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jueves, 3 de marzo de 2016

LA ADORACIÓN EN ESPÍRITU Y VERDAD (Reflexión sobre la Constitución Sacrosanctum Concilium)




Primera Predicación de Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa


1. El Concilio Vaticano II: un afluente, no el río.


En estas meditaciones de cuaresma querría proseguir en las reflexiones sobre otros grandes documentos del Vaticano II, después de haber meditado en Adviento, sobre la Lumen Gentium. Creo entretanto que sea útil hacer una premisa. El Vaticano II es un afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman ha afirmado con fuerza que detener la tradición en un punto de su curso, incluso si fuera un concilio ecuménico, sería volver muerta una tradición y no “una tradición viviente”. La tradición es como una música. ¿Qué sería de una melodía si se detuviera en una nota, repitiéndola hasta el infinito? Sucede con un disco que se arruina y sabemos qué efecto produce.

San Juan XXIII quería que el concilio fuera para la Iglesia como “una nueva Pentecostés”. En un punto al menos esta oración ha sido escuchada. Después del concilio hubo un despertar del Espíritu Santo. Este no es más “el desconocido” en la Trinidad. La Iglesia ha tomado una conciencia más clara de su presencia y de su acción. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmaba:

“Quien mira a la historia de la época post conciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha asumido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que vuelve casi tangible la vivacidad de la santa Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo”.

Esto no significa que podemos descuidar los textos del concilio o ir más allá de esos; sino que significa releer el Concilio a la luz de sus mismos frutos. Que los concilios ecuménicos puedan tener efectos no entendidos en el momento por quienes tomaron parte, es una verdad señalada por el mismo cardenal Newman a propósito del Vaticano I [1], pero testimoniada diversas veces durante la historia. El concilio ecuménico de Éfeso del 431, con la definición de María como Theotokos, Madre de Dios, se proponía afirmar la unidad de la persona de Cristo, no de incrementar el culto a la Virgen, pero de hecho su fruto más evidente fue justamente este último.

Si hay un campo en el cual la teología y la vida de la Iglesia católica se han enriquecido en estos 50 años del post-concilio, sin dudas es el relativo al Espíritu Santo. En todas las principales denominaciones cristianas se ha afirmado en los últimos tiempos aquella que, con una expresión acuñada por Karl Barth, es definida “la Teología del tercer artículo”. La teología del tercer artículo es aquella que no termina con el artículo sobre el Espíritu Santo pero comienza con esto; que toma en cuenta el orden según el cual se formó la fe cristiana y su credo, y no solamente su producto final. Fue de hecho a la luz del Espíritu Santo que los apóstoles descubrieron quien era verdaderamente Jesús y su revelación sobre el Padre.

El credo actual de la Iglesia es perfecto y nadie se sueña de cambiarlo, pero refleja el producto final, la última etapa alcanzada por la fe
, no el camino a través el cual se llega a eso, mientras que teniendo en vista a una renovada evangelización, es vital para nosotros conocer también el camino hacia el cual se llega a la fe, no solo su codificación definitiva que proclamamos de memoria en el Credo.

Bajo esta luz aparecen claramente las implicaciones de ciertas afirmaciones del concilio, pero aparecen también algunos vacíos y lagunas que es necesario llenar, en particular justamente a propósito del rol del Espíritu Santo. San Juan Pablo II ya había tomado en cuenta esta necesidad, cuando en ocasión del XVI centenario del concilio ecuménico de Constantinópolis, en 1981, escribía en su Carta Apostólica la siguiente afirmación:

“Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha así providencialmente propuesto e iniciado (…) no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, o sea con la ayuda de su luz y de su potencia” [2].


2. El lugar del Espíritu Santo en la liturgia


Esta premisa general se revela particularmente útil al abordar el tema de la liturgia, la Sacrosanctum concilium. El texto nace de la necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de una renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica. Desde este punto de vista, sus frutos han sido tantos, y muy benéficos para la Iglesia. Se advertía menos en ese momento, la necesidad de detenerse en lo que, después de Romano Guardini, se suele llamar “el espíritu de la liturgia” [3] y que, en el sentido que ahora explicaré, yo la llamaría más bien “la liturgia del Espíritu” (¡Espíritu con mayúscula!).

Fieles en la intención declarada en estas nuestras meditaciones, de valorizar algunos aspectos más espirituales e interiores de los textos conciliares, es justamente sobre este punto que querría reflexionar. La SC dedica a esto solamente un breve texto inicial, fruto del debate que antecedió a la redacción final de la constitución [4]:

“Para cumplir esta obra así grande, con la cual se da a Dios una gloria perfecta y los hombres son santificados, Cristo asocia siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a su Señor y por medio él vuelve el culto al eterno Padre”. Justamente por esto la liturgia es considerada como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo. En ella la santificación del hombre está simbolizada por medio de signos sensibles y realizada de manera propia en cada uno de esos; en ella el culto público integral está ejercitado por el cuerpo místico de Jesucristo, o sea por la cabeza y sus miembros. Por lo tanto cada celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado” [5].

Es en los sujetos, o en los ‘actores’, de la liturgia que hoy estamos en grado de notar una laguna en esta descripción. Los protagonistas aquí puestos en luz son dos: Cristo y la Iglesia. Falta una mención al lugar del Espíritu Santo. También en el resto de la constitución, el Espíritu Santo no es nunca objeto de una mención directa, solamente nominado aquí y allí, y siempre ‘oblicuamente’.

El Apocalipsis nos indica el orden y el número completo de los actores litúrgicos cuando resume el culto cristiano en la frase: “¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven!”
(Ap 22,17). Pero Jesús ya había expresado de manera perfecta la naturaleza y la novedad del culto de la Nueva Alianza en el diálogo con la Samaritana: “Viene la hora -y es esta- en la cual los verdaderos adoradores adorarán el Padre en Espíritu y Verdad” (Gv 4, 23).

La expresión “Espíritu y Verdad”, a la luz del vocabulario de Juan, puede significar solamente dos cosas: o “el Espíritu de verdad”, o sea el Espíritu Santo
(Gv 14,17; 16,13), o el Espíritu de Cristo que es la verdad (Gv 14,6). Una cosa es cierta: esa no tiene nada que ver con la explicación subjetiva, que le gusta a los idealistas y a los románticos, según los cuales el “espíritu y verdad”, indicaría la interioridad escondida del hombre, en oposición a cada culto externo y visible. No se trata solamente del paso de lo exterior al interior, sino del paso de lo humano a lo divino.

Si la liturgia cristiana “es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo”, el camino mejor para descubrir su naturaleza es ver como Jesús ejercitó su función sacerdotal en su vida y en la muerte. La tarea del sacerdote es ofrecer “oración y sacrificios” a Dios
(cf. Ebr 5,1; 8,3). Ahora sabemos que era el Espíritu Santo que ponía en el corazón del Verbo hecho carne el grito ‘Abba’ que encierra cada oración. Lucas lo indica explícitamente cuando escribe: “En aquella misma hora Jesús exultó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza oh Padre, Señor del cielo y de la tierra…” (cf. Lc 10, 21).

La misma ofrenda de su cuerpo en sacrificio sobre la cruz, fue, según la Carta a los Hebreos, “en un Espíritu eterno”
(Ebr 9,14), o sea por un impulso del Espíritu Santo.

San Basilio tiene un texto iluminador:

“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través el único Hijo, hasta el único Padre; inversamente la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu” [6].

En otras palabras, el orden de la creación, o de la salida de las criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa a través del Hijo y llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento o de nuestro regreso a Dios, del cual la liturgia es la expresión más alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendiente y ascendiente de la misión del Espíritu Santo está presente también en el mundo latino. El beato Isaac della Stella (siglo XII) la expresa en términos muy cercanos a los de Basilio.

“Así como las cosas divinas bajan hacia nosotros desde el Padre por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así las cosas humanas ascienden al Padre a través del Hijo, en el Espíritu Santo” [7].

No se trata por así decir, de apostar por una u otra de las tres personas de la Trinidad, sino de salvaguardar el dinamismo trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo atenúa inevitablemente el carácter trinitario de la liturgia. Por esto me parece oportuno la llamada de atención que san Juan Pablo II hacía en la Novo millennio ineunte:

“Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas” [8].


