimiento de lo que preanunció la Pascua judía, así no se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que los judíos hacían y decían a lo largo de su comida ritual. El nombre mismo, Eucaristía, no es otra cosa que la traducción de Beraká, la oración de bendición y acción de gracias hecha durante esa comida. Un primer resultado importante de este cambio ha sido que hoy ningún estudioso serio sostiene ya la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga según algunos cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia mantuvieron las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la cual ya no tenían forma de acceder, tras la separación de la Iglesia respecto de la Sinagoga. Así, para la Eucaristía, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, que era la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Seder) y semanalmente en el culto sinagogal. El primer nombre con el que es designada la Eucaristía en el Nuevo Testamento por Pablo es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con referencia evidente a la comida judía de la que se distingue ahora por la fe en Jesucristo.

Es la perspectiva en la que se sitúa también Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión ya prevalente entre los estudiosos, él acepta la cronología joánica según la cual la última cena de Jesús no fue una cena pascual, sino que fue una solemne comida de despedida; con Louis Bouyer, sostiene, además, que se pueda «trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir del canon, desde la beraká judía» .
Por diversas razones culturales e históricas, desde la escolástica en adelante, se ha tratado de explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y de accidente. Esto también era un poner al servicio de la fe los nuevos conocimientos del momento y, por tanto, una imitación del método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta vez, históricos y litúrgicos más que filosóficos.

Sobre la base de algunos estudios ya iniciados en esta dirección, sobre todo el de L. Bouyer, quisiera tratar de mostrar la luz viva que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando situamos los relatos evangélicos de la institución sobre el trasfondo de lo que sabemos de la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no resultará disminuida, sino engrandecida al máximo.


3. ¿Qué ocurrió esa noche?


Un texto que muestra el estrecho vínculo entre la liturgia judía y la cena cristiana es la Didaché. Dicho texto no es otra cosa que una colección de oraciones de la sinagoga, con la adición, aquí y allá, de las palabras «por tu servidor Jesucristo»; por lo demás, es idéntico a la liturgia de la sinagoga. El rito sinagogal estaba compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se tradujo con «Eucaristía». La beraká resume la espiritualidad de la Antigua Alianza y es la respuesta de bendición y de agradecimiento que Israel da a la palabra de amor que su Dios le había dirigido.

El ritual seguido por Jesús al dar la forma definitiva de la Eucaristía acompañaba todas las comidas de los judíos, pero asumía una importancia particular en las comidas en familia o en comunidad el sábado y los días festivos. Es suficiente un primer vistazo sobre el rito para ambientar adecuadamente la última Cena. Al comienzo de la comida, cada uno por turno tomaba en la mano una copa de vino y, antes de llevarla a los labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid». Es el primer cáliz de vino.

Pero la comida comenzaba oficialmente sólo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el pan que debía ser distribuido entre los comensales. Y, en efecto, Jesús, inmediatamente después de la frase, toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…». Y aquí el ritual, que era sólo una preparación, se convierte en la realidad. Después de la bendición del pan, que era considerada como una bendición general para toda la comida, se servían los platos habituales.

Si los precedentes de la Eucaristía se encuentran en la comida ritual de los judíos, entonces ya no tiene significado especial saber si la fiesta de Pascua coincidía con el Jueves Santo o con el Viernes Santo. Jesús no vinculó la Eucaristía con ningún detalle propio de la comida de Pascua (aparte del desajuste de la fecha, falta toda referencia a la manducación del cordero y de las hierbas amargas), sino sólo con aquellos elementos que forman parte del rito de cada día: es decir, la fracción del pan al comienzo y con la gran oración de acción de gracias al final. El carácter pascual de la última cena es innegable, pero es independiente de estas discusiones y se explica con el nexo que Jesús plantea entre la Eucaristía («mi sangre derramada por vosotros») y su muerte de cruz. Es allí donde se realiza la figura del cordero pascual al que «no se le quiebra ningún hueso» (Jn 19,36).