3. La adoración “en el Espíritu”


Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación práctica para nuestra forma de vivir la liturgia y hacer que se lleve a cabo una de sus tareas primarias que es la santificación de las almas. El Espíritu no autoriza inventar nuevas y arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes (tarea que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida a todas las expresiones de la liturgia. En otras palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús repetido por Pablo: “Es el Espíritu que da la vida”
(Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a la liturgia.

El apóstol exhortaba a sus fieles a rezar “en el Espíritu”
(Ef. 6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar en el Espíritu? Significa permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal en su cuerpo que es la Iglesia. La oración cristiana se convierte en prolongación en el cuerpo de la oración de la cabeza. Es conocida la afirmación de san Agustín:

“El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y que es rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, es rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos por tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz” [9].

Es esta luz, la liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra de Dios”, no solo porque tiene Dios por objeto, sino también porque tiene a Dios como sujeto; Dios no solo está rezado por nosotros, sino que reza en nosotros. El mismo grito ¡Abbà! que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre
(Gal 4, 6; Rom 8, 15) demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es engendrado, sino que solamente “procede” del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo quien continúa en nosotros su oración filial.

Es sobre todo cuando la oración se hace fatiga y lucha que se descubre toda la importancia del Espíritu Santo para nuestra vida de oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración “débil”
(Rom 8, 26), en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega lo que está seco”, como decimos en la secuencia en su honor.

Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: “Padre, tú me has donado el Espíritu de Jesús; formando, por eso, “un solo Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa, o estoy simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si fuera él quien te rezara todavía desde la tierra”.

El Espíritu Santo vivifica de forma particular la oración de adoración que es el corazón de toda oración litúrgica. Su peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento que podemos nutrir solo y exclusivamente hacia las personas divinas. Es lo que distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los santos y de hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros veneramos a la Virgen, no la adoramos, contrariamente a lo que algunos piensan de los católicos.

La adoración cristiana es también la trinitaria. Lo es en su desarrollarse, porque es adoración dirigida “al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su término, porque es adoración hecha, juntos “al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.

En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado más a fondo el tema de la adoración ha sido el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a quien es necesario unirse para adorar a Dios con una adoración de valor infinito [10]. Escribe:

“De toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún un adorador infinito; […] Tu eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad y dignidad, para satisfacer plenamente este deber y hacer este homenaje divino” [11].

Si hay una laguna en esta visión que también ha dado a la Iglesia frutos bellísimo y ha plasmado la espiritualidad francesa por varios siglos, esta es la misma que hemos destacado en la constitución del Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de Bérulle pasa a la “corte real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles, los santos; falta el reconocimiento del rol esencial del Espíritu Santo.

En cada movimiento de regreso a Dios, nos ha recordado san Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez en cuando que también existe el Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las criaturas de Dios como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y el Jesús de la historia está colmado por el Espíritu Santo. Sin él, todo en la liturgia no es más que la memoria; con él, todo es también presencia.

En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés una cavidad en la roca, oculto dentro de ella habría podido contemplar su gloria sin morir
(cf. Ex 33, 21). Al comentar este pasaje, el mismo san Basilio escribe:

“¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar en el que podemos refugiarnos para contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quién lo sabemos? Por el mismo Jesús que dijo: ¡Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y verdad!” [12].

¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto al ideal de adoración cristiano! ¿Quién no siente la necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del mundo, en aquella cavidad espiritual para contemplar a Dios y adorarlo como Moisés?


4. La oración de intercesión


Junto a la adoración, un componente esencial de la oración litúrgica es la intercesión. En toda su oración, la Iglesia no hace más que interceder: por ella y por el mundo, por los justos y por los pecadores, por los vivos y por los muertos. También esta es una oración que el Espíritu Santo quiere animar y confirmar. De él, san Pablo escribe:

“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rm 8, 26-27).

El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña a interceder, a su vez, por los demás. Hacer una oración de intercesión significa unirse, en la fe, a Cristo resucitado que vive en un constante estado de intercesión por el mundo (cf. Rm 8, 34; Hb 7, 25; 1 Jn 2, 1). En la gran oración con la que concluyó su vida terrena, Jesús nos ofrece el ejemplo más sublime de intercesión:

“Ruego por ellos, por los que me has dado. […] Guárdalos en tu nombre. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Santifícalos en la verdad. […] No ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en mí…”(cf. Jn 17, 9 ss).

Del Siervo sufriente se dice, en Isaías, que Dios le premia con las multitudes “porque cargó con los pecados de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12): Esta profecía ha encontrado su perfecto cumplimiento en Jesús, que, en la cruz, intercede por sus crucifixores (cf. Lc 23, 34).

La eficacia de la oración de intercesión no depende de “multiplicar las palabras” (cf. Mt 6, 7), sino del grado de unión que se puede lograr con las disposiciones filiales de Cristo. Más que palabras de intercesión, se debe, en todo caso, multiplicar los intercesores, es decir, invocar la ayuda de María y de los santos. En la fiesta de Todos los Santos, la Iglesia pide a Dios ser escuchada “por la abundancia de los intercesores” (“multiplicatis intercessoribus”).

Se multiplican los intercesores también cuando oramos los unos por los otros. San Ambrosio dice:

“Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del conjunto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por ti, porque incluido entre todos aquellos” [13].

La oración de intercesión es tan agradable a Dios, porque es la más libre de egoísmo, refleja más de cerca la gratuidad divina y concuerda con la voluntad de Dios, que quiere que “todos los hombres se salven” (cf. 1 Tim 2, 4). Dios es como un padre compasivo que tiene el deber de castigar, pero que busca todas las excusas posibles para no tener que hacerlo y es feliz, en su corazón, cuando los hermanos del culpable lo retienen de hacerlo.

Si faltan estos brazos fraternales extendidos hacia él, se queja en la Escritura: “Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese” (Is 59, 16). Ezequiel nos transmite este lamento de Dios: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez 22, 30).

La palabra de Dios resalta el extraordinario poder que tiene junto a Dios, por su misma disposición, la oración de quienes ha puesto a la guía de su pueblo. Se dice en un salmo que Dios había decidido exterminar a su pueblo debido al ternero de oro, “si Moisés no hubiera estado en la brecha, delante de Él para desviar su cólera” (cf Sal 106, 23).

A los pastores y a las guías espirituales yo oso decir: cuando en la oración escuchan que Dios está airado con el pueblo que les ha sido confiado, ¡no se alineen en seguida con Dios, sino con el pueblo! Así hizo Moisés, hasta protestar de querer ser expulsado él mismo, con ellos, del libro de la vida (cf Es 32, 32), y la Biblia hace entender que esto era exactamente lo que Dios deseaba, porque Él “abandonó el propósito de castigar a su pueblo”.

Cuando se está delante del pueblo, entonces tenemos que dar razón, con toda la fuerza, a Dios. Pero Moisés cuando poco después se encontró delante del pueblo, entonces se encendió su ira: rompió el ternero de oro, desparramó el polvo en el agua y le hizo tragar el agua a la gente (cf Es 32, 19 ss). Solamente quien defendió al pueblo delante de Dios y llevó el peso de su pecado, tiene el derecho -y tendrá el coraje- después, de gritar contra eso, en defensa de Dios, como hizo Moisés.

Terminamos proclamando juntos el texto que refleja mejor el lugar del Espíritu Santo y la orientación trinitaria de la liturgia, o sea la doxología final del canon romano: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, cada honor y cada gloria por los siglos de los siglos, Amén”.