Pero volvamos al ritual judío. Cuando la comida está a punto de terminar y las viandas se han consumido, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le confiere el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al comienzo. Estaba prescrito que el presidente recibiera el agua del más joven de los presentes y es quizá Juan quien se la da a Jesús. Pero el maestro, en lugar de dejarse servir, da una lección de humildad, al lavarles los pies. Acabado esto, teniendo delante de sí una copa de vino mezclado con agua, invita a hacer las tres oraciones de agradecimiento: la primera, por Dios creador; la segunda, por la liberación de Egipto; la tercera, porque su obra continua en el presente. Concluida la oración, la copa pasaba de mano en mano y cada uno bebía. Este es el rito antiguo, realizado por Jesús muchas veces durante su vida.

Lucas dice que, después de haber cenado, Jesús tomó el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo ocurre en el momento en que Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de agradecimiento, es decir, a la beraká judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y se daban las gracias a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar con él una alianza de amor, sellada con la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar la vida por los suyos como el verdadero cordero, él declara concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando litúrgicamente.

En ese momento, con unas pocas y simples palabras, él abre, ofrece y estrecha con los suyos la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Cuando Jesús ofrece ese cáliz es como si dijera: «Hasta aquí, cada vez que habéis celebrado esta comida ritual habéis conmemorado el amor de Dios salvador que os ha redimido de Egipto. De ahora en adelante, cada vez que repitáis lo que hemos hecho hoy, lo haréis no ya en conmemoración de una salvación de la esclavitud material en la sangre de un animal; lo haréis en memoria de mí, Hijo de Dios que da su Sangre para redimiros de vuestros pecados. Hasta aquí habéis comido un alimento normal para celebrar una liberación material. Ahora me comeréis a mí, alimento divino sacrificado por vosotros, para haceros una sola cosa conmigo. Y me comeréis y beberéis mi sangre en el acto mismo en que yo me sacrifico por vosotros. Esta es la nueva y eterna Alianza en mi amor».

Al añadir las palabras: «Haced esto en memoria de mí», Jesús confiere un alcance ilimitado a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que él ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que él hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte por el mundo. La figura del cordero pascual sobre la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento, es decir, como memorial perenne del acontecimiento. El acontecimiento sucede una sola vez (semel) (Heb 10,12); el sacramento, cada vez que lo queremos (quotiescumque) (1 Cor 11,26).
La idea del «memorial» que Jesús retoma del ritual judío del sábado y de los días festivos, referida en Ex 12, 14, encierra la esencia misma de la Misa, su teología, su significado íntimo para la salvación. El memorial bíblico es mucho más que una simple conmemoración, que un simple recuerdo subjetivo del pasado. Gracias a él, interviene, fuera de la mente del orante, una realidad que tiene una existencia propia, que no pertenece al pasado, sino que existe y actúa en el presente y seguirá obrando en el futuro. El memorial que hasta ahora era la prenda de la fidelidad de Dios con Israel, es ahora el cuerpo partido y la sangre derramada del Hijo de Dios, el sacrificio del Calvario «re-presentado» (es decir, hecho nuevamente presente) en la Eucaristía de la Iglesia.

Aquí se descubre el sentido y la preciosidad de la insistencia de Ambrosio, y tras él, en forma más evolucionada, de los teólogos escolásticos y del Concilio de Trento, sobre la presencia «verdadera, real y sustancial de Cristo» en la Eucaristía. En efecto, sólo así es posible conservar en el «memorial» instituido por Jesús su carácter objetivo de don absoluto, sin condiciones, independiente de todo, incluso de la fe de quien lo recibe, como lo había sido su encarnación.


4. Nuestra firma sobre el don


¿Cuál es nuestro lugar en el drama humano-divino que hemos recordado? Nuestra reflexión sobre la Eucaristía debe conducirnos precisamente a descubrir esto. Por nosotros, en efecto, para implicarnos en su acción, Jesús ha hecho de su don un «sacramento».

En la Eucaristía tienen lugar dos milagros: uno es el que hace del pan y del vino el cuerpo y la sangre de Cristo; el otro es el que hace de nosotros «un sacrificio vivo agradable a Dios», que nos une al sacrificio de Cristo, como actores, y no sólo como espectadores. En el ofertorio hemos ofrecido pan y vino, que para Dios no tenían, obviamente, ni valor ni significado por sí mismos. Ahora, en la consagración, es Cristo quien pone ese valor que yo no puedo poner en mi ofrenda. En este momento pan y vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo que se entrega a la muerte en un supremo acto de amor al Padre.