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap


[1] Cf. I. Ker, Newman, the Councils, and Vatican II, in “Communio”. International Catholic Review, 2001, pp. 708-728.
[2] Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981, in AAS 73 (1981) 515-527.
[3] R.Guardini, Vom Geist del Liturgie, 23 ed., Grünewald 2013; J. Ratzinger, Der Geist del Liturgie, Herder, Freiburg, i.b., 2000.
[4] Storia del Concilio Vaticano II, a cura di G. Alberigo, Bologna 1999, III, p 245 s.
[5] SC, 7.
[6] S. Basilio di Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
[7] B. Isacco della Stella, De anima (PL 194, 1888).
[8] NMI, 32.
[9] Augustin, Enarrationes in Psalmos 85, 1: CCL 39, p. 1176.
[10] M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration, Paris 1964. .
[11] P. de Bérulle, Discours de l’Etat et des grandeurs de Jésus (1623), ed. Paris 1986, Discours II, 12.
[12] S. Basilio, De Spiritu Sancto, XXVI,62 (PG 32, 181 s.).
[13] Ambrosio, De Cain et Abel, I, 39 (CSEL 32, p. 372).

miércoles, 1 de abril de 2015

NUESTRA REDENCIÓN





Juan del Carmelo*

29 marzo 2015


¡Desgraciados de nosotros…, si Jesucristo no hubiera sido crucificado y muerto para salvarnos! Todos hubiéramos tenido que parar en el infierno. Pero para ser salvados o rescatados de esta situación, en la que nos encontrábamos toda la humanidad, por razón del pecado de nuestros primeros padres, sometidos al dominio de satanás; era cronológicamente necesario ser previamente redimidos. Nuestro Catecismo católico, en los parágrafos 1707 y 1708, nos dice: "El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia" (GIS 13,1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error. De ahí, que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (GIS 13,2)”….“Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado”


Por la caída de nuestros primeros padres, la humanidad, perdió su unión con Dios; se abrió un abismo entre Dios y el hombre, que antes estaban unidos, ahora existía una separación- Y hasta que llegó la reparación por esa falta, las puertas del Cielo estaban cerradas para los miembros de la raza humana. San Agustín nos dice: “De Adán sólo nace otro Adán, y todo hijo de Adán nace con un montón de pecado. Yo soy hijo de Adán; soy, por tanto, un condenado, hijo de condenado, que con mi mala vida he acumulado pecados propios sobre el de Adán”.

Dios podía haber borrado del mapa a la humanidad, dándola por perdida; podía también haber perdonado el pecado sin más. Pero no hizo ninguna de las dos cosas, decidió que el pecado que la naturaleza humana había cometido, en la misma naturaleza humana había de ser expiado. La realidad del pecado original no es accesible a la investigación histórica o a la especulación filosófica. Es una verdad revelada que como tal se sustrae a la experiencia, aunque con su luz se esclarezcan y comprendan mejor muchas experiencias humanas. La ruptura ocasionada por el pecado no destruyó el plan de Dios sino que únicamente modificó los caminos para su realización. Lo que el pecado rompe y dispersa hay que congregarlo de nuevo por medio de las alianzas de Dios con los hombres.

Y es así, como cuando dentro de nuestro ser, comenzó la interminable rebelión de la carne contra el espíritu llamada concupiscencia. Escribe San Juan Pablo II diciéndonos: “Cristo es el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el pecado”. Y también nos dice San Juan Pablo II que: “La Redención de Cristo, sobre los descendientes de Adán y Eva es lo que nos abrió las puertas de nuestra salvación y subsiguiente también a nuestra eterna felicidad, para nosotros. Pero más importante que nuestra eterna felicidad, es nuestra deificación como hijos de Dios y todo esto tiene su razón de ser, en amor de Dios al género humano”.


La salvación traída por Cristo colma, superándolas, las aspiraciones profundas del hombre. “Dios, nos dice San Agustín, se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios”. Es el amor divino a nosotros el que inicia nuestra redención y posterior salvación de las garras de satanás. Gracias al amor, porque Dios es amor y solo amor, tal como dice San Juan: “Dios es amor y solo amor” (1Jn 4,16) y en prueba de la existencia de ese amor divino a la humanidad el mismo San Juan nos dice: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).


Pero no pensemos que el Redentor la aceptó solamente en obediencia al Padre y como a la fuerza, puesto que se ofreció a la muerte espontáneamente… llevado del gran amor que al hombre profesaba. “Una simple plegaria de Cristo, nos dice San Alfonso María de Ligorio, era más que suficiente para redimirnos, pero no lo era para declararnos el amor que nos tenía”. Como realidad histórica vemos que el único modo como Dios se ha hecho humano, para que nosotros podamos ser divinizados, es por medio de una kénosis, es decir por medio de un vaciamiento, El Hijo se vació, se anonadó, tomando para sí la naturaleza humana, de tal manera que su humanidad fue poco a poco transformada por su divinidad. Esta transformación alcanzó su umbral último en la muerte de Jesús de la cual Él resurgió totalmente Dios y totalmente humano.

Para Fulton Sheen: “La vida debe de venir siempre de la vida; no puede emerger de lo inanimado. La vida humana debe de venir de padres humanos, y la vida divina debe de ser engendrada por lo divino. La posibilidad de la vida sobrenatural fue dada a la humanidad caída a través de la Encarnación, cuando fuimos redimidos. Para que se hiciera justicia, el Redentor de la humanidad debería de ser a la vez Dios y hombre”. Debía de ser hombre pues de otra manera no podía haber actuado en nuestro nombre, representándonos; debía de ser, también Dios, ya que de otra manera no hubiese podido pagar la infinita deuda debida a Dios por la humanidad a causa del pecado. Dios no tomó obligatoriamente esta naturaleza humana de la humanidad; la aceptó como el libre don de una mujer, María, cuya libre respuesta al ángel mensajero fue: “Hágase en mí según tu palabra” [...]

Éramos unos miserables desgraciados y abominables a los ojos de Dios; más por los méritos de Jesucristo fuimos redimidos y hemos sido hallados dignos de alcanzar la divina presencia de Dios. Pero, la Redención nos consiguió la gracia que habíamos perdido, pero no modificó nuestra naturaleza, de predisposición al pecado,, que es nuestra concupiscencia. Dice San León magno, que es más grande la ganancia que hemos conseguido por la Redención de Jesucristo, que el daño que nos fue causado, por la envidia del diablo y el pecado de Adán. Evidentemente esto fue así, porque la salvación significa algo mucho más grande para nosotros que la mera liberación del pecado y de sus consecuencias en este mundo y en el otro. Significa incluso mucho más que la admisión a una vida libre de miserias y que contiene toda la felicidad. La salvación consiste más bien en ponernos en una condición en virtud de la cual la vida eterna de Dios llega a ser nuestra de acuerdo con el derecho normal de sucesión a una herencia”.

Y así la Iglesia se atreve a decir en la liturgia pascual el Sábado Santo: “¡Oh ciertamente necesario pecado de Adán, que por la muerte de Cristo fue borrado! ¡Oh feliz culpa que mereció tener tan grande Redentor!”. Tal como ya se nos ha dicho; en respuesta a la pregunta de ¿cómo nos salvó Cristo?, la respuesta es, haciéndonos parte de Él mismo. Y cuando preguntamos ¿cómo haremos para salvarnos nosotros mismos?, la respuesta es, haciéndonos parte de Cristo. Por lo tanto, si el Señor redimió al mundo aceptando silenciosamente el dolor, todo cristiano que se asocie a ese dolor con su propio sufrimiento participa del carácter redentor de Jesús. Redime junto a Jesús. Pero mientras el sufrimiento siga siendo nuestro sufrimiento y no el de Cristo reflejado en nosotros, nuestro sufrimiento no será redentor. ¡Quiera Dios que sea al menos purificador!”.


A menudo la gente piensa que el sufrimiento de Jesús de alguna manera descargaba la ira de una deidad vengativa…, como si Dios fuera un juez incapaz de perdonar, que necesita exigir su libra de carne de una víctima inocente. Estas imágenes quedan muy lejos de la verdad del evangelio. Porque el amor de Dios es justo, y su justicia es amor, tal dijo San Pablo: “El amor es la plenitud de la ley”. (Rom 13,10) [...]


La extrema gratuidad del amor redentor es más difícil de comprender, que la idea del perdón merecido a costa del sufrimiento de Cristo. El conocido teólogo dominico Garrigou-Lagrange, nos dice que: “Si su justicia divina, exigió esa reparación, su Misericordia nos ha dado al Salvador, el único capaz de reparar plenamente la ofensa o el desorden del pecado mortal”.


* Juan del Carmelo que no es más que un seglar que, a finales de los años 80, experimentó la llamada de Dios y se vinculó al Carmelo Teresiano. Juan del Carmelo, es autor, editor y responsable del Blog El Blog de Juan del Carmelo, alojado en el espacio web de www.religionenlibertad.com



miércoles, 25 de marzo de 2015

DRAMA DE AMOR DE DIOS A NOSOTROS





Juan del Carmelo*

15 marzo 2015

De la indudable existencia.., del bien y del mal de esta dicotomía pueden sacarse muchas conclusiones de entre ellas la más importante es la demostrativa de la existencia de Dios. Digo indudable existencia de esta dicotomía, porque si bien, nadie pone en duda la existencia del bien y del mal, ya que diariamente lo estamos viviendo en nuestras propias carnes, el negar la existencia de Dios, está a la orden del día. La dichosa concupiscencia que todos tenemos y que resumidamente es una tendencia innata a ir hacia el mal y procurárselo a los demás, fue un fruto del pecado original del pecado original de nuestros primeros padres. Entre las muchas consecuencias que este pecado u ofensa a Dios nos originó no obedeciéndole, fueron los daños más significativos, los que se refieren a la parte espiritual de nuestro ser, es decir, a la parte que puede relacionarse con Dios, porque solo es nuestra alma la que se relaciona con Dios no nunca nuestro cuerpo o parte material.

Pongamos un ejemplo, si en vez de privarnos de la luz divina que emana de su Rostro, nos hubiese privado de la luz del sol y de la que emanan del resto de todos los astros, los ojos materiales de nuestra cara, no nos servirían para nada, tan inútiles como es en nuestro cuerpo el apéndice intestinal, que son muchos a los que les han operado de él y a los que no están operados, cualquier día el apéndice les da un disgusto y rápidamente tienen que parar por el quirófano.

Pues bien en esa situación nuestra visión sería siempre referida a los ojos de nuestra alma, y tendríamos acceso tal como lo tendremos el día que abandonemos este mundo, a todo lo que ahora no podemos ver, pues nuestra visión actual se circunscribe solo a ver, los elementos de origen material.

Dentro de esta hipótesis las posibilidades de salvación serían prácticamente totales. Primeramente no necesitaríamos fe, porque todos tendríamos evidencia de la existencia de Dios, lo cual quiere decir que no existiría el ateísmo, todo el mundo sabría que existe Dios, como ahora sabemos que existe el mar, las montañas, los ríos o los animales. Al tener capacidad de ver todo lo que se refiere al mundo del espíritu, podríamos ver la belleza o la inmundicia de las almas de nuestros semejantes. Posiblemente en vez de estar de moda, como actualmente sucede, la belleza de nuestros cuerpos o de nuestras caras, la moda sería tener un alma bella. Y si tenemos en cuenta que para la adquisición de un alma bella, es necesario, amar a Dios y cuanto más le amemos, más bella será nuestra alma, la conclusión será que todos amaríamos a Dios y el maligno no tendría posibilidad alguna de arrastrarnos a sus tinieblas de odio.

Pero si esto hubiese sucedido así, la prueba de amor para la que aquí nos encontramos para superarla, carecería de sentido, habríamos sido creados ante el cielo en el que el mal no existiría. El mal es una consecuencia del pecado, de la ofensa a Dios contraviniendo sus deseos. Habría sido un mundo sin sufrimiento alguno, pues el sufrimiento nos lo genera el mal y entonces todo habría sino Bien divino

Pero esta situación nos habría impedido, a nosotros superar la prueba de amor hacia Dios para la que aquí estamos y a Dios constatar la pureza y fuerza de nuestro amor a Él. La necesidad de existencia de esta prueba de constatación de nuestro amor a Dios, parte de la misma esencia y características propias del amor. El amor exige siempre una correspondencia entre los que se aman. Un amor no correspondido no es perfecto y termina siempre por desaparecer y Dios necesita saber que le aman

El amor a nosotros es eterno como siempre sucede con todo lo divino y por supuesto todo lo que pertenece al mundo de lo espiritual, solo lo material, lo que tiene su fundamento en la materia, es efímero. Nuestros amores humanos, sin lazo de unión con el amor de Dios, son siempre efímeros. Solo el amor humano apoyado en las gracias sacramentales del matrimonio, es perdurable. Ni siquiera, desgraciadamente son perdurables los amores entre hermanos o con otros familiares.

Para Dios es una necesidad que le demostremos nuestro amor a Él, Dios busca continuamente nuestro amor, porque su eterno y gran amor a nosotros así se lo demanda. Nos dice San Juan evangelista: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4,16). Y Él en los libros proféticos nos dice: “Con amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad”. (Jr 31,3). Y en los libros proféticos encontramos a Isaías que refrendando el amor que Dios nos tiene, nos dice; “Ahora, así dice Yahveh tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. « No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. 2 Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. 3 Porque yo soy Yahveh tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar 4 dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. 5 No temas, que yo estoy contigo; desde Oriente haré volver tu raza, y desde Poniente te reuniré. 6 Diré al Norte: "Dámelos"; y al Sur: "No los retengas", Traeré a mis hijos de lejos, y a mis hijas de los confines de la tierra; 7 a todos los que se llamen por mi nombre, a los que para mí gloria creé, plasmé e hice”. (Is 43,1-7).

El Cardenal Ratzinger, sobre el amor de Dios a nosotros escribía diciendo: “Todos nosotros existimos porque Dios nos ama. Su amor es el fundamento de nuestra eternidad. Aquel a quien Dios ama no perece jamás”. Y más tarde siendo Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, nos dice: “Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti” (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.

El Canónico polaco Tadeusz Dajczer, escribe: “…, precisamente así es Dios, un loco en su amor por el hombre…Cristo nada necesita para sí. Si quiere algo de ti, siempre se trata de tu bien. Él quiere amarte y quiere que aceptes su deseo, es decir, su amor…. El drama de Dios, que es amor, consiste en que no puede derramar su amor plenamente; en que no puede inundar el alma humana, a la que ama sin medida”.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.




* Juan del Carmelo que no es más que un seglar que, a finales de los años 80, experimentó la llamada de Dios y se vinculó al Carmelo Teresiano. Juan del Carmelo, es autor, editor y responsable del Blog El Blog de Juan del Carmelo, alojado en el espacio web de www.religionenlibertad.com

jueves, 5 de marzo de 2015

¡ESCUCHADLE!

La Transfiguración, Anónimo, Benaki Museum



Génesis 22, 1-2. 9a. 10-13.15-18;
Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10

El pasaje evangélico nos habla de la Transfiguración de Jesús. Un día Jesús tomó consigo a tres de sus discípulos y subió con ellos a lo alto de un monte (según la tradición, el Tabor). En un cierto momento, el rostro de Jesús comenzó a brillar con una luz fulgurante; y aparecieron Moisés y Elías, que hablaban con él. Por un instante, la realidad divina del Hijo de Dios, escondida bajo su humanidad, fue como liberada y Jesús apareció, también al exterior, como lo que era en realidad: la luz del mundo. Había una tal atmósfera de paz y de felicidad que Pedro no pudo dejar de exclamar: “Maestro, ¡qué bien se está aquí; hagamos tres tiendas…” Pero, en aquel instante se formó una nube que los envolvió y de la nube salió una voz que decía:

“Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.

Con estas palabras, Dios Padre entregaba a Jesús como su único y definitivo Maestro a la humanidad. Aquel imperativo “¡escuchadlo!” está cargado de toda la autoridad de Dios; pero, asimismo de todo el amor de Dios para con el hombre. Escuchar a Jesús, en efecto, no es sólo un deber y una obediencia, sino también una gracia, un privilegio, un don. Él es la verdad: siguiéndole, no podremos equivocarnos; es el amor: no busca más que nuestra felicidad.

Mas, ahora, como de costumbre, vengamos a lo práctico. La palabra “¡escuchadlo!” evidentemente no está sólo dirigida a los tres discípulos, que estaban en el Tabor, sino a los discípulos de Cristo de todos los tiempos. Es necesario por ello que nos planteemos la pregunta: “Hoy, ¿dónde habla Jesús para poderlo escuchar?”

Jesús nos habla, ante todo, a través de nuestra conciencia. Cada vez que la conciencia nos echa en cara algo del mal que hemos hecho, o nos anima a hacer algo de bueno, es Jesús el que nos habla mediante su Espíritu. La voz de la conciencia es una especie de “repetidor”, instalado dentro de nosotros, de la misma voz de Dios.