He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don, carente de valor, se ha convertido en el don perfecto para el Padre. Jesús, no se da solo en el pan y el vino, nos toma también a nosotros y nos cambia (místicamente, no realmente) en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su don de amor al Padre. En ese pan y en ese vino estamos también nosotros: «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece sí misma», escribe Agustín.

Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una familia numerosa en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama desmedidamente a su padre. Por su cumpleaños quiere hacerle un regalo valioso. Pero antes de presentárselo pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que estampen su firma sobre el regalo. Éste llega, pues, a manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, indistintamente, aunque, en realidad, uno sólo ha pagado el precio del mismo.

Eso es lo que ocurre en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celeste. A él le quiere hacer cada día, hasta el final del mundo, el regalo más valioso que se pueda pensar, el de su propia vida. En la Misa él invita a todos sus «hermanos» a que estampen su firma sobre el don, de manera que llegue a Dios Padre como el don indiferenciado de todos sus hijos, aunque uno sólo ya ha pagado el precio de dicho don. ¡Y qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz; nuestra firma, explica Agustín, es sobre todo el «amén» que los fieles pronuncian en el momento de la comunión: «A lo que sois respondéis: Amén y al responder lo suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tú respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois». Toda la eclesiología eucarística de Agustín que hemos recordado la vez pasada encuentra aquí su campo de aplicación. Si no se puede decir que la Eucaristía es la Iglesia (como llevaron a afirmar algunos de sus discípulos), se puede y se debe decir que la Eucaristía hace a la Iglesia.

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene luego el deber de honrar la propia firma. Esto quiere decir que, al salir de la Misa, debemos hacer también nosotros de nuestra vida un regalo de amor al Padre y para los hermanos. Debemos decir también nosotros, mentalmente, a los hermanos: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Tomad mi tiempo, mis capacidades, mi atención. Tomad también mi sangre, es decir, mis sufrimientos, todo lo que me humilla, me mortifica, limita mis fuerzas, mi propia muerte física. Quiero que toda mi vida sea, como la de Cristo, pan partido y vino derramado por los otros. Quiero hacer de toda mi vida una Eucaristía.

He mencionado al comienzo la Didaché, como el documento que marca el tránsito desde la liturgia judía a la cristiana. Terminamos con una de sus oraciones que ha inspirado muchas plegarias eucarísticas posteriores de la Iglesia:

«Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo uno,
así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino
porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, en los siglos. Amén».



P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Tercera predicación de Cuaresma 2014


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© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


1. Cf. J. KELLY, Il pensiero cristiano degli origini (Bolonia 1972) 415ss.
2. AMBROSIO, De sacramentis, IV,14-16 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
3. AMBROSIO, De mysteriis, 52-53 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
4.GUILLERMO DE SAINT-THIERRY: PL 184, 403.
5.Cf. S. Th., III, q. 75, aa. 1ss.
6.Es el proceso reconstruido por H. DE LUBAC, en Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Maoyen Age (Aubier, París 1949) [trad. ital. Corpus Mysticum. L’Eucaristia e la Chiesa nel Medioevo (Jaka Book, Milán 1996).
7.DENZINGER-SCHÖNMETZER, Enchiridion Symbolorum, n. 690.
8.IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Magnesios, 10,3.
9. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (La Esfera de los Libros, Madrid 22011)]; cf. L. BOUYER, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la Plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
10.Además del libro citado de L. BOUYER, cf. A. BAUMSTARK, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. ALONSO SCHÖKEL, Meditaciones biblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); SEUNG AI YANG, Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique, en Encyclopedie de l’Eucaristie (Du Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. Enciclopedia de la Eucaristía (Desclée de Brouwer, Bilbao 2004)].
11.Cf. CONC. TRIDENTINO, Canon 1 de SS. Eucharistiae sacramento: DS 1651.
12. AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6: CCL 47, 279 («In ea re quam offert, ipsa offertur»).
13.AGUSTÍN, Sermo 272: PL 38,1247s.
14.Didache, IX,4.


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2320&lang=es