Pero, de sólo ella no basta. Es fácil hacerla decir lo que nos gusta escuchar. Puede ser deformada o efectivamente puesta a callar por nuestro egoísmo. Tiene necesidad por ello de ser iluminada y sostenida por el Evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. El Evangelio es el lugar por excelencia en el que Jesús nos habla hoy. Son innumerables las personas que han hecho experiencia de ello en su vida. La gente ama distraerse, no pensar; por esto los programas de variedades, de juegos y concursos tienen tanta escucha. Sin embargo, cuando la familia se encuentra para tener que afrontar una crisis, un gran disgusto, entonces nos damos cuenta que sólo las palabras del Evangelio están a la altura de nuestro problema y tienen algo que decirnos. Todas las demás palabras suenan a vacías y nos dejan solos, presos de nuestros problemas.

Gracias a su Evangelio, Jesús habla y, a veces, es escuchado también fuera del círculo de sus discípulos. El ideal de la “no violencia”, por ejemplo, fue inspirado por Gandhi más que por su cultura hindú, por la lectura de las Bienaventuranzas evangélicas, como sabemos por su correspondencia con el escritor ruso Tolstoi. Los fundadores mismos del marxismo, especialmente Engels, reconocían en el Evangelio la fuente inspiradora de algunos de los principios más válidos de su doctrina social. Jesús habla “muchas veces y de distintos modos” (Hebreos 1, 1) y a veces su voz llega a nosotros, los cristianos, como de rebote, desde los de fuera de la Iglesia.

Pero, es claro que ello es la excepción. El lugar ordinario en donde Jesús nos habla hoy es precisamente la Iglesia, a través de su tradición y el magisterio de los sucesores de los apóstoles. A estos, Cristo les ha dicho: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lucas 10, 16). Sabemos por experiencia que las palabras del Evangelio pueden ser interpretadas frecuentemente de modos diversos, pueden venir sometidas a decir lo que los hombres de un cierto ambiente quieren hacerles decir. ¿Quién nos asegura una interpretación auténtica, si no es la Iglesia, instituida por Cristo precisamente para tal fin? Por esto, es importante que busquemos conocer la doctrina de la Iglesia y conocerla de primera mano, como ella la entiende y la propone; no según la interpretación, frecuentemente distorsionada y reductora, de las mass-media.

Pero, ahora debo cambiar de registro. Casi tan importante como saber dónde habla Jesús hoy es saber dónde no habla. Él no habla ciertamente a través de los magos, los adivinos, los nigromantes, los que dicen horóscopos, los que expresan mensajes extraterrestres; no habla en las sesiones espiritistas, ni en el ocultismo. En la Escritura leemos esta advertencia al respecto:

“No ha de haber dentro de ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que practique la adivinación, la astrología, la hechicería o la magia, ningún encantador, ni quien consulte espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una abominación para Yahvé tu Dios y por causa de estas abominaciones desaloja Yahvé tu Dios a esas naciones a tu llegada” (Deuteronomio 18, 10-12).

Éstos eran los modos típicos de referirse a la divinidad por los paganos, que acarreaban auspicios consultando a los astros, o las vísceras de animales, o el vuelo de los pájaros. Había entre ellos dos clases expresas de sacerdotes, que sólo hacían esto; se llamaban los Augures (de ahí procede nuestro augurar y augurio) y los Auspicios o Protectores (de ahí nuestro auspiciar y auspicio). La relación con la divinidad no estaba basada en la obediencia, la confianza y el amor, sino en la astucia. Era importante arrebatar a la divinidad sus secretos y sus poderes.

Con aquella palabra de Dios: “¡Escuchadlo!” todo esto ha terminado. Hay un solo mediador entre Dios y los hombres; no estamos obligados ya más a ir “a tientas” para conocer el querer divino, para consultar esto o aquello. En Cristo tenemos toda respuesta.

Hoy desdichadamente aquellos ritos paganos han vuelto a estar de moda. Como siempre, cuando disminuye la fe verdadera, aumenta la superstición. Tomemos la cosa más inocua de entre todas, el horóscopo. No existe, se puede decir, periódico o estación de radio que no ofrezca diariamente a sus lectores u oyentes el horóscopo. Para las personas maduras, dotadas de una mínima capacidad crítica o de ironía, eso no es más que una inocua tomadura de pelo recíproca, una especie de juego y de pasatiempo. Pero, mientras tanto miremos los efectos a largo caminar. ¿Qué mentalidad se forma, especialmente entre los muchachos y los adolescentes? Aquella según la cual el éxito en la vida no depende del esfuerzo, de la aplicación en el estudio y la constancia en el trabajo, sino de factores externos, imponderables; del conseguir doblegarse en propia ventaja a ciertos poderes, propios o de otros. Peor aún, todo esto induce a pensar que en el bien y en el mal la responsabilidad no es nuestra, sino de las estrellas. Vuelve a la mente la figura de don Ferrante. Convencido que la peste no fuese debida al contagio, sino “a la fatal unión de Saturno con Júpiter” él –dice Manzoni– no tomó ninguna precaución en contra de ella y así murió “tomándosela con las estrellas” (I Promessi Sposi, cap. 37).

Es en verdad desconcertante ver cómo órganos de prensa de glorioso pasado o medios de comunicación públicos, que debieran desarrollar una función educativa, se presten a una obra tan claramente poco educativa y en la que ellos son los primeros en no creer.

Debo apuntar hacia otro ambiente en el que Jesús no habla y en donde por el contrario se le hace hablar todo el tiempo. El de las revelaciones privadas, mensajes celestiales, apariciones y voces de variada naturaleza. No digo que Cristo o la Virgen no puedan hablar incluso a través de estos medios. Lo han hecho en el pasado y lo pueden hacer, evidentemente, también hoy. Sólo que antes de dar por descontado que se trate de Jesús o de la Virgen que habla y no de la fantasía de alguien o, peor, de astutos que especulan en la buena fe de la gente, importa tener garantías. Es necesario, en este campo, esperar el juicio de la Iglesia, no precederle. No nos perdemos nunca con esperar, porque en el entretiempo tenemos ya todo lo que nos es necesario para conocer la voluntad de Dios y ponerla en práctica, si lo queremos. Dante decía bien a los cristianos de su tiempo:

“Cristianos, moveos de forma más grave:no seáis como plumas a todo viento,y no creáis que cada agua os lave.Tenéis el nuevo y el antiguo Testamento,y al pastor de la Iglesia que os guía:Esto os baste para vuestra salvación” (Paraíso V, 73-78).

San Juan de la Cruz decía que desde el Tabor se ha dicho a Jesús: “¡Escuchadlo!”, Dios en un cierto sentido ha llegado a estar mudo. Lo ha dicho todo, ya no tiene más cosas nuevas para revelar. Quien le pide nuevas revelaciones o respuestas le ofende, como si no se hubiese explicado claramente. Dios continúa diciendo a todos la misma palabra: “¡Escuchadlo! Leed el Evangelio: encontraréis más, no menos, lo que buscáis”.

El Evangelio de hoy nos ha puesto delante con toda su majestad a Cristo como Maestro de la Iglesia y de la humanidad. Descendamos también nosotros de nuestro pequeño Tabor llevando en el corazón el eco fuerte de aquella invitación del Padre: “Éste es mi Hijo amado; ¡escuchadlo!”



P. Raniero Cantalamessa, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos


http://www.cantalamessa.org/?p=2826&lang=es


martes, 30 de diciembre de 2014

EN LA VEJEZ DARÁN TODAVÍA FRUTOS





P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.





Génesis 15, 1-6; 21, 1-3; Hebreos 11, 8.11-12.17-19; 

Lucas 2, 22-40



En el Domingo después de Navidad la liturgia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús ha querido nacer en el seno de una familia humana, si bien por obra del Espíritu Santo y de una madre Virgen.

Toda familia está constituida por un conjunto de relaciones. Está, ante todo, la relación entre marido y mujer; después, entre los padres y los hijos. Hoy tendemos a cerrar aquí el cerco familiar. Pero, no es justo: hay otra relación más amplia: la de entre los abuelos y los nietos, o entre los ancianos y los jóvenes, que es hasta parte integrante de toda familia humana normal.

Este año las lecturas nos ofrecen la ocasión de reflexionar precisamente sobre este último componente de la familia: los ancianos. En la liturgia de este Domingo ellos prevalecen de forma incontrastable. Cada una de las tres lecturas nos presenta a una pareja de ancianos: la primera y la segunda lectura, a Abrahán y Sara; el Evangelio, a Simeón y Ana.

Los ancianos viven una nueva situación en el mundo de hoy; son los que más se han resentido de los vertiginosos cambios sociales de la era moderna. Dos factores han contribuido a cambiar radicalmente el papel de los ancianos. El primero es la moderna organización del trabajo. Ésta favorece la puesta al día y el conocimiento de las últimas técnicas, más que la experiencia, y por lo tanto favorece a los jóvenes; fija, además, un umbral o un paso detrás del que la persona debe dejar su profesión e ir a la jubilación. En algunas lenguas, como el inglés, el término con el que se designa a los pensionistas es aún más crudo: retirement, retiro.

El otro factor es el atestiguarse un tipo de familia así llamada monocelular, esto es, formada sólo por el marido, la mujer y los hijos, con los ancianos que sólo de tiempo en tiempo ven a los hijos y a los nietos. Todo esto ha creado los problemas que ya conocemos: soledad, marginación, enorme empobrecimiento de la vida de familia, especialmente para los niños, para los cuales los abuelos son figuras importantes y equilibradoras.

No ha sido siempre así. En la Biblia y, en general, en las sociedades antiguas, los ancianos, más que ser marginados y constituir una “edad inútil”, eran los verdaderos pilares en torno a los que giraba la familia y la sociedad. Hoy decirle a una persona “¡viejo!” suena como un insulto; pero, en un tiempo era un título honorífico. Del latín señor (que es el comparativo de senex), viejo, ha provenido nuestro “señor”. ¡Pensad un poco en qué cambio! Cuando de una persona decimos: “Se comporta como un verdadero señor” venimos a decir que se comporta como un verdadero anciano. También, la palabra presbíteros, sacerdotes, tiene el mismo origen, esta vez del griego, y significa sencillamente ancianos. Recuerdo estas cosas no por curiosidad, sino para ayudar a los ancianos a volver a encontrar una más justa idea de sí y a descubrir el don que existe en el hecho de ser ancianos.

Partimos del famoso, y por muchos temido, tiempo de ser pensionistas. Pero, ¿es en verdad, el ser pensionistas, un “retirarse”, un llegar a estar separados de la vida verdadera? Yo conozco a distintas personas para las que tal momento no ha sido el inicio del declive, sino el principio de una nueva laboriosidad. Una vez libres de un trabajo frecuentemente no escogido, no sentido como gratificante y creativo, han descubierto que tenían finalmente tiempo para dedicarse a una actividad nueva, con la que congenian más. Sobre todo, han descubierto que, después de haber trabajado toda la vida para necesidades del cuerpo y para deberes terrenos, podían finalmente dedicarse con más entusiasmo a cultivar su espíritu. Algunos profesionales han pedido anticipar su situación de pensionistas para poder dedicar el resto de sus años y de sus energías a una empresa mejor: ¡el reino de Dios! Con competencia y entusiasmo prestan su labor a la evangelización, en actualizar y realizar proyectos caritativos, en el voluntariado o sencillamente para ayudar al párroco en pequeños servicios exigidos por la comunidad. Para todos éstos se realiza aquella palabra del salmo que dice: “En la vejez producen fruto, siguen llenos de frescura y lozanía” (Salmo 92, 15).

Cuánta confianza da a este propósito la parábola de Jesús, en donde se habla del operario de la undécima hora, que recibe la misma paga que los primeros. Quiere decir que nunca es demasiado tarde. Supongamos que uno, asaltado por la necesidad, o también movido por la sed de ganancias, haya abandonado durante toda la vida el cultivar su fe, que haya permanecido lejos de los sacramentos y de todo. Pues bien, Dios le ofrece una nueva posibilidad. Como uno que nunca ha pagado los subsidios y el dueño le concede ir también como pensionista con el máximo de puntos. ¡Cuántas personas, en el paraíso, deben su salvación a los años de su ancianidad!

La Escritura traza también las líneas para una espiritualidad del anciano, esto es, un perfil de las virtudes, que más deben resplandecer en su conducta: “Di a los ancianos que sean sobrios, serios y que piensen bien; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos” (Tito 2, 2-4).

No es difícil deducir de este conjunto de recomendaciones los rasgos fundamentales que hacen a un buen anciano. En el anciano, hombre o mujer, ante todo debe sobresalir una cierta calma, dignidad, que hace de él un elemento de equilibrio en la familia. Uno que sabe relativizar las cosas en los litigios, rebajar los tonos, inducir a la reflexión y a la paciencia. Una de las situaciones más penosas, que viven hoy los ancianos, es asistir impotentes al deshacerse el matrimonio de sus hijos, con todo lo que esto comporta para los nietos, para todos. También en esta circunstancia, el anciano debe ser alguien que invita a la reconciliación, puntualiza no tomar decisiones precipitadas, uno que “pone paz”.

Otra virtud sugerida a los ancianos es una cierta apertura hacia los jóvenes. A las mujeres ancianas se les recomienda que “enseñen a amar” a las jóvenes. ¡Cuántas cosas hay encerradas en esta frase! Esto supone en el anciano la capacidad de saberse adaptar a los tiempos que cambian, apreciar las novedades y los valores positivos de los que son portadores los jóvenes. Uno de los defectos, que ya los antiguos echaban en cara a los ancianos, es ser laudatores temporis acti, esto es, el de alabar, en todo momento, las cosas del pasado, aquello que se decía o hacía en su tiempo. Esto es un defecto que se nota, a veces, también en los sacerdotes y en los obispos ancianos, frente a los cambios, que tienen lugar en la Iglesia.

Pero, las indicaciones más concretas para una espiritualidad del anciano nos vienen precisamente de las figuras de los ancianos, que hemos recordado al inicio. Abrahán y Sara nos dicen que la verdadera fuerza, que debe sostener a un anciano, es la fe: “Por fe, obedeció Abrahán a la llamada… Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac…”

Abrahán tenía un hijo único, Isaac, obtenido en edad avanzada, como un don explícito de Dios. Lo era todo para él. Y he aquí que un día Dios le pide llevárselo al monte y sacrificarlo. Uno se puede imaginar la pena del viejo padre. Esto me hace pensar en aquellos ancianos padres, que han tenido que acompañar a la tumba a un hijo suyo, quizás el único que tenían, y no consiguen poseer la paz.

Sabemos que Abrahán volvió a recibir al hijo vivo; Dios quería sólo poner a prueba su obediencia. Yo quisiera decirles a los ancianos, que han perdido a sus hijos: también vosotros los recibiréis vivos. Y no durante algún año, en este mundo, sino para siempre. Tened fe, porque es precisamente por la fe por lo que desde ahora podéis sentirlos como vivos y cercanos en Dios. No recurráis a otros medios extraños, ocultos, casi siempre falaces, para meteros en contacto con los difuntos. Os haríais mal a vosotros mismos, sin hacerles bien a ellos, porque esto es un poneros contra Dios.

De Simeón y de Ana, la pareja de ancianos del Evangelio, aprendemos la otra virtud fundamental de los ancianos: la esperanza. Simeón había esperado toda la vida poder ver al Mesías. Estaba ya cercano su fin, parecía todo acabado; ha continuado esperando; y un día ha tenido la alegría de estrechar entre sus brazos al Niño Jesús. Quizá, también algún anciano de entre vosotros tiene algún deseo que lo ata a la vida, por ejemplo, ver situados o colocados a todos los hijos. Para muchas madres, este deseo es ver a un hijo o una hija suya reconciliados con Dios, vueltos a la Iglesia. Continuad como Simeón esperando y rezando. La esperanza es el verdadero elixir de la eterna juventud. Se dice: “mientras hay vida hay esperanza”; pero, todavía más verdadero es lo contrario: “mientras hay esperanza hay vida”.


En los Salmos encontramos esta chocante oración de un anciano, que todos, jóvenes y viejos, podemos ahora hacer nuestra en la primera o en la segunda parte: “No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor… ¡Oh Dios, me has instruido desde joven, y he anunciado hasta hoy tus maravillas! Ahora, viejo y con canas, ¡no me abandones, Dios mío!” (Salmo 71,9.17-18).



27 de diciembre de 2014


sábado, 12 de abril de 2014

JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE





1. Oriente y Occidente unánimes sobre Cristo


Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la persona de Jesús. Por ejemplo, se puede partir directamente de la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir distintas vías: la vía tipológica, seguida en la más antigua catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profecías y de las figuras del Antiguo Testamento; la vía histórica, que reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las distintas tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los distintos entornos culturales del Nuevo Testamento. Se puede, por el contrario, partir de las preguntas y de los problemas del hombre de hoy, o incluso desde la propia experiencia de Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas vías ampliamente exploradas.

La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía suya de acceso al misterio de Cristo, un modo suyo de recoger y organizar los datos bíblicos que le afectan, y esta vía se llama el dogma cristológico, la vía dogmática. Por dogma cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a Cristo, definidas en los primeros concilios ecuménicos, sobre todo en el de Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a los siguientes tres pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es verdadero Dios, es una sola persona.

San León Magno es el padre que he elegido para introducirnos en las profundidades de este misterio. Por una razón muy precisa. En la teología latina estaba lista desde hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en Cristo que llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito: «Vemos dos naturalezas, no confundidas, sino unidas en una persona, Jesucristo, Dios y hombre» [1]. Tras una larga exploración, los autores griegos llegan, por su parte, a una formulación idéntica en la sustancia; pero su retraso o tiempo perdido fue algo muy distinto, porque sólo ahora se podía dar a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto ellos de relieve, entretanto, todas las implicaciones y resuelto las dificultades.

El papa san León Magno es quien se encontró gestionando el momento en que las dos corrientes del río —la latina y la griega— confluyeron juntas y con su autoridad de obispo de Roma favoreció su acogida universal. Él no se conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de Tertuliano y retomada entretanto por Agustín, sino que la adapta a los problemas surgidos en el ínterin, entre la Iglesia de Éfeso del año 431 hasta Calcedonia del año 451. Este es, a grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo expone en el famoso Tomus a Flavianum [2]:

Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a la del Verbo eterno: «El que se hizo hombre en la forma de siervo es el mismo que en la forma de Dios creó al hombre». Segundo punto: la naturaleza divina y la humana coexisten en esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión, pero conservando cada una sus propiedades naturales (salva proprietate utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era, sin dejar de ser lo que era [3]. La obra de la redención exigía que «el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo, pudiera morir en lo referido a la naturaleza humana y no morir en lo referido a la naturaleza divina». Tercer punto: la unidad de la persona justifica el uso de la comunicación de idiomas, por lo que podemos afirmar que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, y también que el Hijo del hombre vino del cielo.

Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar por fin un acuerdo entre las dos grandes «escuelas» de la teología griega, la alejandrina y la antioquena, evitando los respectivos errores que eran el monofisismo y el nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el reconocimiento, para ellos vital, de las dos naturalezas de Cristo y, por tanto, de la plena humanidad de Cristo; los alejandrinos, a pesar de algunas reservas y resistencias, podían encontrar en la formulación de León el reconocimiento de la identidad de la persona del Verbo encarnado y la del Verbo eterno, que apreciaban más que cualquier otra cosa.

Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para darse cuenta de lo presente que está en ella el pensamiento del papa León:

«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre […]; nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» [4].

Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero árida y abstracta y, en cambio, en ella se basa toda la doctrina cristiana de la salvación. Sólo si Cristo es un hombre como nosotros, lo que él hace, nos representa y nos pertenece, y sólo si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor infinito y universal, hasta el punto de que, como se canta en el Adoro te devote, «una sola gota de sangre que ha derramado salva al mundo entero del pecado» («Cuius una stilla salvum facere totum mundum qui ab obni scelere»).

Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes. Esta era la situación de la humanidad antes de Cristo, escriben, con pocas diferencias entre sí, san Anselmo entre los latinos y Cabasilas entre los ortodoxos. Por una parte estaba el hombre que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar contra Satanás para liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro lado, estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio, pero no debía hacerlo, al no ser él el deudor. Era preciso que se encontraran unidos en la misma persona quien debía luchar y quien podía vencer, y es lo que ocurrió con Jesús, «verdadero Dios y verdadero hombre, en una persona» [5].


2. El Jesús de la historia y el Cristo del dogma nuevamente unidos


Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos dos siglos, fueron investidas por un ciclón crítico que tendía a quitarlas cualquier consistencia y a calificarlas como puras invenciones de los teólogos. A partir de Strauss, se ha convertido en una especie de grito de batalla entre los estudiosos del Nuevo Testamento: liberar la figura de Cristo de los cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el único real. «La ilusión de que Jesús haya podido ser hombre en sentido pleno y que, sin embargo, como persona individual sea superior a la humanidad entera, es la cadena que aún cierra el puerto de la teología cristiana al mar abierto de la ciencia racional» [6]. Y esta es la conclusión a la que llega el estudioso: «La idea del Cristo del dogma, por una parte, y el Jesús de Nazaret de la historia, por otra, están separadas para siempre».

Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de esta tesis. El Cristo del dogma no satisface las exigencias de la ciencia racional. El ataque ha ido adelante, con soluciones alternas, casi hasta nuestros días. Se ha convertido él mismo, a su manera, en un dogma: para conocer al verdadero Jesús de la historia es preciso prescindir de la fe en él posterior a la Pascua. En este clima han proliferado reconstrucciones fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo, algunas con pretensiones de historicidad, pero en realidad basadas en hipótesis de hipótesis, respondiendo todas a gustos o reivindicaciones del momento.

Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola. Es hora de tomar nota del cambio ocurrido en este sector, de manera que se pueda salir de una cierta actitud defensiva y avergonzada que ha caracterizado a los estudiosos creyentes en estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos aquellos que en estos años han divulgado a manos llenas imágenes de Jesús dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es que ya no se pueden escribir, en buena fe, «investigaciones sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser «históricas», si prescinden, o más aún, excluyen de partida, la fe en él.

Quién personaliza de manera más clara el cambio que se está produciendo es uno de los máximos estudiosos vivos del Nuevo Testamento, el inglés James D.G. Dunn. Él ha resumido en un pequeño volumen titulado «Cambiar la perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental investigación sobre los orígenes del cristianismo [7]. El autor ha minado desde las raíces los dos presupuestos de fondo sobre los que se basó la contraposición entre el Jesús histórico y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de la historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que para conocer lo que verdaderamente dijo e hizo el Jesús histórico, es necesario liberar la tradición de las capas y de los añadidos posteriores, y remontarse hasta el estrato original, o a la primera «redacción», de una cierta perícopa evangélica.

Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe se inicia antes de la Pascua; si algunos lo han seguido y se han hecho sus discípulos es porque habían creído en él. Se trata de una fe aún imperfecta, pero de fe. En esta fe, el acontecimiento pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero saltos de cualidad, aunque menos determinantes, había habido ya antes de la Pascua, en momentos especiales, como la transfiguración, algunos milagros clamorosos, el diálogo de Cesarea de Filipo. La Pascua no constituye un comienzo absoluto.

Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun admitiendo que las tradiciones evangélicas circularon durante un cierto período en forma oral, los estudiosos aplicaban siempre a dicha tradición el modelo literario, como se hace hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto original de una obra. Si se tienen en cuenta las leyes que regulan —también en el presente, en ciertas culturas—, la transmisión oral de las tradiciones de una comunidad, se ve que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho evangélico, a la búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación que abrió las puertas a todo tipo de manipulación de los textos evangélicos, terminando por repetir lo que ocurre cuando se abre una cebolla a la búsqueda de un núcleo sólido que no existe. Algunas de estas conclusiones son las que los estudiosos católicos habían sostenido desde siempre [8], pero Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos difícilmente refutables desde dentro mismo de la investigación histórico-crítica y con sus mismas armas.

El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto XVI instaura un diálogo en su primer volumen sobre Jesús de Nazaret, da por descontado este resultado. Partiendo de un punto de vista autónomo y, por así decir, neutral, hace ver cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del Cristo de la fe post-pascual. El Jesús histórico, el de los evangelios, por ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que requiere la fe en su persona como a uno que puede corregir Moisés, que es señor del sábado, por el cual se puede hacer una excepción también al cuarto mandamiento; en definitiva, como uno que se sitúa en el mismo plano de Dios.

El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí; llega a probar la continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo del kerigma*, no va más allá. Queda por probar la continuidad entre el Cristo del kerigma y el del dogma de la Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca un desarrollo coherente de la fe neotestamentaria, o representa una ruptura respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en los años en que me ocupaba de la Historia de los orígenes cristianos y la conclusión a la que llegué no se separa de la del Cardenal Newman en su famoso ensayo «El desarrollo en la doctrina cristiana» [9]. Ha tenido lugar, sin duda, el paso de una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una cristología ontológica (lo que Cristo «es»), pero no se trata de una ruptura porque vemos que el mismo proceso se da ya dentro del kerigma, por ejemplo en el paso de la cristología de Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el tránsito desde sus primeras cartas a las de la cautividad, Filipenses y Colosenses.


* Término que significa predicación (acotación del blogger)


3. Más allá de la fórmula


Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más largamente en la parte doctrinal del tema. La persona de Jesús es el fundamento de todo en el cristianismo. «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién se preparará para la batalla?», dice san Pablo
(1 Cor 14,8); si no se tiene una idea precisa de quién es Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al mundo? Pero ahora nos queda hacer una aplicación práctica de la doctrina para la vida personal y la fe actual de la Iglesia, que es el objetivo constante de nuestro reexamen de los Padres.

Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico han dado a la Iglesia la fórmula: «Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; Jesucristo es una sola persona». Más sintéticamente aún: él es «una persona en dos naturalezas». A esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de Kierkegaard: «La terminología dogmática de la Iglesia primitiva es como un castillo mágico, donde yacen en un sueño profundo los príncipes y las princesas más legendarias. Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie con toda su gloria» [10]. Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar nueva vida a los dogmas.

La investigación sobre los evangelios —también en la apenas recordada de Dunn— nos muestra que la historia no nos puede llevar al «Jesús en sí», al Cristo como es en la realidad. Lo que alcanzamos en los evangelios es siempre, en cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que de él conservaron los discípulos, aunque sea una memoria creyente. Sucede como para su resurrección. «Algunos de los nuestros —dicen los dos discípulos de Emaús— fueron al sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron»
(Lc 24,24). La historia puede constatar que las cosas, respecto de Jesús de Nazaret, están como dijeron los discípulos en los evangelios, pero a él no lo ve.

Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un Jesús «definido», «formulado», pero Tomás de Aquino nos enseña que «la fe no termina en el enunciado (enuntiabile), sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de Calcedonia y el Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la fórmula química H2O y el agua que bebemos o en la que nadamos. Nadie puede decir que la fórmula H2O es inútil o que no describe perfectamente la realidad; ¡sólo que no es la realidad! ¿Quién nos podrá conducir al Jesús «real» que está más allá de la historia y detrás de la definición?

Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia consoladora. Existe la posibilidad de un conocimiento «inmediato» de Cristo: es el que nos da el Espíritu Santo enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-mediada» entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no constituye un diafragma o un trámite, al ser él el Espíritu de Jesús, su «alter ego», de su misma naturaleza. San Ireneo llega a decir que «el Espíritu Santo es nuestra misma comunión con Cristo» [11]. En ello la mediación del Espíritu Santo es diferente de cualquier otra mediación entre nosotros y el Resucitado, tanto eclesial como sacramental.

Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel del Espíritu Santo a efectos del conocimiento del verdadero Jesús. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de todo lo obrado por Cristo y de su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de definición «urbi et orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado»
(Hch 2,36).

San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de santificación»
(Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor, si no es gracias a una iluminación interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol atribuye al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5). Sólo si son «fortalecidos por el Espíritu», —continúa el apóstol— los creyentes serán capaces de «entender la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,16-19).

En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su relación con el Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a reconocer a Jesús venido en la carne
(cf. 1 Jn 4,2-3).


4. Jesús de Nazaret, una «persona»


Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un pequeño intento de «despertar» el dogma. Del triángulo dogmático de León Magno y de Calcedonia —«verdadero Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos limitamos a tomar en consideración sólo el último elemento: Cristo «una persona». Las definiciones dogmáticas son «estructuras abiertas», es decir, capaces de acoger significados nuevos, posibilitados por el progreso del pensamiento humano. En su fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar) indicaba la máscara que servía al actor para hacer resonar su voz en el teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el individuo, hasta su significado más alto de «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio).

En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un significado más subjetivo y relacional, favorecido, sin duda, por el uso trinitario de persona como «relación subsistente». Es decir, indica al ser humano en cuanto capaz de relación, de estar como un yo ante un tú. En ello, la fórmula latina «una persona» se reveló más fecunda que la respectiva griega de «una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto individual existente; «persona», sólo del ser humano y, por analogía, del ser divino. Nosotros hablamos hoy (y también los griegos hablan) de «dignidad de la persona», no de dignidad de la hipóstasis.

Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo. Decir que Jesús es «una persona» significa decir también que ha resucitado, que vive, que está delante de mí, que puedo hablarle de tú como él me habla de tú. Es necesario pasar constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del Jesús personaje al Jesús persona. El personaje es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el cual generalmente no se puede hablar. Jesús, desgraciadamente para la mayoría de los creyentes, es todavía un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin parar, una memoria del pasado, un conjunto de doctrinas, de dogmas o de herejías. Es un ente, más que un existente.

El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el escalofrío metafísico que produce el descubrimiento repentino de la existencia de las cosas y, en esto al menos, podemos darle crédito:

«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. Ya no me acordaba de que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie. [...] Y luego tuve este rayo de luz. Se me cortó el aliento con ello. [...] . La existencia se oculta. Está allí, alrededor de nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, por último, no se toca. [...] Y luego, de golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había revelado de repente» [12].

Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y entrar en contacto con él, persona viva, hay que pasar por una experiencia de ese tipo. Algunos exégetas interpretan el nombre divino «El que es», en el sentido de «El que está», que está presente, disponible, ahora, aquí [13]. Esta definición se aplica perfectamente también a Jesús resucitado.

Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber resucitado, está vivo, está a mi lado, puedo relacionarme con él como una persona viva con otra viva, una presente con otra presente. No con el cuerpo y ni siquiera con la sola fantasía, sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real que uno y otra. San Pablo nos asegura que es posible hacer todo «con Jesús»: ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa
(cf. 1 Cor 10,31; Col 3,17).

Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un amigo y confidente. En el subconsciente domina su imagen de resucitado, ascendido al al cielo, remoto en su trascendencia divina, que volverá un día, al final de los tiempos. Se olvida que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más aún, la perfección humana misma, posee en sumo grado el sentimiento de la amistad que es una de las cualidades más nobles del ser humano. Es Jesús quien desea semejante relación con nosotros. En su discurso de despedida, dando rienda suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamados amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre»
(Jn 15, 15).

Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no tanto en los santos (en los cuales prevalece la relación con el Maestro, el Pastor, el Salvador, el Esposo…), cuanto en esos judíos que, de manera muy a menudo no diversa de Saulo, llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de golpe se muda de una oscura amenaza, al más dulce y amado de los nombres. Un amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de discusiones en torno a Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es nunca «ideológico», sino una persona de carne y hueso. ¡De su sangre! Uno se queda conmovido al leer el testimonio de algunos de ellos. Todas las contradicciones se resuelven en un instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la lectura espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante sus propios ojos globalmente y como con acelerador. San Pablo dice que es como cuando un velo cae de los ojos
(cf. 2 Cor 3, 16).
En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción, sólo con algunos —con Lázaro y las hermanas y más aún con Juan, el «discípulo que él amaba»— tiene Jesús una relación de amistad verdadera. Pero ahora que está resucitado y ya no está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada hombre y a cada mujer la posibilidad de tenerlo como amigo, en el sentido más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el amigo del esposo, nos ayude a acoger con asombro y alegría esta posibilidad que llena la vida.


P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Cuarta predicación de Cuaresma 2014


© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


[1] Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11: CCL 2, 1199.
[2] León Magno, Carta 28.
[3] León Magno, Sermo 27,1.
[4] DS 301-302.
[5] N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus homo, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 46, art. 1, c. 3.
[6] D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte, 1865.
[7] J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical Jesus Missed (Grands Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salamanca 2006)].
[8] Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H. Schürmann sobre el origen pre-pascual de algunos dichos de Jesús: o.c., 28.
[9] Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri (Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.
[10] S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (ed. C. Fabro) (Brescia 1962) n. 196.
[11] Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1.
[12] J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza Editorial, Madrid 2014)].
[13] Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972) 212 [trad. esp. Teología del Antiguo Testamento I (Sígueme, Salamanca 1978)].


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2328&lang=es